viernes, 31 de agosto de 2007

Constructivismo

Esto fue antes del realismo socialista, que ni era realismo ni era socialista.

Esto fue la destrucción del mito del genio, del artista obnubilado consigo mismo y con su obra. El artista creía ser alguien especial, alejado de las masas de borregos que le contemplaban porque así convenía y sigue conviniendo.

Esto fue la creación de construcciones artísticas con un fin concreto, la construcción de una nueva sociedad.

Esto fue antes del hundimiento, mucho antes, antes incluso de la llegada del hombre que representaba la miserable mediocridad del aparato.

Era un arte nuevo, un cine en contrapicado, una fotografía de composición impactante, una bandera roja golpeando al maldito círculo blanco.

Se creaba con un fin determinado, antípoda del museo y la contemplación a la que sustituyó. Antítesis del adoctrinamiento y la rigidez por el que fue sustituido.

Hoy somos evidentemente mucho más actuales pero infinitamente más antiguos. Hoy somos postmodernos, hoy nada significa nada, hoy prima el pastiche sobre la evolución.


Constructivismo

jueves, 30 de agosto de 2007

Oda a la temeridad


Reconozco, antes de entrar en faena, que no tengo absolutamente idea del mundo del toro, por otra parte, tampoco tengo ningún interés en él.
De pequeño sufrí tardes interminables de tauromaquia popular en las fiestas del pueblo de mi madre. Supongo que desde esos momentos empecé a odiar todo lo relacionado con los toros: el olor a puro rancio, la piedra caliente por un sol de septiembre que, en Cáceres, más que iluminar ciega y sobre todo, la desigual lucha de un animal que, más que atacar, intentaba defender su espacio vital, rodeado por decenas de homínidos que no paraban de increparle de todas las formas posibles. Desarrollé también una atracción natural hacía la cogida. Cuando uno de los nativos (permitaseme la expresión, yo era forastero) era volteado por el animal y la plaza soltaba un grito ahogado yo tenía ganas de saltar y decir: Gooooooooooooool!. No lo hacía, evidentemente, era pequeño pero no gilipollas. En la adolescencia, ya imbuido de la primera y salvaje ideología, con el parche de La Idea sobre la chupa vaquera del Alcampo empecé a detestar la fiesta nacional. Ahora tenía razones poderosas, y los grupos de rock urbano me daban la razón.
Más tarde atemperé mi odio por los toros. Conocí a varias personas inteligentes, en el polo opuesto a cantar himnos haciendo el saludo romano, que eran amantes de los toros. E incluso empecé a desarrollar cierta aversión a los que hacían el ser antitaurino una profesión.
No me interpreten mal, los toros y todo lo que les rodea me sigue sin gustar un ápice. El espectáculo del animal con la espada clavada y vomitando sangre, que dicho sea de paso, los realizadores nos ahorran enfocando el escote de una buena moza, me sigue repugnando. Lo que ocurre es que es una más de mis repugnancias, en un mundo con un catálogo desgraciadamente amplio.
Descontextualicemos. Un señor con un traje de colores y espejitos esta dentro de lo que parece un circo romano. Como buen circo su superficie es arenada, nada de compuestos de última tecnología. Enfrente tiene a un animal imponente, ochocientos kilos, astas puntiagudas, un aspecto temible. El señor de los espejitos se dedica a bailar con el animal una danza macabra. Engaña al toro con un trapo de colores chillones, para que embista donde el quiere, no a su cuerpo. Al final el tipo de los espejos saca una espada (sí, una espada, nada de modernos y abyectos instrumentos de destrucción, jedi dixit) y mata al toro con ella, con el peligro que supone acercarse tanto.
La mayoría de personas dirían que el torero es un valiente, es un héroe. Nada más lejos de la realidad. El torero, u hombre de la espada es temerario. El valiente es el que realiza una acción arriesgada para obtener un objetivo. El héroe es el que realiza una acción arriesgada aun sabiendo que va a fracasar. El temerario es el que hace algo arriesgado, arriesgadísimo sin tener claro el por qué, lo hace porque sí. Los toreros pertenecen a esta última categoría, son temerarios. Es verdad que obtienen fama y dinero, pero podrían obtener más fama y dinero con otra profesión. Además, cosas como las que muestra el vídeo de más arriba no se hacen por dinero, se hacen por un apego inconsciente, casi clínico al peligro y la muerte.
La imágenes son brutales, brutalmente verídicas. El señor de los espejitos fracasa en su intento de burlar al toro, y este le embiste con su poderoso cuello, generador de toneladas de fuerza. El tipo sale volando por los aires, al caer descubre en su pierna un boquete sangrante de un tamaño desproporcionado. Una persona normal, con una décima parte de lo ocurrido a José Tomás, el torero protagonista de las imágenes, se hubiera conmocionado, hubiera colapsado. El torero se levanta, se ata, atención por favor, un torniquete con una corbata de uno de sus subalternos, y sigue a lo suyo, es decir a cargarse a la bestia corrupia con una espada.
No puedo dejar de ver el vídeo. No dejo de preguntarme que hubiera pasado en este país si el torero cae fulminado tras matar al toro en plena arena. No puedo dejar pensar si José Tomás es un señor que necesita por su propio bien algún tipo de terapia.
Vivimos en un país, no de valientes, no de héroes, si no de temerarios, y eso acojona.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Umbral, un dandy castizo

