lunes, 27 de diciembre de 2010

Aquel tipo de andar inconfundible.



Aquel tipo era un personaje, pero de los buenos, de los de verdad, de los de clase y actitud, de los de aura en blanco y negro. Y no había empezado siendo tan diferente, más allá de llevar a la gente de su alrededor un par de discos y libros de ventaja, un poco de agilidad en la conversación o el encanto del golfo entrañable que siempre deja tras los besos un morderse el labio en la chica.

Lo que pasa es que probablemente había comprendido demasiado rápido un par de cosas del mundo que le rodeaba, del polvoriento trastero en lo que se había convertido todo. No es mal camino empezar por oposición, es más fácil saber que es lo que no se quiere ser que hacia donde se quiere ir.

No le gustaba la ropa ancha, como de permanente atleta de domingo con el pelo engominado. No le gustaba la carencia de opiniones, el dejarse llevar por el criterio infame del telediario de las nueve. No le agradaban demasiado los snobs, la gente que hace que entiende de vinos y copia las formas de vida de las revistas de tendencias. No se sentía cómodo con los que hacen chistes incómodos y de mal gusto en el peor momento, con los que llevan la vergüenza ajena a modo de dorsal y no se dan cuenta, con los reaccionarios de toda clase. No comprendía la tendencia al envasado, al plástico y al colorín, al artificio, a la pantalla y al espectáculo, a lo aséptico de las luces y suelos de centro comercial, al blanco fluorescente. No era correspondido por demasiados, pero los que le comprendían le amaban.

Era fácil, porque era de verdad. No siempre estaba acertado, y aunque podía defender una posición con la tenacidad de un soldado atrincherado, sabía cuando era el momento de la retirada o la disculpa. A veces es preferible perder a hacer daño o ponerse a la altura del insecto reptante.

Era fácil quererle porque le gustaban los zapatos limpios, los pañuelos bien anudados o las imperceptible corbatas que dividían su mitad como solía dividir el espacio en los bares con su mirada. Quizá su vida no era el catálogo que reparte el médico al paciente. Bebía, pero nunca para perder la compostura, fumaba, algo más de lo recomendable, pero nunca quemaba los sillones. Le apasionaba la música en analógico, esa música que se percibe en el aire y que atrapa a los que nunca han estado demasiado cuerdos. Leía, sin excesos, tomaba los libros como las delicias de un plato. Entre otras cosas porque sabía que había que construir una novela con la vida, una obra de arte permanente, de vanguardia inclasiflicable. Nunca anduvo bien de dinero, pero siempre se las componía para no resultar un vulgar sacacuartos.

Sabía quienes eran sus amigos y quien sus conocidos. Elegía con certeza a los enemigos. Gentil con el débil e implacable con el fuerte. Azote del lugar común, de la memez de catálogo, del gusto acomodaticio. Era de los que cedían el sitio en la acera, salvo que el que viniera de frente no se lo mereciera. Abría el paragüas con maestría.

Actitud, puede que no siempre la acertada, pero actitud propia, trabajada, cincelada a base de tomar lo mejor de aquel personaje de esa película grandiosa, de aquel secundario con tanta gracia. No bastaba con querer ser de una forma, había que conseguirlo, o al menos intentarlo. Siempre en el camino se encontraban verdades a las que agarrarse.

Puede que un día de estos se lo encuentren pidiendo al lado suyo, del brazo de esa chica del vestido blanco y el pelo llameante, o de aquella otra de la falda de tubo y el Berlín de los años veinte por tocado, o bailando como si sintiera que aquello que suena fue compuesto para ese momento. Puede que le vean en la cola del super sin meter prisa a la cajera. Le dedicará una sonrisa y una frase bonita que haga más llevadero el día a esa mujer de uniforme feo pero de sueños tan razonables como los suyos. Si le ven fíjense bien, es posible, que ahora que empieza el año, quieran parecerse a él.

A lo mejor ya es hora de saber sonreír a la vida cuando toca y si no ofrecer nuestro mejor gesto socarrón cuando no.