lunes, 27 de diciembre de 2010

Aquel tipo de andar inconfundible.



Aquel tipo era un personaje, pero de los buenos, de los de verdad, de los de clase y actitud, de los de aura en blanco y negro. Y no había empezado siendo tan diferente, más allá de llevar a la gente de su alrededor un par de discos y libros de ventaja, un poco de agilidad en la conversación o el encanto del golfo entrañable que siempre deja tras los besos un morderse el labio en la chica.

Lo que pasa es que probablemente había comprendido demasiado rápido un par de cosas del mundo que le rodeaba, del polvoriento trastero en lo que se había convertido todo. No es mal camino empezar por oposición, es más fácil saber que es lo que no se quiere ser que hacia donde se quiere ir.

No le gustaba la ropa ancha, como de permanente atleta de domingo con el pelo engominado. No le gustaba la carencia de opiniones, el dejarse llevar por el criterio infame del telediario de las nueve. No le agradaban demasiado los snobs, la gente que hace que entiende de vinos y copia las formas de vida de las revistas de tendencias. No se sentía cómodo con los que hacen chistes incómodos y de mal gusto en el peor momento, con los que llevan la vergüenza ajena a modo de dorsal y no se dan cuenta, con los reaccionarios de toda clase. No comprendía la tendencia al envasado, al plástico y al colorín, al artificio, a la pantalla y al espectáculo, a lo aséptico de las luces y suelos de centro comercial, al blanco fluorescente. No era correspondido por demasiados, pero los que le comprendían le amaban.

Era fácil, porque era de verdad. No siempre estaba acertado, y aunque podía defender una posición con la tenacidad de un soldado atrincherado, sabía cuando era el momento de la retirada o la disculpa. A veces es preferible perder a hacer daño o ponerse a la altura del insecto reptante.

Era fácil quererle porque le gustaban los zapatos limpios, los pañuelos bien anudados o las imperceptible corbatas que dividían su mitad como solía dividir el espacio en los bares con su mirada. Quizá su vida no era el catálogo que reparte el médico al paciente. Bebía, pero nunca para perder la compostura, fumaba, algo más de lo recomendable, pero nunca quemaba los sillones. Le apasionaba la música en analógico, esa música que se percibe en el aire y que atrapa a los que nunca han estado demasiado cuerdos. Leía, sin excesos, tomaba los libros como las delicias de un plato. Entre otras cosas porque sabía que había que construir una novela con la vida, una obra de arte permanente, de vanguardia inclasiflicable. Nunca anduvo bien de dinero, pero siempre se las componía para no resultar un vulgar sacacuartos.

Sabía quienes eran sus amigos y quien sus conocidos. Elegía con certeza a los enemigos. Gentil con el débil e implacable con el fuerte. Azote del lugar común, de la memez de catálogo, del gusto acomodaticio. Era de los que cedían el sitio en la acera, salvo que el que viniera de frente no se lo mereciera. Abría el paragüas con maestría.

Actitud, puede que no siempre la acertada, pero actitud propia, trabajada, cincelada a base de tomar lo mejor de aquel personaje de esa película grandiosa, de aquel secundario con tanta gracia. No bastaba con querer ser de una forma, había que conseguirlo, o al menos intentarlo. Siempre en el camino se encontraban verdades a las que agarrarse.

Puede que un día de estos se lo encuentren pidiendo al lado suyo, del brazo de esa chica del vestido blanco y el pelo llameante, o de aquella otra de la falda de tubo y el Berlín de los años veinte por tocado, o bailando como si sintiera que aquello que suena fue compuesto para ese momento. Puede que le vean en la cola del super sin meter prisa a la cajera. Le dedicará una sonrisa y una frase bonita que haga más llevadero el día a esa mujer de uniforme feo pero de sueños tan razonables como los suyos. Si le ven fíjense bien, es posible, que ahora que empieza el año, quieran parecerse a él.

A lo mejor ya es hora de saber sonreír a la vida cuando toca y si no ofrecer nuestro mejor gesto socarrón cuando no.

martes, 30 de noviembre de 2010

El café




Cuello de cisne negro, pantalones grises de una tela recia como sus principios, estrechos, como el camino por donde le habían obligado a ir. Abrigo marinero recto, dos filas de botones alineados, como la gente que le observa con extrañeza cada mañana en el metro. Botas de ferroviario, limpias, pulcras, dos recordatorios de dignidad frente al sucio suelo del vagón.

Ya ha pasado un buen rato desde que se levantó, en una habitación como otras muchas, de un pueblo de periferia donde al final de las seis las luces se empiezan a encender tímidamente, como un juego de extraña estética en bloques de nueve plantas. Hoy se ha acordado de su padre, del olor de la colonia y su cara recién afeitada, cuando le daba un beso antes de ir a trabajar y lo notaba entre sueños. Él no tiene a nadie a quien besar al irse a coger el tren, ni planes de tenerlo.

Aprovecha la oscuridad del túnel y se coloca el pelo, corto, con forma de casco de aviador, trazado con escuadra. Hace calor pero no es agradable. No es el calor de una mano que acaricia, no es el calor de cuerpo de alguien al que abrazas. Es la respiración cansada y triste de cientos de miles de personas que como él que son derrotados según ponen el pie en la calle cada mañana.

A algunos los conoce de vista, coincidencia de horarios, como en las cárceles grandes, o los colegios, en los que sales al patio y te fijas en esa chica rubia del curso de al lado que no te hace ni te hará caso nunca.

Hoy, de los fijos, va un hombre con un traje azul que lee un periódico gratuito con pinta de no enterarse de nada. Se le ve esforzado en concentrarse por encima de una conversación sonrojante que disparan dos tías bajitas, recepcionistas en alguna de las torres del norte. Quiere ir y decirle que no se esfuerce, que no hay nada de que enterarse en un periódico, que la noticia está a su alrededor, y se repite a diario, y por el número de implicados debería tener un titular permanente en la prensa. El gran atraco, el robo del siglo, piensa mientras que toca el tabaco en el bolsillo del abrigo azul.

Sube las escaleras y oye el ruido de las pisadas que se arrastran por el suelo de la estación. El rascar de pies continuo, alguna carrerita de alguien que llega tarde, una pareja que viaja junta y que se despide justo antes de acabar el tramo final. Él se despidió un día, hace mucho, llovía como nunca, su vida fallaba como siempre. El frío le sopla en la cara que es hora de volver, el cigarro aspirado con fuerza es el último placer artificial que se permite, unos minutos andando hasta la oficina.

Entra en el portal y saluda con un gesto y un buenos días furtivo al portero, en la radio un miserable suelta alguna bravata, el portero asiente. Quizá le devuelva el saludo, posiblemente apoye la barbaridad del predicador, puede que ambas cosas. Da al botón del ascensor y justo antes de entrar se cuela con él una chica de un par de plantas más arriba. Saludo breve, sonrisa de ella, olor agradable de colonia excesivamente femenina, como las curvas de debajo de la falda que le queda algo estrecha, se intuye su ropa interior. Quizá ha engordado, puede que busque un ascenso. Oye la música mientras que ella apaga el cacharrito con sus uñas rojas. Lo segundo, te jodes, por tener mal gusto, tipografía en su cabeza.

Sentado frente a la pantalla, luz azul en la jeta, pequeño cubículo lleno de papeles. Se le ocurre buscar su testamento pero no lo encuentra. Un par de compañeros hablan de un partido de fútbol o de la película que pusieron anoche donde salía esa rubia de las tetas grandes. Hablan de la carrera de coches como si fueran pilotos, trazan un plan de salvación mundial con un par de peregrinas ideas políticas que ni si quiera son suyas.

A ti que te parece, le dice uno buscando su complicidad. Me parece que deberías meterte la corbata por dentro del cuello, imbécil pretencioso, piensa mientras que contesta algo neutro y común con la esperanza de que le dejen en paz.

Un par de balances, unos gráficos, un retoque fotográfico, cuadrar unas cuentas, contestar llamadas, escribir una frase que resuma el magnífico espíritu de aventura de aquella colonia. Trabaja haciendo algo. Ya no sabe muy bien el que ni tampoco importa. Sólo quiere que sean las once y media y bajarse a tomar café y desayunar, una victoria inmediata, un cigarro apoyado en la barra. Curiosea un poco en Internet, en una de esas páginas de ingeniería social donde la gente traza un estupendo y arrebatador perfil de si mismos. Se fija en las fotos de la fiesta donde estuvo. Aquella chica parecía maja, mientras que lee los ingeniosos comentarios, a ver si en la siguiente consigue estar más acertado con ella. Cierra la ventana, la de mentira, se pone el abrigo, coge el tabaco y el mechero del cajón. Hay además unos chicles y unos pañuelos. Una goma de borrar y un par de bolígrafos sin caperuza.

- Alberto- le dice el jefe, no el jefe de verdad, que nadie conoce, uno intermedio, un sargento chusquero de moqueta, - Puedes venir un minuto- tono afable de prestidigitador social - Cierra la puerta cuando entres- confirma sus sospechas de masaje de huevos por unas manos que no desea.

Está tomándose el café en el bar, más serio que de costumbre, con la mirada aún más alejada de todo lo que le rodea, casi enajenado de la realidad. No puede dejar de repetirse con que derecho le han puteado así, cual es el objetivo último, la extraña satisfacción obtenida. Un pequeño error en un informe, un cliente que se queja, una impuntualidad de cinco minutos, siempre, siempre encuentran algo. Luego el teatro de la comprensión, de la amenaza velada, del dejar claro quien manda allí. De su parte unas torpes explicaciones, una disculpa incluso, el silencio cuando no puede más.

-Ponme otro café- le dice al camarero con decisión - Que esté bien caliente- asegurándose de que su voz se eleva por encima de las del resto - Que sea para llevar- dejando claro que no es para él.

El corazón le empieza a ir más rápido y nota el cosquilleo de la adrenalina, como aquella vez que tuvo que salir corriendo con los de azul detrás cuando todavía creía en manifestaciones y cambios. Sube por las escaleras, no tiene tiempo de esperar al ascensor, un piso, dos, tres, llega al cuarto, está en mejor forma de la que pensaba, nota el calor que casi le quema a pesar del grueso cartón por donde sujeta el vaso. Entra a la oficina a pasos grandes, impulsándose con una fuerza que sale de dentro, de ese lugar dónde acumulamos toda la basura de nosotros mismos y nuestras vidas.

Entra al despacho del miserable que sirve de correa de transmisión a toda esta mierda.

- Cuelga el puto teléfono – le revienta en la cara al aprendiz de golfista – que tenemos que hablar – el otro obedece como un crío asustado – Mira grandísimo hijodeputa – le brotan de la boca las palabras como lava a borbotones en un volcán – te juro – y le agarra el nudo de la corbata acercándole lo suficiente para que le salpique su saliva – que como me vuelvas a joder por nada, este café que te traigo, y que te vas a beber – le pone el vaso de cartón en la piel para que sienta el calor – te lo pienso tirar a esa cara de niñato gilipollas que tienes.