Francisco Umbral era un personaje autoreferente.

Para los más jóvenes, esas chicas, por ejemplo, que se hacen fotos a contrapicado, imitando a Eisenstein sin saberlo, para colgarlas en los myspace y poner cachondos a sus pretendientes informáticos, era alguien absolutamente desconocido, pese a haber escrito una de las mejores novelas en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, Mortal y Rosa (1975).

Para la gente que ronda la treintena, como yo, Umbral era un viejo con el pelo blanco que un día montó un chocho tremendo en un programa de la impresentable de la Milá porque quería hablar de su libro.

Supongo que para alguien con veinte o treinta años más, como mis padres, Umbral era un escritor que en los estertores de la dictadura se destapó como "el snob", que en el fondo daba lo que se esperaba de un escritor heterodoxo, de un tipo raro pero inteligente.

Umbral hacía años que había muerto, pero no porque él quisiera, si no porque vivía en un país que ya no era el suyo. No era la ciudad de provincias vallisoletana, ni el Café Gijón ya mítico en su llegada. No era el Madriz de la movida, donde una niña pija vestida de punk quedaba bien al lado de un cincuentón con botines y chaqueta cruzada de botones dorados. Era un país diferente, en el que él se había situado en un lugar cómodo, en ese lugar donde los escritores progresistas críticos con el reformismo son acogidos por la reacción como mascotas exóticas. El otro lugar es la izquierda antisistema, y ahí no hay mesa en Lardy ni oneroso cheque a fin de mes.

Recuerdo que hace unos años una simpática reportera rubia de un programa pretendidamente humorístico le pregunto a Umbral que opinaba de " Operación Triunfo". No se que redactor le escribió la pregunta a la rubia, pero o bien era un genio o bien un absoluto imbécil. Cualquier otro personaje serio, es decir, un tipo que recoge premios de manos del rey, hubiera despreciado a la muchacha del micrófono. Umbral sin embargo la miro con deseo, para luego contestar: "Yo estoy con Bustamante, ese muchacho se juega el andamio" y elevando la voz y mirando a los impertérritos comensales de su mesa "¡se juega el andamio!".

Umbral fue nuestro Valleinclán postmoderno, no se porqué al Marqués de Bradomín yo le ponía cara de Umbral. Supongo que en la adolescencia uno tiende a continuar con esa necesidad infantil de identificar todo, pero especialmente aquello que resulta turbador, con elementos que conoce.

En su novela "Las Ninfas" (1975) aparecía una frase de Baudelaire antes del comienzo de la historia, y que creo que no le vendría mal como epitafio:

"Hay que ser sublime sin interrupción"


La foto es de María España, mujer de Umbral, y está tomada de el periódico El Mundo

