A las ocho y veinte estoy llegando a la estación donde me bajo. Me quito los cascos y me pongo las gafas. Desde que cambiaron la hora el sol me cae de cara y necesito mis wayfarer para no adoptar una forzada expresión asiática.
Siempre me levanto del asiento un poco antes de que el tren haya parado, me gusta apretar el botón que abre la puerta y salir el primero.
Cuando era pequeño e iba en el tren con mi madre, ella no me dejaba acercarme a las puertas hasta que el tren se hubiese detenido. Era la época en que los trenes eran azules, llevaban asientos de piel sintética y tenían vagones para fumadores.
Abro los tornos y me viene el olor de la panadería de la estación, ya llevo el cigarro en la mano y lo enciendo al salir de la estación, justo cuando paso por la sombra de unos árboles, ya que nunca consigo encender un mechero si me da la luz del sol.
Ando rápido, más bien tengo las piernas largas y suelo acabar dejando atrás a la gente, teniendo un espacio por delante libre, que me recuerda mi estado natural hasta que suene mañana el despertador.
Me cruzo con unos chavales con una estética sólo comprensible en la periferia. Me recuerdan a Tarzán, en la selva era Dios, en Nueva York sólo era un payaso, una atracción de feria. Uno de ellos lleva zapatillas de piscina, un pantalón corto azulón y satinado, su camiseta es blanca de tirantes, ajustada, como esas que sólo se ponen los niños o los oficinistas bajo la camisa en invierno. Lleva una gorra tres tallas más pequeña que casi apunta al cielo, y que cubre un una cabeza de la que se descuelga un mullet de un tamaño descomunal.
Les he dejado atrás, hace mucho, y paso por una terraza donde revolotean unos niños mientras que sus padres beben una cerveza. Ahora miro a mi izquierda, la conversación de unas chicas sentadas en un parque me llega de pasada, hablan de un coche, al parecer corría mucho. Cuando yo me sentaba en ese mismo parque hace diez años hablaba de anarquismo y Jimi Hendrix con mis amigos del instituto. Suena pretencioso, pero es la puta verdad.
Ya voy por el taller, es la hora en el que los aprendices recogen y los más mayores hablan delante de un poster de una rubia con unas tetas enormes. Al doblar la esquina veo al chino en "el chino", se fuma un cigarro en la puerta, yo ya llevo el mío a la mitad.
Subo por la calle que hace frontera con el campo, hay menos gente y existe algo de sombra. empieza la cuesta, aprieto el paso como un ciclista subiendo un puerto. Voy sólo, me permito tirar el cigarro con una chulería desmesurada contra la pared del colegio.
Miro a los adosados, parodia de una verdadera urbanización residencial en una ciudad de bloques de nueve plantas.
Veo como se acercan unas señoras que vienen de andar, que es el deporte de las señoras de mediana edad en mi ciudad. Algunas van teñidas, siempre van riendo como cuando en un programa de televisión una mujer de cincuenta años con gafas, permanente y un colgante de alguna virgen, cuenta un chiste verde.
Veo el final, me meto en la sombra de mis pisos, que no son míos, ni si quiera en el que vivo, que es de alquiler. Llego al portal y abro la cremallera del maletín de burócrata del Carrefour donde guardo las llaves. Siempre, siempre, por algún tipo de atractor extraño saco las de la oficina en vez de las de mi casa, y eso me jode a horrores.
La frustración dura poco, hasta que entro en el fresco del portal y disimuladamente me miro en el espejo, para intentar discernir a quién han visto las personas que me he encontrado en el camino.
Abro la puerta de casa, son las ocho y media.