Deja el café en la mesa. Su jefe, el rubito de melena ladeada, el que conduce el amago de deportivo, el del chalet adosado en aldea usurpada de la sierra, está inmóvil, como un insecto apunto de recibir el zapatillazo. Se dirige hacia la puerta con las botas reflejando los neones del techo, antes de salir se gira – Como me despidáis justo ahora te juro que te meto dos tiros – le dice señalándole con el dedo y con voz extrañamente tranquila.
En su vida ha visto una pistola.

Se sienta en su mesa, empieza a escribir un mensaje a la chica maja de la fiesta del último sábado. La dice que le gusta, le propone quedar entre semana, incluso fija hora y lugar. No pasan cinco minutos y ella le contesta que sí. Se mira las botas y piensa que es hora de empezar a caminar haciendo algo más de ruido. Su jefe sale del despacho a las dos horas, pasa por su lado como sin verle, él sí se fija en su cara. Una de las mejillas está extrañamente roja, como quemada por demasiado calor.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Reflejos y realidades


La calle descendía ligeramente, pendulando, como un muelle estirado, un tobogán para coches grandes, de motores ruidosos y conductores ausentes. El sol era claro, como de cuadro realista, pero no calentaba apenas cuando rozaba mi hombro en los espacios de cruce, que los edificios, dados la vuelta, con escaleras por fuera, ocultaban oscureciendo las placas del suelo pintadas de chicles.

Siempre al comenzar a andar sacaba con cuidado el cigarro del bolsillo, con un dedo, prendía la llama con un gesto ensayado, ladeando ligeramente la cabeza y arrugando mi cara, dejando salir un gesto ganado por años de lecturas deslabazadas, noches demasiado largas y acciones odiosas perpetradas sin sentido del decoro.

El vagabundo de la esquina me decía algo que nunca llegaba a entender y que tú me traducías no de otro idioma, si no de una lengua perdida o demasiado desesperada para que yo la entendiera en aquellos momentos. Era alto y llevaba capas de ropa como un hombre cavernario envuelto en pieles de distintos animales, como un insecto con el esqueleto por fuera, un producto sacado de la trastienda de las tiendas caras, la contraportada no impresa de las revistas de diseño, el reportaje no emitido en los informativos de letreros de colores y noticias impactantes.

Las cadenas se arrastraban por un espacio inaudito, entre los raíles de los tranvías, como fantasmas de otra época que han perdido el sentido de la orientación. Piqueteaban al ritmo de los números del semáforo, que nos recordaban en una cuenta incesante que el parpadeo no se detenía nunca, que el tiempo estaba ahí antes de que nosotros llegáramos, y seguiría ahí cuando nosotros ya nos hubiésemos marchado.

Pegué la mirada al cristal del restaurante y era cierto que existía, nos vi dentro con cara de no necesitar nada más allá de nosotros mismos. Abrazar a alguien y haber olvidado su cuerpo, escuchar su voz cerca del pelo, esa voz que necesitas a tu lado, y tener la misma sensación que cuando ves un cuadro famoso al natural y has visto demasiadas veces su reproducción irreal. Quitar con la mano el agua que sale de los ojos y calmar una boca que no sabe si sonreír o besar. Los camareros servían café en tazas viejas, y faltaban los tipos con gabardina y sombrero. Por lo demás era perfecto, era de verdad.

Sonó el teléfono y me sacó de mi mar de humo y torpes comparaciones. Leí el mensaje y apunté en mi cabeza el lugar al que debía ir, la hora a la que debía estar. Preferí olvidar el motivo del mismo.

Empecé a caminar rápido, con esa urgencia de quien sabe que tiene tiempo de sobra para cumplir su objetivo, pero que quiere llegar antes y observar, construir las frases que posiblemente salven su vida, aunque esta no sufra un peligro real de acabarse.

Llegué a la plaza y me senté en unas escaleras con hierba a los laterales. Una pareja de mejicanos se sentó cerca, bebían algo que humeaba y comían de una bolsa que hacía ruido. Parecía que acababan de conocerse hacía poco, transitaban por ese amable momento del descubrimiento, de la exhibición impúdica de las similitudes, la admiración por la privación y el desconocimiento del otro.

Me tocaron el hombro y me giré, había perdido mi atención entre autobuses de líneas que no conocía, graznidos de gaviotas urbanas y cables que iban y venían de un lugar indeterminado.

-Llegas tarde – me dijo mientras que se retiraba de la frente su pelo de árboles de bosque europeo- llegas diez años tarde – moviendo su boca extorsionadora, insinuante, de labios de cartel de película clásica.


-Pero al fin he llegado – tarde en decir, tirando al suelo mi guión – vamos a nuestro restaurante, supongo, que después de tanto tiempo, tendrás mucha hambre.

martes, 2 de noviembre de 2010

El concierto

Salgo del trabajo con ansiedad, con una palpitación de que la noche va a ser grande, de las de encontrarse con todos, saludar, observar, tocar por atrás ese hombro de alguien que no ves hace tiempo y con quien te gustaría hablar más que esos cinco minutos acelerados que da la situación.

Llego al previo, en un bar de los que nos gustan, de los que aún no han sucumbido a esa estética del prefabricado temático, de los de servilleta con saludo y botellín frío con aperitivo grasiento pero delicioso. Las motos, aparcadas en la puerta, la gente hablando en grupos, planificando, riendo como si las horas de trabajo (o paro) o los problemas personales hubieran quedado atrás. Estoy respondiendo ya a dos a la vez, escuchando historias increíbles sobre fines de semana en Cuenca con setecientas mil pesetas. Porque eso es lo que mola, que en un momento cambias de década. Aquí no importa de donde venimos, nuestra edad o la fecha del DNI, aquí lo que importa es estar, y en esta estamos casi todos.

La noche va avanzando conforme vamos andando por la atestada calle, levantando esas miradas absurdas de incredulidad, zafios comentarios de humorista de programa de variedades, chanzas de comedia costumbrista. La respuesta es la displicencia, la arrogancia, el desprecio. Cuando se recuperan están viendo las chaquetas moverse a lo lejos, y los sonidos de nuestros zapatos aplaudiendo sobre el adoquinado.

Los más musiqueros entran a la sala a ver a lo teloneros. Otros seguimos en otro bar de los de reforma pendiente inclinando los tercios, las copas, ya en pequeños grupos, confesando las maldades, las obsesiones, las decisiones que se toman cuando la esperanza es sustituida por la derrota. Un golpe en el hombro, un abrazo de los de romperte la clavícula, no contemplamos perder, no nos lo merecemos.

La velocidad ya está presente y nos situamos ante el escenario, vacío, esperando a comenzar la actuación. Los últimos saludos (nos pasamos las noches saludando), las últimas miradas antes de dar comienzo la batalla. Salen al escenario, un aplauso breve, y de ahí hasta el final, hasta que las gargantas no pueden más y los brazos se alzan, puño cerrado en alto, marcando un extraño ritmo de unidad y acción. Hay de todo, pero sobre todo hay felicidad, entusiasmo, volver a ser los protagonistas por un rato. Es una de las cosas que ocurren en estos conciertos de trescientas personas, con el grupo elevado un metro del suelo, con tres músicos sin alardes tecnológicos. Al final importa tanto el que toca como el que ve. Aquí no hay reverencia, hay admiración, hay sorpresa y entusiasmo, hay aplausos por ambas partes y unas ganas imposibles de que ésto no se acabe nunca.

Las canciones van desplegándose como muestras personales de lo que cada uno sentimos, y vuelven como del pasado, estando vivas y pareciendo haber sido escritas hace un rato. Chascamos los dedos mientras que paseamos por Kings Road, nos dejan varias chicas y conocemos a otras cuantas, y nos quedamos maravillados por Steff, vemos juntos el lugar donde vivíamos. Las americanas se retuercen y los peinados se destructuran, nos ponemos tristes al ver que es finales de Septiembre (yo más que nadie), y nos psicodelizamos pensando en el mañana. Y gritamos, abrazados, como si realmente nos fuera la vida en ello, que este mundo sigue siendo un mundo Mod.

Al menos para nosotros.

La foto es de Fernando Beat del Rio, redactor de Muzikalia, retratista de chavales de treinta y pico, y habitual de cualquier sitio donde esté la acción. Gracias, sobran las palabras.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Zumbido sordo de una bombilla



El oscuro viento del norte soplaba entre los muros derruidos de los edificios. Era un escenario de guerra, de paredes desconchadas, abiertas y violadas. Caminaba por la calle y podía ver lo que había en el interior de las casas. De una forma obscena los recuerdos de vidas ajenas se exponían ante mí.

Había pósters en las paredes medio arrancados, cuadros en ángulos extraños y fotos tiradas por el suelo. No hay nada más triste que una foto sucia y caída, en la que dos personas, jóvenes y con esperanza, son contemplados por un extraño que siente que todo se le escapa de las manos, que no puede asir nada más de cinco minutos. Los armarios también estaban abiertos, los veía desde abajo, con abrigos antiguos colgados en las perchas, con camisas que una vez fueron gloriosas pero que ahora estaban hechas jirones. El humo se veía en el horizonte, pero se olía a cada paso. Una mezcla de madera quemada y apagada por la lluvia, de papeles rotos con palabras torpes que se caían de las hojas, y al llegar al suelo se rompían, dejando montoncitos de letras que ya no significaban nada.

Me cruzaba con gente anónima, desconocida. Creo que vagaban como yo, sin saber a donde ir, o mejor dicho, sin capacidad para recordar a donde iban. Una vez un hombre mayor al que quería me contó una historia en la que pude adivinar la decadencia de casi todo, nuestro camino irreconducible hacia el desastre. Fue a hacer alguna acción cotidiana, como comprar el pan, o tabaco en el estanco. Después de franquear la puerta y andar unos cientos de metros, le sobrevino la angustia de no saber donde estaba, ni de que había ido a hacer a la calle, el montón de piedras de ni si quiera saber volver a su casa. En este decorado de ruinas, los pocos caminantes con los que me cruzo son así.

Me fijo en sus caras y algunos de ellos no están en el mismo tiempo que yo, aunque comparto su espacio. Uno me dice que ni si quiera está vivo, que veo su imagen de hace quince años, que a pesar de que aún no era su momento, una absurda enfermedad o un inesperado accidente se lo llevaron. Me cuenta que todavía sigue sintiendo el dolor de unos pocos que le echan de menos, pero que la mayoría, hasta gente que creía cercana, ya piensa poco o nada en él. No lo dice con rencor, no encuentro incomprensión en sus palabras, al fin y al cabo, musita mientras recoge una manta roja del suelo, la gente tiene que seguir con sus vidas.