domingo, 26 de agosto de 2007

De ocho y veinte a ocho y media

A las ocho y veinte estoy llegando a la estación donde me bajo. Me quito los cascos y me pongo las gafas. Desde que cambiaron la hora el sol me cae de cara y necesito mis wayfarer para no adoptar una forzada expresión asiática.
Siempre me levanto del asiento un poco antes de que el tren haya parado, me gusta apretar el botón que abre la puerta y salir el primero.
Cuando era pequeño e iba en el tren con mi madre, ella no me dejaba acercarme a las puertas hasta que el tren se hubiese detenido. Era la época en que los trenes eran azules, llevaban asientos de piel sintética y tenían vagones para fumadores.
Abro los tornos y me viene el olor de la panadería de la estación, ya llevo el cigarro en la mano y lo enciendo al salir de la estación, justo cuando paso por la sombra de unos árboles, ya que nunca consigo encender un mechero si me da la luz del sol.
Ando rápido, más bien tengo las piernas largas y suelo acabar dejando atrás a la gente, teniendo un espacio por delante libre, que me recuerda mi estado natural hasta que suene mañana el despertador.
Me cruzo con unos chavales con una estética sólo comprensible en la periferia. Me recuerdan a Tarzán, en la selva era Dios, en Nueva York sólo era un payaso, una atracción de feria. Uno de ellos lleva zapatillas de piscina, un pantalón corto azulón y satinado, su camiseta es blanca de tirantes, ajustada, como esas que sólo se ponen los niños o los oficinistas bajo la camisa en invierno. Lleva una gorra tres tallas más pequeña que casi apunta al cielo, y que cubre un una cabeza de la que se descuelga un mullet de un tamaño descomunal.
Les he dejado atrás, hace mucho, y paso por una terraza donde revolotean unos niños mientras que sus padres beben una cerveza. Ahora miro a mi izquierda, la conversación de unas chicas sentadas en un parque me llega de pasada, hablan de un coche, al parecer corría mucho. Cuando yo me sentaba en ese mismo parque hace diez años hablaba de anarquismo y Jimi Hendrix con mis amigos del instituto. Suena pretencioso, pero es la puta verdad.
Ya voy por el taller, es la hora en el que los aprendices recogen y los más mayores hablan delante de un poster de una rubia con unas tetas enormes. Al doblar la esquina veo al chino en "el chino", se fuma un cigarro en la puerta, yo ya llevo el mío a la mitad.
Subo por la calle que hace frontera con el campo, hay menos gente y existe algo de sombra. empieza la cuesta, aprieto el paso como un ciclista subiendo un puerto. Voy sólo, me permito tirar el cigarro con una chulería desmesurada contra la pared del colegio.
Miro a los adosados, parodia de una verdadera urbanización residencial en una ciudad de bloques de nueve plantas.
Veo como se acercan unas señoras que vienen de andar, que es el deporte de las señoras de mediana edad en mi ciudad. Algunas van teñidas, siempre van riendo como cuando en un programa de televisión una mujer de cincuenta años con gafas, permanente y un colgante de alguna virgen, cuenta un chiste verde.
Veo el final, me meto en la sombra de mis pisos, que no son míos, ni si quiera en el que vivo, que es de alquiler. Llego al portal y abro la cremallera del maletín de burócrata del Carrefour donde guardo las llaves. Siempre, siempre, por algún tipo de atractor extraño saco las de la oficina en vez de las de mi casa, y eso me jode a horrores.
La frustración dura poco, hasta que entro en el fresco del portal y disimuladamente me miro en el espejo, para intentar discernir a quién han visto las personas que me he encontrado en el camino.
Abro la puerta de casa, son las ocho y media.


sábado, 25 de agosto de 2007

La "responsabilidad" del espectados deportivo

El tenis es probablemente uno de los deportes en el que la fortaleza psicológica del jugador importa más. El tenista está sólo frente a su rival, no forma parte de ningún equipo, por otra parte la peculiar forma de contabilizar los puntos en este deporte hace que cualquier jugada valga su peso en oro.
El partido de esta calurosa tarde de domingo entre Nadal y Federer me ha llamado la atención por la cantidad de fluctuaciones leves que parecían que iban a decantar la balanza hacia uno y otro lado.
No soy un gran seguidor de las retransmisiones deportivas, en todo caso me atraen por su valor socializador. Sin embargo, cuando me siento ante el televisor y enciendo la radio, no como un simple acompañamiento de fondo si no atento al partido o la competición correspondiente, desarrollo una inevitable y absurda responsabilidad ante el desenlace del mismo.
Recuerdo que a principios de los noventa, en un programa de humor, aparecía un pobre señor que estaba convencido de que poseía una serie de poderes mentales que hacían que el Real Madrid perdiera o ganara partidos. El individuo dentro de su patetismo, y ayudado por la maldad del reportero que lo entrevistaba, era un autentico show, sobre todo cuando, por casualidad, el Madrid marcaba un gol en un momento en que él se concentraba frente a la pantalla.
Sin llegar a estos extremos de psicopatía, conozco mucha gente, dentro de los que me incluyo, que a la hora de la retransmisión deportiva tienen que tener una fortaleza psicológica tan grande como la del propio jugador. Es absurdo pero es así.
En el partido de hoy, en el quinto set, cuando los dos jugadores estaban igualados a dos juegos y Nadal aventajaba por 15-0 al suizo he tenido la inevitable sensación de que iba a perder la final de Wimbledon. Me he dicho a mi mismo, para alejar los malos augurios que en esos momentos nada, objetivamente, ponía al jugador español en una situación de desventaja frente a Federer. Mientras que Nadal se secaba con una toalla, me he recordado a mi mismo la obviedad, que por encima de mis absurdas sensaciones, lo importante era la fortaleza psicológica del jugador y no la mía. Al final, con Nadal honrosamente derrotado me he sentido culpable.
Supongo que mientras no acabe entrevistado por algún cazafreaks el tema no tiene demasiada importancia, más allá de que cuando el jugador gana, uno también se siente partícipe, especialmente, de la victoria.


