lunes, 31 de enero de 2011

Problemas intolerables.



Llego a la estación antes de la hora de salida del tren. Es treinta de Diciembre y se nota el final de casi todo. Las luces son más amarillas y cálidas, estreno abrigo y voy a pasar el último día del año con alguien que quiero y que ha estado ausente más tiempo del deseado. Siento una extraña sensación de fluidez, de mecanismo suizo bien calibrado. De vez en cuando todo vuelve a tener sentido. Estoy leyendo De Amor y Hambre, de Julian Maclaren-Ross, y de una forma casi biológica he absorbido al personaje. Me resulta sencillo mimetizar a un vendedor inglés de aspiradoras que se enamora en 1939 de quien no debe. No tengo un duro, las mujeres me fascinan y afronto mis problemáticas situaciones con bastante dignidad. Me fumo el último cigarro mientras que jugueteo con un paraguas, miro el reloj y siento, sé, que tengo que llegar al final de mi viaje para cerrar un círculo con demasiadas aristas.

Estoy empezando a notar el placer del sueño para mí ineludible en cualquier tren. Aún detenido, la gente se sube y coloca las maletas esforzadamente. Se producen algunos gestos de ayuda, algún momento de incomodidad con disculpa leve. Pierdo el contacto con la realidad y dejo atrás conversaciones ajenas, sonido de equipajes y mensajes que llegan de vez en cuando.

No noto el movimiento pendulante, el agradable ruido de las ruedas de metal sobre los cambios de vía, los mensajes de bienvenida. Afuera llueve, miro el reloj y han pasado veinte minutos desde la hora de partida. Los viajeros se inquietan, yo vuelvo a dormirme circulando entre proyectos, discusiones imaginarias en las que salgo victorioso. Pienso en enrolarme en una tripulación de un barco mercante. La idea, absurda en los momentos de lucidez, me parece razonable en momentos de sueño.

El tren sigue sin salir, nos avisan de que hay una avería. Escucho las primeras quejas airadas, lanzadas al infinito. Hay algún comentario presuntamente ingenioso. Todo empieza a recordar a las columnas de los periódicos de grapa y orden . Observo, ya despierto, que todo el mundo manda mensajes, hace llamadas. Veinte minutos de retraso y parece que se ha declarado una guerra. Una mujer habla con su marido, le dice que es intolerable.

Lo intolerable, señora, es esta puta decadencia en la que hemos sustituido nuestra condición de ciudadanos por la de consumidores. Que un tren se retrase es un mero contratiempo, pero no es intolerable. Puede usted interpretar el papel de condesa indignada, pero ni es noble ni tiene motivos, pienso, mientras me cruzo con el espíritu de la escalera. 

A mi lo que me invade es un energético estado de displicencia. Mi alrededor se torna confuso y hostil, miradas perdidas y aspavientos. Una representación de ópera barata, de falsa ocupación vista en películas de sobremesa, dónde ejecutivos de Wall Street pierden aviones y se enfadan. Yo me siento grácil, profesionalmente acostumbrado, como si tuviera kilómetros de raíles británicos en la India. Creo que los demás viajeros lo están notando y me miran con sospecha. Veo cuchichear a la señora indignada. La imagen más cercana que se me ocurre es la de francesa obesa colaboracionista denunciando a su vecino judío a las SS.

Al cabo de un rato estamos montados en otro tren, circulando hacia el norte a una velocidad inusitada. En el momento en que han anunciado la devolución del billete, la colaboracionista ha pasado a ser una gentil mujer que viaja a ver a sus nietos. Ya no hay ministros de la guerra de bigotillo afilado que exigen, así, a secas. Ahora todo el mundo parece razonable, supongo que hasta la hora de la cena, en la que contarán a sus familiares su hazaña, y como hicieron valer sus inalienables derechos con un sonoro "no sabe usted con quien está hablando".

Vuelvo a notar el sueño, he recuperado las ganas de leer, la sonrisa torcida, el brillo, ese brillo en los ojos. Quizá por eso me he mantenido tan al margen. Empiezo a trazar planes de nuevo, esta vez me esperan en la estación, esta vez, sé que no volveré sólo.

miércoles, 19 de enero de 2011

La maleta

Es de noche y es invierno, es en la ciudad de farolas naranjas que se dirige al desastre, donde la gente exclama "ésto es intolerable" cuando no obtienen su nimiedad en el momento que consideran justo. Es en una calle pequeña y antigua, por la que antes de nosotros pasaron muchos otros, en la que han caído cientos de tormentas durante los cientos de años que lleva construida, y, ninguna de ellas, ha conseguido borrar por completo la suciedad de las mentiras, los engaños y las traiciones que se han dado. También ha habido días de sol, y risas, besos y amigos zigzagueantes abrazados, pero ha habido menos.