Se cruza un perro en mi camino, de una parte de los escombros a la otra. Me mira y aunque es de día, nublado y oscuro, sus ojos brillan como si le contemplara desde un coche. Le falta una pata pero se las apaña bien, al momento desaparece entre unas casas donde hay unos niños esnifando pegamento en bolsas. Son los mismos que veía desde la ventana, cuando era pequeño y me asomaba al descampado. Sabía lo que hacían por esas conversaciones que los mayores tienen delante tuya creyendo que eres demasiado pequeño para entenderlas. Le robaban el pegamento al zapatero, una vez incluso le amenazaron con una navaja. Ellos siguen siendo niños, no han crecido, supongo que será por culpa de su adicción.

Veo la luz de una televisión encendida, cambiando de potencia incesantemente, azulada, parpadeante. No puede haber electricidad después de este desastre, pienso mientras subo las escaleras, con cuidado de no precipitarme al vacío. No hay nadie en la sala, me fijo en que en la pantalla hay un vídeo familiar. Está grabado por alguien que está haciendo un viaje con sus padres. Esos viajes en esa época de tu vida en la que nada ha cambiado pero que notas que todo está a punto de cambiar para siempre, que la rutina, los asideros que has tenido desde niño, que se han repetido como estaciones inconmesurables que te han permitido crecer, van a desparecer para siempre. Según pienso ésto la imagen cambia a la de unos dibujos animados de fantásticos colores.

Miro a la casa de enfrente. Hay un niño con un telescopio. Mira a la tele, la suya es en blanco y negro y prefiere quedarse solo con el sonido y utilizar el rudimentario artefacto para saber que hay otros mundos diferentes, pero no son el suyo. En su casa aún hay cristales, y aprovechando el vaho de su respiración, el pequeño, castaño claro, cinco años y chándal blanco, hace dibujos en ellos. No puedo evitar conmoverme al verlo, al sentir que intentará, mañana tras mañana, repasar lo que ha hecho para que no se borre, en un acto condenado al fracaso. Lo peor es que para quien iba dirigida la frase, escrita con la mejor letra infantil que un dedo de un niño puede hacer en el vaho de un cristal, reprobará sus actos.

Bajo la escalera con un nudo en la garganta, todo está empezando a ser demasiado insoportable. Giro la esquina con intención de salir de esa calle, de alejarme de allí corriendo, de salir de esta locura. No vale de nada, es la misma calle. Sigo andando, no me queda otra.

Unas prostitutas se calientan con un fuego improvisado. Me hacen gestos, una se sube la pequeña falda y me enseña todo. No lleva bragas. Me gritan y se ríen. No las oigo pese a que estoy cerca, están sin sonido, apagadas, son una imagen extraña. Una de ellas, algo más apartada, sentada en una silla de tijera no hace ademán de burla. Me mira con tristeza, es rubia, parece de un país alejado, tiene las caderas anchas y el pecho pequeño, lleva un abrigo marrón de abuela, aunque creo que no tendrá más de veinte años. Creo que tengo que acercarme y llevármela conmigo, aunque no sé a donde. Al andar el grupo se difumina, pierde consistencia como una señal de radio lejana. Ella extiende su mano, pero es tarde, solo queda el vacío y un zumbido sordo de bombilla fundida.

Empiezo a pensar en cuanto llevo aquí y no me acuerdo. Miro a mis pies y veo mis zapatos desgastados y sucios. Me toco la cara y me asusto. No es lo que esperaba encontrar. La piel está curtida por muchos afeitados y demasiadas mañanas esperando un autobús que no llega, por el frío de un Enero perpetuo, por las inclemencias de una vida equivocada. Las arrugas de mi boca se han convertido en surcos, en cicatrices, en hendiduras profundas como cañones excavados por ríos que ya no existen.

Las arrugas de mi boca. No sé porque, pero al pensar en ellas una ligera sensación de calor me llega desde adentro. Es como una luz demasiado débil, una pequeña muestra de algo que debió ser bueno, que debió tener significado. Me quedo inmóvil, mirando a ese punto de fuga que todos tenemos, donde los ojos se ponen vidriosos y perdidos, para permitirnos ver nuestros pensamientos. Noto que estoy llorando, pero no consigo saber el motivo.

Me siento en el suelo, está anocheciendo y es el momento de dormir. Me pego todo lo que puedo a la pared y me ajusto el abrigo hasta el cuello. Veo las luces de explosiones en la distancia, muy lejos. No me llega ni el sonido. Un hombre pasa montado en una bicicleta de cartero suizo. Toca el timbre y se despide de mi con la mano. Yo le guiño el ojo. Quizás nos conocemos de otro momento, quizá de otro lugar en el que todo estaba en su sitio.

Poco a poco voy notando como los ojos se me cierran y las imágenes creadas por el cinematógrafo de la noche van tomando posición. Es una de las pocas cosas que me agrada de este sitio. El saber que se sueñe lo que se sueñe, nunca va a ser peor que la realidad.

Vuelve a soplar el viento del norte, frío, austero e implacable.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Periplo



Los primeros compases del frío los noté en las acciones cotidianas. El agua empezaba a humear, el suelo requería de calcetines y me descubría, al amanecer, encogido entre una sábana demasiado leve, olvidada en los meses anteriores y ahora insuficiente. La cama era demasiado grande, como esos paisajes de Castilla que se ven desde un tren y que resultan inquietantemente vacíos para un espectador urbano, que los divisa, inmóviles, desde su ventanilla.

Caminaba con la compañía de mis botas, como un tambor de batalla, metrónomo de urgencia en llegar a ninguna parte. El cuerpo ondulando, las piernas dando zancadas largas, impulsándome por unas calles con aspecto de evacuación forzosa, de ejército en retirada. Odiaba lo cambiante de la vida y lo amaba de igual forma, lo que me parecía bochornoso era la mansedumbre de peatones, que apenas unos metros más arriba, se agolpaban por los mismos senderos como si desconocieran la libertad de tránsito, la agradable sensación de flotar por el asfalto sin dirigirte a ningún punto.

Estaba la calabaza gigante del bar alargado, en un callejón que salía de una de esas zonas atestadas, respiradero involuntario o extraña ventana hacia la normalidad. La hortaliza naranja era un anciano de edad indescriptible que observaba detrás del escaparate, y que no movía ni uno solo de sus pliegues a mi paso. Lo agradecía, en un mundo lleno de ojos detrás de las cortinas y señoras cuchicheando en una plaza en blanco y negro.

Cuando giraba por la calle más honrada de Madrid, Desengaño, entraba en un mundo extraño y grotesco, de putas conscientes de su trabajo, de ropa escasa y modales toscos. De sexos confusos, enfermedades anunciadas y demasiados meses a la intemperie del desastre. Cuando el negocio escaseaba alargaban su mano para detener al transeúnte, rozarle, llamar su atención de una forma desesperadamente anodina. Eran las putas del spleen, de clientes viejos e inmigrantes sin cartera, de chulos de guerra balcánica, de esperar sentadas en los bolardos con cara de aburridas. No eran atractivas ni parecían querer serlo, habían arrojado el erotismo a la alcantarilla. Parecían querer decir que con ser mujeres les bastaba, y a algunas ni eso.

Al llegar a la plaza me sentía mejor, estaban los niños. Niños de verdad que jugaban con un balón o a lo que fuera, que gritaban como gritan los niños de verdad cuando juegan. Me recordaba a mi barrio antiguo, en el que viví casi siempre, en una ciudad que absurdamente visito cada vez menos, pero que con su tosquedad, sus maneras carentes de afectación, era mil veces más sincera que esta puta zona llena de snobs de barraca y vanguardistas de museo, de agitadores de tertulia y de niñatos pijos que juegan a ser bohemios por una vez en su vida. Debería estar prohibido pisar ciertos adoquines cuando pasas los veranos en un velero.

Me aceleraba al llegar a la cuesta de la Luna y veía las librerías de tebeos, con sus muñecos para adultos en los escaparates. Me gustaba ver una cultura tan alejada de todo, tan recluida en si misma, tan de espaldas al mundo. Eran unos reductos de fantasía desbordante en una zona de realidad asfixiante. Pero aun así me gustaban. Bajaba algo más y me encontraba con la casa de los chinos, un portal de aspecto abandonado con carteles en caracteres indescifrables y donde, fuera la hora que fuese, salían o entraban orientales del portal, o esperaban fumando con la locura de miles de bicicletas haciendo sonar sus timbres. Debería haber esperado con ellos.

La calle se acababa, y al llegar a San Bernardo me acordaba del calor, de los hoteles modernistas y los nervios de una chica que sudaba y se tocaba el pelo, se colocaba el vestido negro y miraba a todo sin verlo. Me acordaba de la luz de principios de verano y de su cuerpo casi desconocido para mí, que movía inconscientemente, dejándome estúpido para el resto del año. Ella nunca lo supo, pero cuando me agarraba la mano algo descolocada por su nuevo entorno, la noté indudablemente nerviosa, y su pretendida arrogancia quedó diluida en ese gesto. Yo dejé que se lo creyera algo más.

Me abroché los botones de la chaqueta, miré al semáforo en rojo, y volví a notar el frío mientras que ella se alejaba calle arriba. No tenía manos que acariciar ni descubrimientos amables que ocultar, no tenía casi nada a lo que agarrame cuando el semáforo se puso en verde. Volví a iniciar la marcha, como un tren que con demasiada potencia hace resbalar sus ruedas de metal en los raíles. Y allí estaba de nuevo, uno tras otro, ese ritmo que marcaba la suela demasiado dura de las botas.

Empecé a sentir, que pese al frío, que pese a la ausencia, tenía algo a lo que agarrame, el sonido de mis pasos.

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La foto que ilustra esta entrada está sacada de aquí

jueves, 7 de octubre de 2010

De derrotas y victorias.



Maletas pesadas como errores al hombro, arrastradas por el suelo con ruedas fallidas, rozando escaleras blancas, dejando dolor, desapareciendo por una cinta negra, por un camino a la indeterminación.

Verdades de última hora, de las de urgencia y sirenas rojas, de las que cuesta decir, de las únicas que son sinceras por necesidad. Ataque a la desesperada, nidos de ametralladoras y alambres de espino.

Un volver sin volver, un olor sin aroma, una piel sin tacto. Pantallas, imágenes, sonido. Interferencias. Pensamientos en fragmentos, píldoras de irrealidad. Al final silencio de habitación desmantelada, eco mental en las paredes, rebote de ondas, campamento indio arrasado por el enemigo.

Fango en los pies, andar de sueño, como sin gravedad ni agarre, como sin fuerza, ni aliento. Monto en la noria y no me bajo en todo el día. Tiro de las cuerdas y no me sale el premio. El premio no existe, el premio es mentira. Apagan las luces de la feria, y yo estoy solo dentro, yo y los envoltorios rodando por el suelo.