La Web 2.0 y los cuentistas

Andy Warhol dijo aquello de que todo el mundo tendría 15 minutos de fama. Lo que seguramente no pudo prever es que, apenas un par de décadas después de su muerte, cualquier persona tuviera una herramienta que le permitiera hablar de cualquier cuestión y a la que, al menos teóricamente, tendrían acceso millones de personas en todo el mundo.
A los que nos gusta contar historias, cuentistas en definitiva, esto nos permite evadirnos de nuestra realidad y, obviando los medidores de visitas, pensar que somos leídos por gente a la que ni si quiera llegaremos a conocer.
Recuerdo que la primera vez que vi internet fue en un SIMO en el año 95. Por aquel entonces, y en el fondo hasta hace unos pocos años, la red era un gran escaparate donde la gente veía cosas, como la tele,pero más estático y con más canales. Además el hecho de que publicaralgo era caro y técnicamente difícil hacía que la mayor muy pocos pudieran subir algo, restringiendo los temas dramáticamente.
El otro día, leí una anotación curiosa sobre el llamado internet 2.0.,decía: " Tu haces el trabajo, ellos se llevan la pasta". El 2.0. es una forma ampulosamente geek de denominar aquellas páginas o servicios donde los usuarios son los principales creadores de contenidos, y por ende, el efecto que han tenido en todo el ciberespacio. Las bitácoras, los servicios de vídeo como youtube, o la grandísima wikipedia son algunos ejemplos.
Esto sin duda trae problemas, ya que cada vez es más complicado averiguar si un contenido es real, o por otra parte, si es útil,¿Cuántos vídeos educativos hay en youtube frente a tipos enseñando el interior de su boca?. Lo bueno del asunto es que dentro de un tiempo resolveremos ciertas dudas debido a lo relativamente democrático de la web 2.0.
Con los medios tradicionales siempre ha existido la diatriba sobre si los contenidos publicados son culpa del público o del medio. En youtube, al menos en teoría, se acabará viendo masivamente aquellos elementos que la gente quiera ver y sobre todo compartir públicamente.
Ahora, y probablemente hasta dentro de un tiempo, estamos aun en la etapa del experimento, y en este caso internet aun se mira demasiado el ombligo. Existen una abrumadora mayoría de páginas dedicadas a la tecnología y la informática frente a cualquier otras (exceptuando las de contenido sexual). Es como si el 80 por ciento de la programación dela televisión en los primeros diez años de existencia hubiera estado conformada por programas sobre lentes, focos y micrófonos. Se habla más del medio que se aprovecha.
Sin duda esto está cambiando, y la web 2.0. es la mejor idea que han tenido los técnicos de internet, y que afortunadamente acabará devorandoles. Afortunadamente, ya que se mirarán menos a si mismos e idearán más, y permitirá que todo se diversifique hasta donde el conocimiento humano pueda alcanzar.
Este blog nace con una intención mucho más modesta que pretender cambiar nada, simplemente pretende crear contenidos propios, no limitarse a copiar, pegar y enlazar de una forma redundante.
No recuerdo que rama de la psicología mantenía que era posible curar y hasta cambiar el comportamiento de las personas mediante sus acciones. Ahora que ya no nos limitamos a mirar lo creo posible.