Es en la calle donde hay unos árboles muy finos, no por jóvenes, si no por desatendidos, que buscan la luz que derraman los tejados de tejas rojas. Las hojas no han sido nunca verdes, o al menos no todo lo verdes que deberían haber sido.

La persiana de metal de un bar se cierra, con estrépito de puerta de mazmorra que oculta algo malo. Miro hacia adentro y solo veo una máquina tragaperras apagada. No tiene luces ni sonidos, no escupe monedas, no la activa ningún chino. Parece, con el cable y el enchufe colgando a un lado, que se ha suicidado. Han tirado un cubo de agua desde el bar, ya casi le ha dado tiempo a llegar a la alcantarilla. Deja un curioso tono plateado, un rastro de espuma, las únicas olas que se ven por aquí, las que se descartan de las fregonas nocturnas de los suelos de tabernas en esquinas.

Miro la hora y veo que voy tarde. Aprieto el paso. Pasa una moto pequeña y ruidosa, pasa una pareja andando abrazada, pasa un chico alemán arrastrando una maleta. Quizás no sea alemán, pero sí arrastra la maleta. Las ruedas se han debido romper por el peso, por muchos viajes, por un golpe que le dio un mozo de equipaje en el aeropuerto de Rotterdam. Es posible que las ruedas nunca anduvieran, que fuera una maleta con tara, con defecto de fábrica, con deformidad congénita. Es posible, incluso, que el supuesto joven alemán atascara las ruedas con clavos, y llenara la maleta con algo inútil y pesado, y ahora la arrastre por decenas de ciudades en compensación por algo malo que hiciera, sintiendo su culpa en cada bordillo, en cada adoquín mal puesto, en cada vibración transmitida a sus muñecas.

La gente está saliendo del teatro que hay algo más arriba. Un amigo que tuve y al que perdí la pista por desidia, decía que el teatro era un decorado escaso con gente mal vestida dando voces. No sé si tenía razón, pero recuerdo que ponía tanto énfasis en su odio hacia el teatro que me doblaba de la risa cada vez que iniciaba sus invectivas de una sola frase. Te cogía del hombro y mirándote a los ojos como si fuera a declararse surrealista te lo decía con declamación puramente teatral. Comienzo a reírme yo solo recordándolo.

Recuerdo también que no le perdí la pista, que realmente sé donde vive y me imagino como lo hace. Por eso mismo dejé de hablarle, del modo en que se apagaban las teles antiguas, dejando un rastro del luz en el fósforo, de afuera hacia adentro, tomándose su tiempo pero siendo inexorables. No creo que mi amigo arrastre ninguna maleta, pero tiene una mujer odiosa y un par de hijos imbéciles, y un trabajo bien visto y bien pagado, y un chalet con piscina y un coche tan grande como el hoyo que él mismo se cavó a base de buenos propósitos y agradables intenciones. 

Llego al kebab y pido la cena. El tipo de detrás de la barra me conoce de sobra, pero hace como que no. Me mira con un odio inusitado, siempre. Respondo a sus preguntas de rigor, si cordero o pollo, si todo, refiriéndose al tomate, la cebolla y la lechuga, si salsa, sí salsa, le digo, y para beber, una cerveza, ¿salsa?, de nuevo, señalando a las patatas, sí, salsa, le vuelvo a decir. Así cada vez que voy, y me vuelve a taladrar con más odio. Son cincocincuenta, así todo junto, le pago, lo mete todo en una bolsa blanca, con dos servilletas y yo lo cojo y salgo por la puerta. Hay dos tipos de su misma nacionalidad sentados en una mesa, nunca atienden, nunca trabajan, nunca hacen nada. No hablan entre ellos. Miran la tele. Y los rollos de carne dando vueltas, siempre, vueltas.

Llego a casa, abro el buzón, rebusco entre los papeles como un funcionario prusiano entre solicitudes de algún tipo. Las descarto, me imagino a unos campesinos con gorra cogida sobre el pecho. Cierro el buzón con un eficaz y profesional golpe de llave. Los campesinos golpean desde dentro el buzón y me insultan en alguna lengua centro europea incomprensible. No os quejéis de los funcionarios prusianos, no sabéis la que van a montar sus nietos, pienso mientras llamo al ascensor y toco la bolsa del kebab con el miedo de que se enfríe.

Abro la puerta y enciendo las luces. Dejo la cena sobre la mesa, me quito el abrigo. Me quedo parado y siento una sensación de urgencia extrema, de carrera de la cama al baño tras una noche de borrachera. Corro a la habitación y está allí, quieta, insolente y amenazadora. 

La cojo, decidido, abro la ventana y la lanzo a la plaza vacía. Veo como cae y como se destruye al llegar al suelo con una plasticidad de película a cámara ultra-lenta. 

Ya tendré tiempo, antes de mi próximo viaje, de decidir si necesito una nueva maleta.