Cojo el delorean para ver los buenos ratos, los momentos de orquesta tocando al unísono, de puzzle completo, de engranaje victoriano. El cabrón del violín ha desafinado, ni si quiera puede tocar bien un rato. Pierden armonía y conforme esto ocurre, el patio de butacas se desmantela, cayendo hacía arriba las sillas, como en un videojuego de una sola partida. Sólo que éstas no encajan y forman un montón de madera, de los de hoguera en San Juan, de los de pira funeraria india, de los de niños de parques de periferia.

Me deslizo por la pendiente, velocidad de torrente furioso de agua, de barril en las Cataratas del Niagara, de mujer gorda montada en una paellera cayendo por la nieve. No voy solo, me acompaña el manicomio entero. Por lo menos nos brillan los zapatos, zapatos negros del FBI.

Conmigo están mis héroes, un negro que canta, un judío que escribe, un poeta que gana combates de boxeo, una niña que se ríe. Conmigo están las pequeñas motos del ruido, los zapatos de orfebre, las camisas italianas manchadas de fulgor prohibido. Están mis amigos que montan en globo y submarino. Y estoy yo mismo. Del otro lado está un monstruo de 700 toneladas, que vuela y hace ruido.

Hemos perdido de nuevo. Estoy en el suelo, magullado y dolorido. No hubo posibilidad de victoria, no contra años de educación alemana, de ilusiones heridas, de esperanzas arrastradas. No hubo posibilidad contra el mundo entero, contra el brillo del dinero, contra las teles planas y los mensajes pervertidos. Al final ganaron ellos, los que estuvieron como buitres rondando, los que cantan mentiras a cada minuto, los que transforman todos los productos en un sueño vacío.

- Levanta chaval - me tocan el hombro. Al final no has perdido, no del todo. Basta dejar la duda, la semilla de lo extraño, las imágenes de fotomatón, de chiflados usurpando catedrales, de chicos con corbata, de ojos de psicópata en las allnighters. Al final basta dejar la risa, la del jabón en blanco y negro, la del calor entre las sabanas frías, la de las estrellas con nombres árabes, las de las noches en blanco en los hostales.

Me levanto, recojo mis cosas, cierro la puerta. Me sacudo el polvo, me peino con los dedos, compruebo que llevo lo que necesito en el pantalón. Aún hay pájaros que vuelan a cámara lenta, nubes verdes y señores que andan hacia atrás. Pero noto, no sé muy bien en que, que todo vuelve poco a poco a su sitio. Dejo la llave en un lugar secreto, lo suficiente para que no la encuentre nadie, nadie que yo no quiera, nadie que no sepa.

sábado, 2 de octubre de 2010

Frases y momentos.


Salgo a la calle, decido que es hora de fumarme otro cigarro. Una chica pasa en moto y me mira. El casco, que no le cubre la cara, me permite ver que es guapa, y en los breves segundos en que nos cruzamos la mirada la noto como hipnotizada, en un momentáneo estado de arrebato. Me recuerda una de las frases más bonitas que me dijeron, en una estación atestada de autobuses, cuando para mi aún no significaban miedo y dolor

- Sería capaz de verte siempre, entre una multitud aún más grande que ésta, más compacta y abigarrada. Sería capaz de verte siempre, aunque veo poco, sólo por como eres, y lo que destacas entre el gris habitual y cotidiano de la gente.

La frase fue más corta, más intensa y mejor, por eso creo que deberíamos anotar los momentos gloriosos al instante, para que nos recordaran que a veces en la vida también suceden escenas redondas.

He quedado con un amigo en un bar, llego pronto. Es una costumbre estúpida que me persigue desde hace años. Si me adelanto a la hora de mi cita tengo la seguridad de que mi acompañante no ha tenido que irse por algún imprevisto. Durante años también apagaba la luz de mi cuarto un par de veces, o tocaba la cerradura de la puerta a pesar de que sabía que tenía las llaves en la mano. Ya no lo hago, quizá deje de llegar antes a los sitios también, ahora que ya no tengo demasiadas razones para temer ninguna huida.

Me siento en un taburete en la barra, son de madera, marrones, y desgastados por el uso. El bar es oscuro, con una fingida decoración irlandesa, que pide a gritos un análisis de por qué envejecemos objetos nuevos para decorar, y tiramos a la basura los antiguos. La camarera se acerca y le pido una pinta, picoteo unos panchitos y veo un partido en la tele. En estos bares siempre hay deporte extranjero saliendo de una esquina, un intento de europeizar esta ciudad donde a la gente todavía le gustan los botellines, el saludarse a gritos y tirar los huesos de las aceitunas al suelo.

Aburrido me fijo en un grupo que hay cerca. No se conocen todos, se les nota en los movimientos edulcorados, atentos, de extraños que han dejado de serlo hace muy poco. La mitad de ellas son chicas, jóvenes, incluso hay alguna que es guapa y parece lista. Parecen estudiantes. Ellos son algo más mayores, o al menos lo aparentan con su indumentaria profesionalmente elegida. Uno me resulta especialmente desagradable, se ha quitado la americana y lleva el primer botón de la camisa desabrochado, con la corbata aflojada. Pretende transmitir que es un tipo prometedor, ya encauzado hacia el éxito social, pero que en estos momentos ha dejado aparcada su ambición, ahora es un tío simpático y cercano. Cuando se presenta a una de las chicas, después de su nombre dice que trabaja en Standard & Poors. Pienso en sacar un revolver imaginario y darle dos tiros, luego pienso que ya tiene bastante consigo mismo.

Miro a una revista que hay sobre la barra. Aparece la Plaza de Callao. Me meto en la foto y vuelvo a estar allí. Es domingo por la tarde, noto su cuerpo, casi tembloroso, pegado al mío. Acabamos de volver a fallarnos y sabemos que esta será la última vez que lo hagamos. El sol se está empezando a poner y la luz, después de haber dormido tan solo un par de horas, es sólida, maleable. Estamos rodeados de mucha gente que fluye en remolinos pero no nos toca. La beso, - Cierra los ojos – la susurro al oído como si quisiera hablar con alguien que ya no está allí – Escucha el murmullo de la gente, siente el calor del sol, los coche parados en el semáforo – Noto como se aprieta contra mí, en un intento acertado de dármelo todo – Este momento será para nosotros dos, recuérdalo siempre.

Llega mi amigo y me pregunta que qué tal.

- Aquí estaba, recordando que tengo que comprarme una libreta.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Zapping

La televisión palpitaba imágenes extrañas, inquietantes por lo alejadas que estaban de mi, y mientras las veía me entró un miedo terrible a estar sin ti.
Cambiaba rápido, apretando el mando, confundiendo al aparato, escapando, intentando encontrar un reposo perdido en un ámbito tan hostil.
Un collage de barbaridades inconexas, de caras sin sentimiento, de imágenes vacías camino del cementerio de la razón.
Lo que me aterraba era romper el papel de la pared y que detrás hubiera algo, rumiando la maldad acumulada durante años, emparedados de sección de sucesos en periódico amarillento.
La incapacidad del esquizoide para sentir, para conectar, dicen, la capacidad del humano medio para estar más cerca del chimpancé que del privilegiado genio.
No puedo dormir y me revuelvo en la cama como una larva tirada en la arena de la playa, las ojeras tan pronunciadas que casi puedo ver el pasado.
Ni en la lencería más bonita encuentro el consuelo, sólo quedan horquillas al final de todo, y yo, en la cama de mi amigo, soñando despierto por el efecto de la anfetamina.
Comiendo techo hasta el final, con el blanco en mis sienes, el que anula mis pensamientos, y la culpa en un saco, a mi espalda, como en ese disco de los Dexy´s.
Paro, respiro, veo tu arte final.
Leo a Óscar: No sé si merece la pena vivir así.

martes, 14 de septiembre de 2010

Desde la ventana

La calle estaba abarrotada como de costumbre. Desde mi ventana era capaz de ver a la gente sin que me vieran, sin que imaginaran por un segundo que alguien se fijaba en ellos, con la curiosidad que un entomólogo pone en el descubrimiento de cada nuevo ejemplar. Mi apartamento, pequeño, en el centro, no estaba demasiado alto, con lo que aquellos habitantes tan acostumbrados a la normalidad no perdían sus detalles, su específica absurdez que les hacía elevarse hasta mis ojos, mientras que paseaban y representaban tener algún objetivo.

Me puse un café de los que rezumaban nerviosismo antes de una cita, de esas importantes para las que te preparas y no dejas ningún detalle al azar, de esas de las que carecía. Pensé en animarme un poco con una recopilación de jazz de la Kent, de las de músicos golfeando en las calles del Soho londinense a mediados de los sesenta. Dejé el libro que había estado leyendo cerca, por si la función de hoy no resultaba agradable. Allí iba el primero, una mezcla de banquero fracasado de los noventa y presentador de variedades, primer individuo a la lista. Un compendio tan desastroso y ruin no merecía quedarse en el anonimato.

Seguí apuntando en el cuaderno, rasgueando con el lápiz, en una letra sólo legible por mí, una pequeña descripción de cada uno. No me interesaban todos. La chica de veintipico aspirante a azafata de congresos, de pantaloncitos blancos y camiseta dos tallas más pequeña se quedaba en el camino, en el suyo, allá donde quisiera ir. Por contra, un señor con aspecto de funcionario de hacienda, con una calvicie disimulada torpemente y que miraba el reloj nervioso en la plaza, me llamó la atención. Alguien que parecía surgido de una máquina de hacer gente y que tenía tal necesidad de controlar su tiempo era aterradoramente real, era como un actor de película española de sábado por la tarde, de comedia costumbrista irrumpiendo en un mundo de falsa sofisticación para el que no estaba preparado.

Aquella tarde cayeron en la libreta algunos tipos más. Una señora de Albacete (seguro que era de allí) a la que se le cayó el pan al suelo y tras dudar en recogerlo dejó la barra reclamando su ayuda mientras que huía de su pequeña tragedia personal sin mirar atrás. Un tío que tocaba la trompeta y cantaba sin escrúpulos, mientras que hacía movimientos pélvicos a toda muchachita que se le acercara, moviendo unos pies pequeñísimos que tenía enfundados en unos zapatos de charol negros. Alguien así seguro que se gastaba en putas todo el dinero que lograba ganar. También me llamó la atención un hombre muy delgado vestido con un traje negro, estilo enterrador del lejano oeste, que miraba un plano como buscando la ayuda de alguien. Llevaba una maleta enorme y antigua que sólo podía contener alguna frustración inconfesable.

