Reconozco, antes de entrar en faena, que no tengo absolutamente idea del mundo del toro, por otra parte, tampoco tengo ningún interés en él.
De pequeño sufrí tardes interminables de tauromaquia popular en las fiestas del pueblo de mi madre. Supongo que desde esos momentos empecé a odiar todo lo relacionado con los toros: el olor a puro rancio, la piedra caliente por un sol de septiembre que, en Cáceres, más que iluminar ciega y sobre todo, la desigual lucha de un animal que, más que atacar, intentaba defender su espacio vital, rodeado por decenas de homínidos que no paraban de increparle de todas las formas posibles. Desarrollé también una atracción natural hacía la cogida. Cuando uno de los nativos (permitaseme la expresión, yo era forastero) era volteado por el animal y la plaza soltaba un grito ahogado yo tenía ganas de saltar y decir: Gooooooooooooool!. No lo hacía, evidentemente, era pequeño pero no gilipollas. En la adolescencia, ya imbuido de la primera y salvaje ideología, con el parche de La Idea sobre la chupa vaquera del Alcampo empecé a detestar la fiesta nacional. Ahora tenía razones poderosas, y los grupos de rock urbano me daban la razón.
Más tarde atemperé mi odio por los toros. Conocí a varias personas inteligentes, en el polo opuesto a cantar himnos haciendo el saludo romano, que eran amantes de los toros. E incluso empecé a desarrollar cierta aversión a los que hacían el ser antitaurino una profesión.
No me interpreten mal, los toros y todo lo que les rodea me sigue sin gustar un ápice. El espectáculo del animal con la espada clavada y vomitando sangre, que dicho sea de paso, los realizadores nos ahorran enfocando el escote de una buena moza, me sigue repugnando. Lo que ocurre es que es una más de mis repugnancias, en un mundo con un catálogo desgraciadamente amplio.
Descontextualicemos. Un señor con un traje de colores y espejitos esta dentro de lo que parece un circo romano. Como buen circo su superficie es arenada, nada de compuestos de última tecnología. Enfrente tiene a un animal imponente, ochocientos kilos, astas puntiagudas, un aspecto temible. El señor de los espejitos se dedica a bailar con el animal una danza macabra. Engaña al toro con un trapo de colores chillones, para que embista donde el quiere, no a su cuerpo. Al final el tipo de los espejos saca una espada (sí, una espada, nada de modernos y abyectos instrumentos de destrucción, jedi dixit) y mata al toro con ella, con el peligro que supone acercarse tanto.
La mayoría de personas dirían que el torero es un valiente, es un héroe. Nada más lejos de la realidad. El torero, u hombre de la espada es temerario. El valiente es el que realiza una acción arriesgada para obtener un objetivo. El héroe es el que realiza una acción arriesgada aun sabiendo que va a fracasar. El temerario es el que hace algo arriesgado, arriesgadísimo sin tener claro el por qué, lo hace porque sí. Los toreros pertenecen a esta última categoría, son temerarios. Es verdad que obtienen fama y dinero, pero podrían obtener más fama y dinero con otra profesión. Además, cosas como las que muestra el vídeo de más arriba no se hacen por dinero, se hacen por un apego inconsciente, casi clínico al peligro y la muerte.
La imágenes son brutales, brutalmente verídicas. El señor de los espejitos fracasa en su intento de burlar al toro, y este le embiste con su poderoso cuello, generador de toneladas de fuerza. El tipo sale volando por los aires, al caer descubre en su pierna un boquete sangrante de un tamaño desproporcionado. Una persona normal, con una décima parte de lo ocurrido a José Tomás, el torero protagonista de las imágenes, se hubiera conmocionado, hubiera colapsado. El torero se levanta, se ata, atención por favor, un torniquete con una corbata de uno de sus subalternos, y sigue a lo suyo, es decir a cargarse a la bestia corrupia con una espada.
No puedo dejar de ver el vídeo. No dejo de preguntarme que hubiera pasado en este país si el torero cae fulminado tras matar al toro en plena arena. No puedo dejar pensar si José Tomás es un señor que necesita por su propio bien algún tipo de terapia.
