martes, 23 de febrero de 2010

El Espectador


Algunas veces me sentía tan alejado de todo y de todos que parecía más un espectador que una persona. Me invadía una sensación fantasmagórica, de pasar desapercibido aunque llevara puesto un sombrero llameante en la cabeza, aunque paseara arrastrando un piano desvencijado, de los que suenan como un campo de heridos tras una batalla.


Me ponía mis botines de punta negros, con hebilla plateada y tacón duro y resonante, necesitaba salir de el denso anonimato, de la forzada condición de número de la seguridad social o nombre en un ordenador de promociones telefónicas. Andaba por las calles con las manos en el bolsillo del abrigo, la bufanda a modo de ofidio estrangulante, la vista acechando como un depredador en busca de alimento, atento a ti, que no me veías ni querías verme.


Estaba el paralítico de los Lunes en su silla de ruedas, en la esquina de Gran Vía con la Calle de la Flor Alta, vociferante guardabarreras al que veía exigir un cigarro a los transeúntes con la tranquilidad del desahuciado, la maldad del criminal, el oficio del prestamista. Los Martes por la mañana estaba la chica de la zapatería, resquicio de belleza suburbial, siempre en vaqueros y colocando cosas, dejando ver su cintura al levantar los brazos, en una proporción tan sexualmente lograda con sus anchas caderas. Los Miércoles pasaba por una perpendicular a Barquillo y veía la cola de pobres esperando una ración para la cena. Eran mucho más pacientes y disciplinados que los clientes de la cola del supermercado, mas sucios, pero más pacientes. Un día a uno le regalé mi paraguas, el me regaló su indiferencia. Los Jueves comía en el bar de las chicas, sólo por ver a la camarera caribeña, con cara de aprendida seriedad castellana, camisa blanca y sujetador negro, una teatralidad femenina al moverse tan marcada como la ausencia de estaciones en el ecuador. El Viernes me veía a mi mismo, en el espejo del ascensor, contando las horas que faltaban, saboreando el alcohol aun en la boca, el tabaco supurando en la piel, y un sueño tan amplio como las contradicciones que se me agolpaban en la cabeza, cercenada de realidad y alimentada sólo por los deseos dementes de la noche anterior.


Andaba con pasos grandes, de soldado prusiano acechado por el látigo, cigarro dejando explosiones humeantes de locomotora de carbón y pelo revuelto por el aire húmedo. Andaba kilómetros, tantos que, si no practicara la exploración inconsciente y deslabazada, hubieran desplazado el mundo por la cinética de mis pies. Andaba para no volver a casa y encontrarme la tele del salón con una película en la que se veía un pistón encajando una y otra vez dentro del cilindro, haciendo andar al motor, con un movimiento profesionalmente aprendido por la fuerza de la costumbre.


Y mientras andaba grababa, catalogaba, listaba. Os reducía a recortes de collage, a trazos inconclusos, a imágenes fragmentarias. Componía con vosotros un cuadro de realidad de párpados parpadeando a ritmo estroboscópico. De calvas brillantes, jerseys confundidos y centenares de paraguas chocando entre ellos. Saltando algún ojo de vez en cuando.


Y yo no era parte de nada, y era el único que me daba cuenta de todo.


Y noté tu mano en mi hombro, mientras miraba unos discos en la Calle Salud. Tu pelo de puntas de flecha, tus ojos de abordaje, tu actitud de avalancha contenida. Me dijiste que me viste expiando mis pecados a través del baile, y aunque no fue eso lo que me dijiste fui lo que yo quise recordar. Me dijiste otras cosas y al cabo de poco me decías otras con otro lenguaje más propio de los animales, pero más sincero y falto de ambages. Y me hiciste feliz, al menos por un tiempo, pero sobre todo me hiciste parte de algo, que tu nunca supiste, y fue pasar al otro lado, y ser yo el visto y no el que veía, ser yo, por una vez, el protagonista y no el espectador.