Sonó el teléfono cuando estaba a punto de atrapar a un anciano calcado al Kaiser Guillermo.
Lo cogí sin mirar quién era mientras que contestaba sin perder detalle del mundo exterior. Era una promoción telefónica en la que para intentar venderme una tarjeta de crédito me preguntaban si era feliz, si viajaba al extranjero o si compraba productos frescos por internet. Empecé a intentar razonar con la chica del otro lado de la línea acerca de la economía mundial y los peligros de las sectas orientales; me encantaba regalar a los aburridos operadores unos minutos de conversación surrealista, cuando se me coló por los ojos algo que no estaba previsto.

Apenas tuve tiempo de verla, pasó rápido mientras que comentaba a mi estupefacta oyente el ascenso del oro en los mercados. Me impresionó que andara como si cada paso significara algo, como si el resto del mundo fuera en blanco y negro a su lado. Creo que acabo de tener una epifanía, dije mientras que apretaba la tecla de colgar y ponía una mano en el cristal.

Tenía el pelo huracanado, un bolso rojo y negro que movía como un péndulo que marcaba mis necesidades y que llevaba dentro lo que un arqueólogo buscaría jugándose la vida. Vi sus piernas de cantante de vestido largo en el París ocupado y su boca volcánica de labios rojos de los que sólo podían surgir besos y palabras de los que te marcan al fuego sin vuelta atrás. Fue sólo un momento, creo que menos de treinta segundos, pero fueron suficientes para saber lo mismo que si hubiera estado observándola durante meses.

Fui al armario con tranquilidad y empecé a elegir la ropa que me iba a poner mientras que el agua de la ducha caía huérfana a la bañera, esperando a calentarse y humear. La ciudad era enorme, y aunque sabía que a cada respiración que pasaba mis posibilidades de encontrarme con ella se reducían también sabía que no quería que fuera de cualquier forma, que igual que el sacerdote exige de un hábito y la misa de una liturgia, yo necesitaba tener un aspecto digno para enfrentarme a esa breve imagen de la que había sido testigo.

Mientras que el agua caía me tapé los oídos con las manos y dejé que el ruido de las gotas sobre mí me condujera por donde había venido en estos últimos años. Mi accidente personal sin vuelta atrás, de esas catástrofes que ocurren durante años, en las que te ves envuelto sin saber cómo, hasta que un día tu vida se ve marcada por las cadenas de la costumbre, por el pozo de la cotidianeidad y los grilletes de una hipoteca a interés variable. Empecé a secarme el pelo y me vi montado en la scooter italiana de un amigo, pasando por túneles mientras que dejaba que el aire golpeara mi cara, el aire de una noche de Madrid de apenas hace un año en la que decidí que si las cosas no cambiaban no tenía demasiado sentido denominarme persona.

Cerré la puerta y salí por el pasillo, largo, con paredes de color salmón (siempre dudé si mi casa había sido diseñada por un arquitecto de frenopáticos) y llegué al ascensor. Me crucé con una vecina que no dejó de mirarme los zapatos de hebilla plateada durante el trayecto. Casi estuve a punto de confesarle que eran mi fetiche, mi instrumento de hipnosis, pero que preferían funcionar con público algo más joven. Es posible que mi aspecto, más cercano al de Michael Caine en Alfie que al que se espera de un tío de treinta y pocos en esta época de confusión la hubieran recordado tiempos mejores en su vida, en su vida de ascensores con bolsas vacías de mercados atestados.

Empecé a andar, tenía el tono correcto, ese que marcan las grandes ocasiones, de los pasos que te permiten andar a la deriva sin ningún destino ni itinerario, sin ninguna meta, escribiendo con los pies líneas de las que André Bretón se sentiría orgulloso. Me crucé con el vagabundo de la esquina que anunciaba el desastre en el que estábamos metidos, con su cartón mal escrito y en el que me pareció leer una acusación contra todos. Esquivé a un grupo de adolescentes que andaban jodiendo con sus monopatines, saltaban unas escaleras haciendo un ruido de látigo romano sobre espalda de esclavos remeros. Me encontré con un conocido de los que preferimos evitar, intercambié con él unas palabras inútiles mientras que miraba sobre su hombro buscándola, encaramado a un mástil catalejo en mano, sin resultados ni tierra en la que desembarcar.

Dejé las calles y me metí en una tienda de discos que era un reducto de pasión impresa en vinilos negros. Saludé al dueño, un ex-yippie con cara de pena que se había dejado las ganas de saludar en el San Francisco de autobuses escolares pintados con colores fosforescentes. Recorrí con mis dedos las carátulas intentado recordar el nombre de nada en particular, fijándome en los detalles de mis héroes, de esos tíos que creyeron que se podía hacer algo digno con una guitarra en las manos. Cogí un LP amarillo, la portada era la foto del deseo. Un brasileño, Sergio Mendes miraba fijamente al posible oyente desde detrás de la cara de una mujer que se dirigía al cielo en pleno éxtasis, de esos que nos anticipan la explosión. Alguien me tocó el hombro, unos pequeños dedos de chica eléctrica.

Me giré, era ella, evidentemente que lo era. No esperaba otra cosa. La miré mientras que se detenía el tiempo, y las motitas de polvo que volaban en el aire de la tienda, efectos especiales de la naturaleza, se fijaron como piezas de mosaico que tuve que apartar con la mano. Dejé que me hablara para oír su voz y para esperar que la imagen breve de mi ventana empezara a dejar de ser spot para convertirse en largometraje.

Estuvimos hablando unos minutos sobre alguna intrascendencia musical, nuestras voces eran un ruido de fondo del que se produce cuando se necesita llenar un vacío, cuando las palabras comunican más por su tono, por la forma en la que los labios se mueven, reclamando ir más allá, que por lo que significan en sí mismas. La miraba como un astronauta miraría la Tierra desde su nave espacial, la miraba como un investigador pegado al microscopio, viendo sus extensiones y sus más pequeños detalles. Un par de lunares gemelos en el fin del cuello, un giro del pelo en el comienzo de su ceja, una boca de actriz italiana, de las que sólo son comprensibles en películas de culto donde las imágenes en movimiento acaban tomando la textura de la realidad.

Salimos de la tienda. La calle, pequeña, apenas transitada tenía aire de decorado más que de calle de verdad. La cogí la mano sabiendo, por esas imperceptibles sensaciones que desciframos sin saber cómo, que no iba a obtener un rechazo. La miré y le dije que me parecía lo más bonito que había visto en años. Ella, ligeramente asombrada, agachó la mirada mientras que reía de la forma en que se ríen los niños cuando son descubiertos haciendo algo que está mal. Me acerqué a su oído y le dije algo que sólo se me ocurrió por la intensidad volcánica de las grandes situaciones, le dije una frase por la que un guionista mataría para poder acabar su película con el público sinceramente emocionado.

Dejé que ella se fuera primero, que doblara la esquina y se diera la vuelta para sonreírme y decirme adiós con la mano.
_ _ _ _ _ _

(Dedicado a la chica que se va más allá del Atlántico, al otro lado del continente de Borroughs, Allen y Los Soprano, a la ciudad de los autobuses escolares pintados de alucinantes colores.)

lunes, 23 de agosto de 2010

La actitud

Se trataba de eso, de ser diferentes, de tener una cultura propia. De no tener que agachar la cabeza por venir de donde venimos, por ser quien somos, por encajar tan poco con el hueco que nos habían reservado.

En los barrios de Londres o Nueva York, que son para el mundo de la contracultura lo que el aire a la vida, existía algo entre los estrechos márgenes que dejaba la sociedad oficial, la abrumadora normalidad, que se acababa filtrando entre los ladrillos. Era la actitud.

La actitud reflejada en su pelo, en el gesto incisivo a la cámara de fascinación burguesa por el raro, el lúmpen, el extramuros, el working class encarado y orgulloso. La actitud en sus zapatos, en el abrigo, en la pulcritud inversa a la suciedad de las calles por donde andaban.

Y no sé que hicimos con ella, donde la perdimos, donde la dejamos abandonada.

Hay una gran diferencia entre lo actual y lo moderno, entre el original y el pastiche, entre los principios y la tendencia. Entre creernos lo que queremos ser y fingirlo, entre ser apasionados o unos cínicos.

Ustedes eligen si merece la pena intentarlo.

La foto es "Teenage Couple on Hudson Street" y está tomada en el 62 por la mítica Diane Arbus

miércoles, 18 de agosto de 2010

Días asaigonados

Días de latitudes perdidas y brújulas estropeadas, de campos magnéticos totalitarios y caminos de indicaciones fallidas, círculos alrededor de un mismo punto, abrir una salida y entrar al mismo sitio del que has huido.

Salgo a la calle, son las doce, la luz es hostil, casi tanto como mi propia cabeza. El aire es extraño, como dulce, exageradamente, y los colores, alterados, tienden al violeta. La gente, ocupada en algo habitual, me resulta grotesca, y sus ocupaciones, comprar el periódico, pasear al perro, deleznables.

Días perdidos excepto para el cansancio, para la extenuación mental, el regodeo en las mismas ideas fangosas y los mismos problemas acuciantes. Ni el hacer nada consuela, ni el quedarte quieto, estático, como un bicho esperando el golpe que quiebre el caparazón, sirve para algo.

Ando buscando la trayectoria más corta hacia mi casa, pero sé que allí no voy a encontrar descanso. Aun así es el mejor plan que se me ocurre, el más cabal dentro de la sopa de imbecilidades que me he bebido. Cruzo una calle sin mirar y casi me arrolla un coche. En esos momentos la perspectiva del desmayo por el golpe me resulta razonable.

Acabé arremolinado alrededor del polvo, con otros muchos, zumbando estrepitosamente en un ruido de conversaciones inútiles y contemplativas, autoindulgentes, vacuas y asquerosas. Al menos me gustaría afrontar el hecho con naturalidad, y darme el gran atracón de una vez por todas, sin esperar sonrisas, disculpas y miradas de indulgencia.

Llego a mi calle y me veo atrapado en una procesión de Hare Krishnas. Es una demostración pública de su fuerza, tocan panderetas y hacen sonar unos cascabelillos. Uno de ellos, horrible, con una sonrisa mongoloide y dientes de conejo me intenta dar un folleto. Pienso seriamente en atrapar su cuello con mis manos y matarle allí mismo, delante de sus amigos, de los transeúntes que miran complacidos la estupidez orientalista. No lo hago porque cuando estoy dispuesto a ello me doy cuenta que ha pasado un rato, y estoy sólo y en mi casa.

Abro el grifo y un plato mal colocado derrama agua sobre mí. Mi indumentaria, reluciente hace horas, siglos, parece el sudario de un muerto. Me la quito, me quedo desnudo, me voy a la ducha, esperando quedarme en blanco y poder dormir algo. Sé que es imposible, sé que es mentira, pero tengo que intentarlo.