Vivimos en un país, no de valientes, no de héroes, si no de temerarios, y eso acojona.
De pequeño sufrí tardes interminables de tauromaquia popular en las fiestas del pueblo de mi madre. Supongo que desde esos momentos empecé a odiar todo lo relacionado con los toros: el olor a puro rancio, la piedra caliente por un sol de septiembre que, en Cáceres, más que iluminar ciega y sobre todo, la desigual lucha de un animal que, más que atacar, intentaba defender su espacio vital, rodeado por decenas de homínidos que no paraban de increparle de todas las formas posibles. Desarrollé también una atracción natural hacía la cogida. Cuando uno de los nativos (permitaseme la expresión, yo era forastero) era volteado por el animal y la plaza soltaba un grito ahogado yo tenía ganas de saltar y decir: Gooooooooooooool!. No lo hacía, evidentemente, era pequeño pero no gilipollas. En la adolescencia, ya imbuido de la primera y salvaje ideología, con el parche de La Idea sobre la chupa vaquera del Alcampo empecé a detestar la fiesta nacional. Ahora tenía razones poderosas, y los grupos de rock urbano me daban la razón.
Más tarde atemperé mi odio por los toros. Conocí a varias personas inteligentes, en el polo opuesto a cantar himnos haciendo el saludo romano, que eran amantes de los toros. E incluso empecé a desarrollar cierta aversión a los que hacían el ser antitaurino una profesión.
No me interpreten mal, los toros y todo lo que les rodea me sigue sin gustar un ápice. El espectáculo del animal con la espada clavada y vomitando sangre, que dicho sea de paso, los realizadores nos ahorran enfocando el escote de una buena moza, me sigue repugnando. Lo que ocurre es que es una más de mis repugnancias, en un mundo con un catálogo desgraciadamente amplio.
Descontextualicemos. Un señor con un traje de colores y espejitos esta dentro de lo que parece un circo romano. Como buen circo su superficie es arenada, nada de compuestos de última tecnología. Enfrente tiene a un animal imponente, ochocientos kilos, astas puntiagudas, un aspecto temible. El señor de los espejitos se dedica a bailar con el animal una danza macabra. Engaña al toro con un trapo de colores chillones, para que embista donde el quiere, no a su cuerpo. Al final el tipo de los espejos saca una espada (sí, una espada, nada de modernos y abyectos instrumentos de destrucción, jedi dixit) y mata al toro con ella, con el peligro que supone acercarse tanto.
La mayoría de personas dirían que el torero es un valiente, es un héroe. Nada más lejos de la realidad. El torero, u hombre de la espada es temerario. El valiente es el que realiza una acción arriesgada para obtener un objetivo. El héroe es el que realiza una acción arriesgada aun sabiendo que va a fracasar. El temerario es el que hace algo arriesgado, arriesgadísimo sin tener claro el por qué, lo hace porque sí. Los toreros pertenecen a esta última categoría, son temerarios. Es verdad que obtienen fama y dinero, pero podrían obtener más fama y dinero con otra profesión. Además, cosas como las que muestra el vídeo de más arriba no se hacen por dinero, se hacen por un apego inconsciente, casi clínico al peligro y la muerte.
La imágenes son brutales, brutalmente verídicas. El señor de los espejitos fracasa en su intento de burlar al toro, y este le embiste con su poderoso cuello, generador de toneladas de fuerza. El tipo sale volando por los aires, al caer descubre en su pierna un boquete sangrante de un tamaño desproporcionado. Una persona normal, con una décima parte de lo ocurrido a José Tomás, el torero protagonista de las imágenes, se hubiera conmocionado, hubiera colapsado. El torero se levanta, se ata, atención por favor, un torniquete con una corbata de uno de sus subalternos, y sigue a lo suyo, es decir a cargarse a la bestia corrupia con una espada.
No puedo dejar de ver el vídeo. No dejo de preguntarme que hubiera pasado en este país si el torero cae fulminado tras matar al toro en plena arena. No puedo dejar pensar si José Tomás es un señor que necesita por su propio bien algún tipo de terapia.
Vivimos en un país, no de valientes, no de héroes, si no de temerarios, y eso acojona.
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