Como me gustan los domingos por la mañana.

martes, 3 de agosto de 2010

Euroyeyé 2010

Algo fallaba en aquel momento, lo noté en la piel, en el aire, como un montañero que ha alcanzado demasiada altura y le empieza a faltar el oxígeno. Acabábamos de llegar a la estación y ya me empezaba a sentir raro, muy fuera de lugar. Sé que tengo poco que ver con las familias que vuelven de vacaciones, y llevan en sus maletas recuerdos de estantería para la abuela, o con los camareros que miran la tele mientras te ponen un café horrendo, pero me encuentro con ellos todos los días, y no me siento tan mal. Subimos al tren y antes de quedarme dormido me empecé a despedir de ese paisaje asturiano tan raro, tan verde, con casitas desperdigadas, chimeneas que echan humo blanco y una luz gris que empapa todo de un estatismo de postal. Sabía porque me sentía con el estómago tan dado la vuelta y sabía porque quería dormirme, lo sabía porque no es la primera vez que siento algo así.
Había pasado unos días haciendo algo que me gusta, llevando la acción a la vida real, convirtiendo el absurdo cotidiano en un devenir de intensidad, en horas aprovechadas minuto a minuto, en una sucesión de instantáneas con flash de colores. Volvía del Euroyeyé, y por eso notaba tanto la mediocridad, el cinismo y las arrugas en la ropa.
Supongo que habrá gente que nos mire extrañados, que no le guste lo que hacemos o como somos. Bien, todo consiste en expectativas y necesidades, en decisiones y en aprovechar la escasas posibilidades de vivir de verdad que tenemos. Puedes no emocionarte sinceramente con la música, no ver el motivo para que ese traje te quede aun más ajustado al cuerpo, o no saber como bailar cerrando los ojos y sintiendo las suelas deslizarse, marcar los tiempos y los latidos. Puedes, sí, en ese caso vete de vacaciones a Marina D´or a ver el tiempo pasar, año tras año, como un ruin contable de minutos.
Me gusta esto porque me deja recuerdos a los que agarrarme hasta que las cosas cambien, y me deja incluso cierta sensación de orgullo inexplicable, adolescente, de haber estado en una batalla y haberla ganado, aun sabiendo que tenemos la guerra perdida de antemano. Me deja imágenes que no cambio por nada.
Veo a mi chica con unos ojos ribeteados en negro, tan intensos, que puede mover objetos a voluntad, tan solo con mirarlos. Miro hacía arriba y veo pasar a unos amigos, van en zeppelín, con casco de cuero, gafas de aviador y el foulard asomando por la ventanilla, me saludan mientras ríen como niños el primer día de las vacaciones. Estoy en una plaza con una estatua de un rey antiguo. Le hemos quitado la espada y la hemos sustituido convenientemente por una botella de sidra. Preferimos el vicio a la guerra. De repente oigo un zumbido y aparecen cientos de motos, son un enjambre de colores y personalidad, de cromados relucientes y ruedas negras como los vinilos que suenan en la sala donde estoy. Hay luces que me dan los ojos y me hacen ver a ratos al Conde de Lautreamont bailando en la pista, escribiendo maldades con sus manos en el aire denso. Me siento en la terraza y participo en un rito de iniciación de una cultura desaparecida, cada cual utiliza sus herramientas como puede, algunos hablan y teorizan como ametralladoras, otros persiguen a un conejo blanco que anda preguntando a que hora pincha aquel bibliotecario inglés. El sol ha salido y se ha puesto varias veces en un rato, y las camisas, cuando pierden su vitalidad y empiezan a plegarse son sustituidas por otras mejores, con botones abrochados del primero al último, del primer al último segundo.
Me despierto, el tren ha llegado a Madrid y nos bajamos de él como los astronautas que vuelven de un mundo raro y desconocido para la mayoría. Nadie nos recibe, no hay fanfarrias ni serpentinas, no hay discursos de agradecimiento, lo primero que veo en la calle es un perro ladrándome. Mientras que bajo en taxi la Castellana y noto la ausencia de palabras en mi cabeza miro por la ventanilla y me prometo no olvidar las cosas que me hacen verdaderamente feliz. El Euroyeyé es una de ellas, y vosotros, la mayoría de los que leeréis esto, deberíais hacer lo mismo. Nos vemos el año que viene.

domingo, 18 de julio de 2010

Andar sobre raíles


Madrid era una ciudad que aun le resultaba desconocida. Tenía un par de puntos de referencia para poder llegar a los sitios que le interesaban, y más que andar, perderse por sus calles, circulaba por ellas como un tren por unos raíles, sin salirse de ellos, procurando no perder la ruta que le llevaba de su escuela a casa y de casa a su escuela.

Su llegada coincidió con el final del verano, cuando el calor es todavía notable y sincero, explicando a los recién llegados de latitudes más al norte que esta ciudad no perdona las medianías, y que obvia por completo los equinoccios, las chaquetas de entretiempo y las decisiones que se toman sin demasiada convicción.

Le llamaron la atención varías cosas, pero sobre todo se sintió amenazada por la locura abstracta que flotaba en la atmósfera. Era como si en cualquier momento alguien se le fuera a abalanzar con cuchillo en mano y le fuera a transformar en un reportaje de la sección de sucesos, de los de cinta policial y manta térmica cubriendo un bulto inmóvil en el suelo. Más tarde le expliqué que había menos peligro del que parecía, y que este sobre todo venía de dentro, de las miradas perdidas a través de la ventana cuando ya hace mucho frío, y de las luces naranjas de las farolas recién encendidas cuando se reflejan en el asfalto mojado. Pero eso fue luego, eso fue después de encontrarnos de la forma en la que nos teníamos que encontrar.

Madrid era una ciudad de gente que come sola, pensó. De gente que sobre las dos y pico o las siete va con prisa individual a algún lado, como balas de cañón lanzadas sin un objetivo preciso, como en una guerra sin frentes definidos en los que los enemigos son todos los que se mueven. La impresión fue de restaurantes de menú del día con señores de mediana edad que rebuscan en el plato, o mirando a la tele sin molestarse en fingir interés por la actualidad condensada en pildoritas inconexas.

Sabía que su vida había cambiado pero no se quería dar cuenta de ello. Fue después cuando tuvo que admitirlo, cuando vio que no es posible vivir en una ciudad como esta sin asideros, que no es conveniente montarse en montañas rusas sin barra de sujeción si no se quiere salir despedido muy lejos. El problema no era la costumbre, haber estado mucho tiempo dejándose llevar en lugares más amables, menos complejos y angulosos, el verdadero problema era no querer darse cuenta de que las cosas habían cambiado, y cuando las cosas cambian, y esto es una ley universal tan verdadera como la gravedad, no hay forma de que vuelvan a ser igual nunca. Lo otro es teatro, y del malo, del de declamación forzada, libreto exagerado y tramoyistas a la vista de todos.

Su calle, en la que vivía cuando llegó, era de las del centro, de las aptas para barricadas, de las de cubos de basura desparramados, de las de olor indeseable. De ella, a pesar de todo, le gustaban un restaurante japonés barato, una librería de excentricidades postmodernas y una tienda de lencería donde John Waters se hubiera sentido como en casa. No le gustaba que el sol sólo apareciera a las doce de la mañana.

Un Sábado fue a visitar el Viaducto, esta vez salió con las gafas puestas, que normalmente no solía llevar a pesar de que realmente sin ellas veía borroso a un par de metros. No le interesaban las vistas, ni el palacio cercano, ni los bares de la zona. El puente, que salvaba uno de los mayores desniveles de la ciudad, había servido durante décadas como lugar de suicidio preferido para los precipitados. Lo siniestro no era que la gente sinceramente harta de todo quisiera dar un primer y último vuelo, si no que el Ayuntamiento había colocado unas mamparas de metacrilato para impedirlo. Además de joder el puente, pensó, usurpan a la gente la comodidad de la autoaniquilación, y eso, exigir un esfuerzo en un momento tan íntimo, era como poco de mala educación.

A la vuelta, a pesar de que creyó saber el itinerario de memoria, acabó perdida. No le importó demasiado, sabía que encontraría el camino tarde o temprano, es más, le gusto no saber muy bien donde estaba. Pasó por una plaza donde había dibujado un mural en la fachada de un edificio, por otra donde vendían flores y colgaba un cartel de la CNT. Acabó cerca de unos cines y decidió meterse dentro, comprando una entrada al azar, para descansar un poco de todo.

Y fue cuando la vi, por primera vez. Entró a la sala y dejó un bolso que se caía a cachos en el asiento de al lado. Yo estaba un par de filas más atrás en reposo, ya que había decidido un tiempo atrás que cuando necesitara curarme en vez de ir al médico iría al cine, a las sesiones raras donde hay poca gente, y la sala acaba siendo casi tuya.

De ella me gustó el aspecto que le daban sus gafas, excesivamente grandes para su cara. Parecía una niña que le ha quitado algo a su padre y se lo pone para imitarle inútilmente resultando encantadora sin saberlo. Me gustó que llevara una camiseta de MC5 (quien no demuestra gusto musical no merece la pena ser conocido) y un pelo castaño, largo, rizado que prometía salvajismo incontenible. Me gustaron otras cosas, pero nunca se me ha dado bien escribir sobre el cuerpo femenino sin resultar demasiado procaz o demasiado escueto.

Al comenzar la película, un documental sobre un californiano que más que tocar la trompeta la besaba, ví que se encendió un cigarro. A pesar de mis inclinaciones ácratas siempre he tenido un respeto victoriano por las normas más imbéciles (soy de los que se sienten incómodos colándose en el metro) y normalmente me hubiera molestado. Pero en ella me resultó aceptable, como quien roba un diamante con el museo lleno y a la vista de todos. Además su humo se confundía con el de la pantalla.

Me pasé la película entera buscando el ángulo apropiado para verla, sus cambios de piernas, sus gestos ante la evolución de la historia, su mano siguiendo el ritmo de la música, pero no la dije nada ni cuando acabó. En vez de eso, (nunca he encontrado las palabras apropiadas cuando las necesito) la lancé un mirada de las que no se pueden evitar, de las de hostilidades declaradas, de las de indecencia sin camuflaje. Ella la atrapó y salió de la sala sin poder evitar sonreír, sin demasiada prisa, sin incomodidad, sabiendo lo que significaba.

La dejé irse, alguien que me había gustado tanto merecía la oportunidad de perderse entre el tráfico del fin de semana por la tarde, merecía la confianza de un segundo encuentro fortuito entre cuatro millones de personas, un segundo encuentro en el que no se me escaparía.

Me hubiera parecido casi vulgar no haberme abandonado al azar, no haber dejado a las bolas golpearse unas a otras y chascar haciendo combinaciones irrepetibles en cada partida. Dejemos la planificación para otros, pensé, total, nunca he sabido actuar siguiendo el guión.

Ella volvió a su casa, encontró el camino, y pensó que quizá, después de la mirada de aquel tío en el cine era hora de perderse un poco más y salirse de sus raíles, de dar carpetazo a su anterior vida, de darle una oportunidad a Madrid.

jueves, 17 de junio de 2010

La Horquilla


Aquella tarde volví a ser incapaz de dormir unas pocas horas. En mi casa, pasara lo que pasara, era imposible dormir la siesta. Era como una maldición de un antiguo templo en la selva, de los que conocemos sólo por las películas, y que probablemente no existan, pero que sintetizan lo imposible de vivir en algunos sitios.

Un viejo con aspecto de haberse caído de una caravana que iba camino del ocaso llamó a mi telefonillo. Aparecía en la pantallita azul sin saber que estaba siendo observado y preguntó torpemente por el piso que justo difería del mío por un número. Con la boca pastosa y la mente trabajando como una máquina que carece de vapor le contesté que se había equivocado. Podría haberle soltado algún desastre verbal, o haberle intentado confundir, o haberle dicho que sí era la casa que buscaba, pero que en ella no vivía nadie que él conociera. Si mi respuesta fue la normal se debió a un pasador de corbata. Ese pequeño detalle humanizó a mi enemigo, y convirtió al mal en persona, alguien que te despierta en ese cálido momento en el que empiezas a caer dormido, en un hombre despistado, superado por el absurdo peso del presente, por un telefonillo de mierda que te pide un código, como si para avisar a alguien fuera necesario haber trabajado para alguna agencia de inteligencia.

Me fui a la cocina, algo derrotado, y puse la cafetera a calentar. Me empecé a rascar las pelotas mientras que con la otra mano cambiaba los canales con la única intención de escapar de una tarde triste de Noviembre, de esas que se te caen encima cuando estás sólo en casa y te dejan cerca de la extenuación emocional. La televisión era como una sopa confusa a la que han echado tantos ingredientes que ya no sabe a nada, pero que de una forma estupefaciente necesitaba tener encendida, para que me golpeara con esa fantasmal tonalidad azul y llenara con su murmullo un espacio tan ausente como una casa que acaba de perder a un ocupante.

Pensé en bajar a la calle y darme una vuelta. El frío aun no era totalitario y me vendría bien respirar un poco el humo de algún bar. La sensación más similar que se me ocurre era la de el comandante Bowman siendo vigilado por HAL, y aunque mi habitación no tenía ojos rojos creo que era sólo porque habían sido tapados por la pintura blanco hospital.

Descarté el café humeante en previsión de la cerveza y me fui al baño a arreglarme un poco. En otros tiempos no hubiera bajado a comprar el pan sin comprobar que no tenía todos los pelos en su sitio, con un corte más cercano al de un arquitecto del international style, pero por una falta alarmante de público en mi sitcom personal había empezado a descuidar detalles, a ir dejándome llevar por cierta inclinación al splin. Fui a coger el cepillo de dientes que esperaba en un vaso repleto de artefactos de cirugía de baja intensidad como cortauñas y cosas así y de repente la toque con la punta del dedo.

Metálica, nacarada, dura, redondeada, la punta de una horquilla.

Mantuve el dedo quieto, tocando el pequeño domador capilar, como un artificiero que sabe que ha presionado donde no debe. Estuve así unos segundos, esperando un engaño de mi cabeza que me permitiera negar el hecho, deseando poder limpiar los últimos minutos para que aun estuviera delante de la pantalla haciendo que veía alguna absurdez compensatoria de emociones.
Pero no hubo manera. Retiré el dedo y me miré al espejo. Respiré y a la tercera bocanada de aire me vi sin ningún filtro de condescendencia.

Empecé a llorar, primero en silencio, intentando contenerme, luego sin ritmo, siguiendo casi con los gritos, las lamentaciones, con las rodillas en las baldosas frías del baño y la luz neutra del fluorescente golpeándome como una radiación nuclear japonesa. Lloré hasta que acabé exhausto, cansado como un corredor de maratón de los que se caen justo al alcanzar la meta en un estadio vacío por la lluvia.

Con los ojos muy cerca del suelo y una sensación de extraña calma tras una tormenta de dimensiones oceánicas, enfoqué a un pequeño insecto que corría mucho más rápido de lo que era de esperar por el suelo cerámico. Le seguí con la vista y casi me pareció oír los golpes de sus mircroextremidades con el oído que tenía pegado a la baldosa. Se perdió por una pequeña grieta de la pared, la cual ignoraba hasta ese momento.

Me levanté, pensando en que creí haberlo recogido todo. En que ya no quedaban calcetines sueltos por casa, ni nada de su ropa interior en algún cajón raro. Me levante dándome cuenta de mi error, no por haber fallado en intentar borrar cualquier rastro físico para obviar mi dolor y su ausencia, si no por haber creído el que eso se podía conseguir de algún modo tan simple.

Cogí la horquilla y la metí por la hendidura minúscula por la que se había perdido el bicho veloz. No hubo resistencia, entró toda, de una vez, y casi me pareció que se precipitó por un abismo de dimensiones insondables.

Cerré la puerta con un golpe seco y bajé a la calle, esta vez con un objetivo claro: La peluquería de un par de calles más atrás.

Era el momento de volver a prestar atención a los detalles en mi vida.

martes, 1 de junio de 2010

Parones, ruegos y barquitos de recreo

Uno tipos con aspecto de haber salido de un catálogo de ropa de algún centro comercial aparecen en pantalla. Se les ve felices, sonrientes y con una barbita muy a la moda, de esas pretendidamente descuidadas que intentan otorgar un aspecto juvenil pero que solo acaban goteando una falta de personalidad abrumadora. Se ligan a un par de tías buenas y se van en un yate con ellas. Caminan, bailan y tontean sobre todos los tópicos posibles, un mediterraneo idílico ausente de ladrillo y trajes de marca, unas fiestas populares como reclamo de cultura y tradición, atardeceres de novela rosa con portada troquelada, todo mecido por una canción tan buenrollera que deberían poner una advertencia para el público con problemas de azúcar. Al final del anuncio el chico, probablemente auditor de cuentas, besa a la chica. Y todo para decirnos que bebamos cerveza, o mejor, asociando todos esos momentos de postal a una marca de cerveza concreta. No nos venden cuerpo o sabor, nos venden felicidad total.
Y yo en el sofá, mirando con cara de estupefacción a la tele, inventando un nuevo final para el spot, algo leve, algo como que un submarino alemán perdido por azares del destino y la historia en tan mediterraneas islas, acabe torpedeando al puto yate, y no haya ni final feliz ni nada, y las tías buenas, los imbéciles de la barbita y todo el equipo de producción se hundan más que la decencia de un banquero.
Cuando acabo de relamerme imaginando los trocitos de madera del barquito de recreo flotando, caigo en la cuenta de que ya ha llegado oficialmente el verano (olvidensé de la astronomía, es algo decimonónico), y de que ya ando por casa en camiseta y calzoncillos en unas noches madrileñas que anuncian una canícula de manicomio.
Me asomo a la ventana y veo unos cuantos tipos paseando sin rumbo aparente. Pienso que el ayuntamiento contrata a gente para que ande por las calles y así estas parezcan más humanas a cualquier hora del día. Me retiro el flequillo con la mano y resoplo, me acuerdo de las cosas pendientes, los cambios y el oscurísimo azar laboral que parece se empieza a disipar en mi vida (esperemos).
También pienso en pasarme por aquí, a dejar una pequeña nota a mis exiguos lectores, para que sepan que esto esta parado por cuestiones técnicas nada más y que pronto volveremos a dar guerra. Mientras sean felices, beban la cerveza que les de la gana e intenten llevar el verano con dignidad.
No nos desintonicen, se lo rogamos.

martes, 27 de abril de 2010

Searching for the young mod rebels

"Sólo recuerdo como a partir de un determinado año empezaron a oírse las primeras voces reclamando reglas; los primeros gritos que trataban de establecer vallas, poner cercados, limitar mentes que volaban alto. Aquellos que nunca habían visto el brillo trataron de amordazarlo...
...Con el tiempo empezó a surgir una reacción, muy parecida a las reacciones políticas que suceden a las grandes revoluciones. Pedían todas las cosas que eran anatema al brillo: limitación, imitación, tradición, repetición. Finalmente, lo mod quedó adscrito a una mera repetición de detalles pasados."

Kiko Amat. Los Años del Frescor. LEM #2


Y de repente saltaron escandalizados, guardianes autoeregidos de un culto que me pertenecía tanto como a ellos. Criticaron ferozmente algunos tópicos, sacaron colmillo ante dos imprecisiones, obviaron las palabras que les sonaban raro o directamente sentenciaron con la maza de la tradición museística. Lo que más gracia me hizo fue la amenaza de la masividad. Si por un artículo de tres páginas en un suplemento consiguiéramos que la gente joven cambiara a Lady Gaga por Etta James, estaríamos a las puertas de la toma del palacio de invierno de la normalidad.

Tienen todo el derecho a pensar como quieran, a ser reduccionistas, encapsular las pasiones, a legislar, incluso sin haber sido elegidos. Tienen todo el derecho a hablar de la música como si se tratara de un compendio farmacéutico, trazando tantas líneas entre estilos que el otro día me pareció ver a Georgie Fame esposado en espera de sentencia. Tienen todo el derecho a confundir la subversión cultural modernista con un elitismo más propio de La Regenta que del Flamingo Club. Tienen todo el derecho, lo cual no significa que les vayamos a hacer caso, lo cual no significa que representen algo, más allá de representarse a ellos mismos.

Porque esto no empezó en sillones aterciopelados donde uno se sentaba a observar más que a participar, a criticar con barroquismo de tebeo la inexperiencia. Esto es la historia de un incendio, y es caliente, con garra, como Many Corchado sudando y golfeando entre las nínfulas latinas del Harlem. A ver si nos enteramos que los mods no venimos del jodido palacio de Buckingham, que la realeza de todas clases nos apesta. Venimos de las calles del Soho, de La Ciudad de Ébano, donde nos encontrábamos al margen de los estrechos, los anglos squares , incapaces de ver el fulgor de lo que se estaba cociendo en aquella olla de gente rara.

Es que esto al final es una cuestión de filosofía, si me apuráis. Las recreaciones están bien, de hecho el otro día estuve en un museo y me encantaron sus dioramas, figuras decorativas estáticas que intentan crear una escena de un momento y un lugar pasado. Lo que me temo es el completo fracaso de intentar trasladar un diorama al mundo real. No sé vosotros, yo no quiero ser parte de un museo, no quiero ser parte de algo estático, de algo que coge polvo sobre los hombros como no se le pase una balletita de vez en cuando. No quiero porque esto es algo vivo, y tan dinámico que todos los fines de semana mucha gente sale a vivir la idea mod, la de vivir limpio bajo circunstancias difíciles, la de aprender y avanzar, la del gang irreductible, la de sentirte un absolute beginner cada sábado, como gente del Rockola que se mezcla con chavales de diecisiete.

Y serían más me temo, si lo mod no desprendiera a veces ese hedor a cerrado, ese tufo insoportable a tergal, a ropero viejo, a uniforme de guardia civil de posguerra. Y serían más porque conozco a los expatriados, a los que llevan camisetas de rayas, pelo largo, fulares o pitillos con Rekords. Y porque conozco a los que nunca fueron por miedo a ser señalados, por miedo a percibir la hostilidad de los próceres, de los jueces, del consejo de la tribu. Y mira que pena, porque todos ellos tienen un gusto musical acojonante, colecciones de vinilos asombrosas e incluso cierto gusto al vestir. Pero no, no me llames mod, parecen decir.

A mi a pesar de todo, esto me sigue gustando, a pesar de que los chicos a veces no están bien, a pesar de que somos pocos y mal avenidos, a mi me sigue gustando. Y espero estar aquí mucho tiempo, andando, como Al Apollo, o corriendo, como Colin Smith. Voy a seguir levantando el puño cada vez que oiga aquello de quizá mañana (por muy básico y callejero que os resulte), o recordando mi emoción teenager cuando sonaba aquel bajo en the riverboat song. Pienso seguir bailando hasta que me ardan los pies ese northern que detestáis, y siendo un seven day fool en los sótanos de malasaña en los que nos recluimos en espera de tomar las calles. Y lo voy a hacer porque me gusta y porque quiero, y porque soy MOD. No se os ocurra decirme lo contrario.



jueves, 22 de abril de 2010

Tirando piedras

Luces indirectas lacerantes, diseño visual de 2001 para vender filetes envasados. Me paseo con el carrito por los pasillos y en vez de comida veo una pugna de colores y abstracciones visuales combatiendo por colarse en mi lista de la compra. Recuerdo ir a comprar con mi abuela al mercado de San Fernando, en Lavapiés, donde la comida se veía, y no estaba oculta en envoltorios tan aberrantes que parecen salidos de alguna alucinación ácida.

Voy por la calle y estoy a punto de ser atropellado por un todoterreno enorme, que brama gastando litros de gasolina como yo gasto inútiles insultos hacia el tipo que lo conduce. El coche, con capacidad para siete personas va vacío y me resulta tan fuera de lugar como una moto acuática en el Sahara. El asfalto de Madrid es como una ridícula alfombra por el que rueda un ingenio preparado para combatir en alguna guerra recóndita. Creo que su conductor se equivocó, fue a comprar seguridad, juventud y status y como no tenían envasados le dieron el puto coche.

La calle sólo sirve para dos cosas, o bien como intermedio por el que te desplazas para llegar de un punto a otro, o como gigantesco escaparate de tiendas calcadas la una de la otra. Las calles son un centro comercial al aire libre, peatonalizadas para facilitar no la vida a los vecinos, si no para dirigir a los consumidores de una forma más eficiente. Viendo la oferta deduzco que el capitalismo avanzado ofrece unos bienes de consumo tan ridículamente parecidos que no creo que haya demasiada diferencia con los almacenes estatales de la antigua URSS. Bueno sí, allí la ropa era más barata.

Intento tomarme una cerveza con mi chica en alguna terraza de algún bar de verdad. La llevo a lugares que son como secretos de sociedad hermética, comunicados al oído por otros supervivientes del vendaval de estupidez. Si no los conoces estás perdido. Acabarás en algún bar temático para modernos, con precios vergonzosamente caros y tapas asombrosamente ausentes. Eso sí, podrás sentirte dentro del tópico conveniente: país exótico, París para ñoños, el Korova sin Álex y lleno de pijos.

Tópicos convenientes, imágenes que conducen al cementerio de la razón, un espectáculo constante donde la realidad no importa y donde el espectador nunca puede ser actor.

Una calle grande cumple cien años. Las putas de repente son imágenes románticas bajo farolas, sólo se les ven los pies y cuando salen en la telepantalla suena música de acordeón francés (otro tópico más hoy y vomito). Las calles de atrás de la calle grande que cumple años parecen sacadas de un Blade Runner rodado por Eloy de la Iglesia. Dicen que ahora están mejor ya que han sido rescatadas por unos diseñadores de moda cara para gente sin gusto. Creo que Bagdag anda ahora mejor también.

Un violinista de Europa del Este toca esperando unas monedas. El hombre lo hace francamente bien, tanto que no me queda más remedio que pararme y verle mover los dedos por el violín como si fuera un escultor de sonidos de otro tiempo. Pasan unos imbéciles haciendo ruido solo por joder. Su relación con la música se reduce al teléfono móvil, donde pagan por descargarse hamburguesas sonoras casi putrefactas. Creo que las empresas deberían echarse al monte y ofrecer descargas de todo tipo de good stuff (creo que ahora en trendy-lengua se dice así). Si me ofrecen tranquilidad de espíritu, o felicidad completa por sólo un euro el mensaje, yo pico seguro, que quieren que les diga.

Me encuentro una foto de unos chavales tirando piedras. Obviamente sabemos donde está tomada y en que época a la gendarmerie le salían chichones como al mundo le salían conatos de incendio. Creo que está gente se apoyó en el horizonte e hizo un agujero. Se dieron cuenta que era sólo un papel pintado, un decorado de película de bajo presupuesto. Lo que vieron detrás no les gustó nada y decidieron que era hora de cambiarlo. No salió del todo bien, realmente salió bastante mal. Ahora el decorado está bastante conseguido y es a prueba de agujeros, creo que está hecho con tecnología LED. Incluso llevando unas gafas polarizadas por no aparecer no aparecen putas ni otro tipo de gente molesta. Se convierten en mobiliario urbano.

viernes, 16 de abril de 2010

Viernes por la mañana

Me levanto desacostumbradamente pronto, y tras voltear otras costumbres como la de afeitarme siempre antes de la ducha, intento vestirme lo mejor que puedo. Una de mis camisas preferidas, entallada, pata de gallo, con tantos botones como ese día necesito. Pantalones negros, estrechos como tuberías, y unos zapatos marrones, italianos, dibujados por un preciso artista. La ropa no es una tarjeta de presentación, no hoy, es la única forma que se me ocurre para poder dar dos pasos sin caerme.

Estoy seriamente tocado, y lo noto, estoy renqueante como el motor de un coche viejo al que se le ha pedido demasiado, y en las mañanas frías (porque en Abril todavía puede hacer mucho frío), me cuesta arrancar horrores. Mientras que intento darme una fingida prisa, hoy he decidido llegar diez minutos tarde, me bebo un vaso de leche que me recuerda a los nervios infantiles antes del colegio. Creo que nunca superé el primer día, la percibida traición materna, el ser consciente una noche de que me quedaban décadas de hacer algo que no quería.

Me despido de ella, semidormida, calmada y con ese pelo que tiene la facultad de quedarle bien siempre. Se despierta sobresaltada, me mira con ojos de ciervo asustado y me dice que voy tarde.

-Ya lo sé - me acerco andando despacio - pero hoy me lo voy a permitir. Si no puedo tomarme dos minutos de mi vida para besarte no creo que merezca la pena nada en este mundo.

Bajo en el ascensor, vamos cuatro: yo, el miedo, el error y la culpa. Les doy los buenos días mientras que saco un lucky del bolsillo del abrigo como lo haría un presidiario. Me pongo los cascos y me cruzo con un vecino. Soy yo mismo años después, no sé si me gusta lo que veo.

Por los designios de la tecnología, esa posmoderna constructora de destinos, suena una canción que hace siglos que no oigo. Me doy cuenta de que aunque con dieciséis años creí entenderla no supe de que hablaba realmente. Trata del mundo moderno, de la falta de brillo en todo lo que nos rodea. Es tan británicamente sonora como el cielo gris del centro de Madrid. En ella aparecen una pareja, demasiado tiempo juntos, demasiada templanza, demasiados besos con labios secos. Y la frase resuena en mi cabeza: And the mind gets dirty, as you get closer to thirty.

Cuantas veces me he preguntado si he cambiado a peor, si ahora soy más egoísta, turbio, peor persona en todos los aspectos. He leído unos cientos de libros y visto otras tantas películas, he viajado a algunos países y he tenido algunas amantes. He conseguido dos o tres cosas y destruido otras cuantas, (y parezco seguir empeñado en llevar la dinamita conmigo). Sigo cargando mi saco de culpa a la espalda, más lleno y pesado. Siempre he creído que un hombre debe soportar sus errores toda la vida y aprender a vivir con ellos.

Busco el sol entre las calles estrechas y empinadas, ando rápido, me fijo en todo y en nada. Una ciudad, un barrio, no es más que una construcción mental de una sola persona, basta que el pensamiento se diluya para que todas las calles desaparezcan. Ojalá fuera así con esos engranajes rotos que hacen que el reloj no marque casi nunca bien la hora.

Llego al trabajo, enciendo todo como de costumbre, me tomo un simulacro de café que me anticipa el futuro de esta ciudad, entran algunos clientes.

Delante mía dos mujeres sudamericanas, nemésis de la mayoría de inmigrantes que conozco, pertenecen a una élite endogámica. Pretenden tener un aspecto respetable pero parecen un catálogo de joyería, de acento recargado y mareante, de burguesía imbécil y dañina. De esa gente que está acostumbrada a conseguir lo que quieren siempre, pase lo que pase, de esa gente que odio especialmente. Me hacen una pregunta, antes de que pueda responder me hacen otra. Paro de hablar, las miro fijamente:

- No sé si se han dado cuenta - aludo a su estupidez de golpe - pero si estoy contestando a una pregunta - mirando a la más joven - no puedo contestar a otra a la vez - le digo a la mayor. - Además - me tomo un respiro disfrutando de sus caras de estupefacción - les agradecería que dejaran de emplear chico al referirse a mi. Como pueden ver ni esta librería se parece a una mansión colonial ni yo tengo pinta de sirviente abnegado.

Salen rápido y sin hacer demasiados comentarios, no están acostumbradas a una working class respondona y malencarada. Es una victoria nimia, pero la necesito como el aire. Me hace venirme arriba y aguardar la tarde, cuando la volveré a ver, con cierta esperanza de poder ser mínimamente ilusionante.

Recuerdo de la noche anterior, hablando demasiado, construyendo inútiles trincheras con palabras de madrugada de nervios y desastres:


- ¿No te has dado cuenta de lo que te quiero?

- Pues deja de decírmelo tanto y ven aquí

And the mind gets dirty, as you get closer to thirty. Pues no, a lo mejor no está todo perdido, ya pasó el fin de siglo.