jueves, 10 de febrero de 2011

La lavadora

Empiezo a meter la ropa sucia en la lavadora. Una bolsa de tela negra me sirve para ir guardando lo que han sido mis instrumentos de anclaje de los últimos días, las únicas sujeciones con las que me siento seguro. Me despidieron hace un par de meses, y de todas las cosas que la gente de mi alrededor me dijo, la única importante con la que decidí quedarme, fue la de evitar el abandono personal a toda costa.

Según saco unos calcetines o una camisa intento recordar el momento de los últimos días en que lo llevé puesto. Si había bajado a por el pan y cuánto tardó la china en despegar los ojos de la tele, si cuándo me paré en aquel escaparate la dependienta notó que le estaba mirando su maravilloso culo, o si fue en aquel bar donde me pasé con aquello.

El despido fue más o menos como todos, una formalidad en la que me intentaron hacer ver lo mucho que les dolía separarse de mí. Tuve el control de mi ejecución desde el primer momento, notando el nerviosismo de mi jefa al mover los papeles, cuidadosamente colocados, demasiadas veces. No sé si esperaba una escena con explosivos y recriminaciones, de las de desembarco en playas francesas, pero no se la ofrecí. Me limité a mirarla, a leer con desdén las letras muertas que componían los legales párrafos, y a preguntar dónde había que firmar. Luego me levanté y me fui sin contribuir al penoso espectáculo, dejando el foco del circo sin payaso del que sentir pena. 

Siempre dudo dónde poner el suavizante y el detergente. Los echo al azar, pensando que tampoco puedo alterar demasiado el resultado final. Giro la manecilla de los números varías veces, como si estuviera intentando abrir una caja fuerte oxidada. Pongo el aparato en marcha y me voy a mirar por la ventana a cuatro rumanos que tocan rocanrol por las terrazas de la zona. A la gente parece gustarle, yo lo encuentro detestable. Si me fijo en la cara de los que tocan descubro la de la prostituta que es sorprendida por el putero en un claro fingimiento. Cada uno se gana la vida como puede, y cada uno siente pena de lo que quiere. Suena un ruido la hostia de preocupante en la cocina.

La lavadora se ha jodido. Lo sé porque en mi casa tuvimos una que no paraba de romperse, y que era objeto de continuos arreglos. La lavadora me fascinaba de crío, su sonido era hipnótico, si mirabas la ropa dando vueltas entre la espuma, podías entrar en un estado de apaciguamiento extremo. Me hacía especial ilusión descubrir alguna camiseta mía que se asomaba entre el todo uniforme que formaba la colada. El agua se sale y me llega a los pies. 

Desconecto los plomos. Me encanta el sonido que hacen al accionarlos. Es de anulación total, de mecanismo preciso de corte absoluto. Todos deberíamos tener unos plomos en la nuca. Cojo la fregona y empiezo a recoger el agua, haciendo círculos con ella. Por lo menos el suelo de la cocina va a quedar limpio. Escurro y el agua cae al cubo haciendo un sonido absurdo. El sonido del agua en la naturaleza relaja, sobre un cubo de plástico da risa, sólo que a mi no me apetece demasiado participar de la broma.

Suena el teléfono, es ella:

- ¿Te pillo en mal momento? - después de un hola funcionarial.
- No, el momento es tan malo como cualquier otro últimamente - sobre todo desde que te largaste porque no podías aguantar mi estilo de vida, zorra - ¿por?.
- Por pasarme a por el par de bolsas que me quedaban - me dice con voz de negociador de secuestros - Si  no te viene mal, claro - y basta ese pequeño quiebro de simpatía para que se me haga un nudo en la garganta
- No, pásate, en diez minutos me bajo y te dejo la casa libre - aunque pienso en quedarme y abrazarla, y decirla que pese a que sé que no me quiere, y que es imbécil, ahora, justo ahora, la necesito a un nivel exagerado - y si es lo último me dejas las llaves por donde puedas - digo lo que se supone aunque cierre los ojos con fuerza cuando lo hago.
- Bueno, allí - y suena un tono de móvil al otro lado, que se cuela entre sus palabras, y lo escucho como si me lo estuviera tocando una filarmónica para mi solo en un teatro vacío - estaré.

Cuelgo, se me caen las lágrimas y suelto un par de quejidos infames, como de animal al que le han cortado el cuello. Dejo caer la fregona y el palo es como un látigo al llegar al suelo. Me dejo derretir contra la pared y resbalo al suelo como un tipo tiroteado en una peli en blanco y negro. 

No tenía porque haber ocurrido, unos segundos después y no me hubiera dado cuenta. Fuera quien fuera quien llamó, posiblemente para comunicar algo insustancial, como unas cañas o la hora del cine, me abrió sin saberlo las puertas de un abismo donde sólo cabe todo aquello que no queremos saber. 

Me pongo el abrigo, no me molesto ni en quitarme el chandal de andar por casa. Si bajo a tiempo quizá todavía pueda alcanzar a los rumanos y dar palmas a su lado como un imbécil babeante. Seguro que a la gente le da más pena y les echan más dinero. 

Abro la puerta despacio y miro la casa desde el umbral. La veo sentada esperándome, sonriendo, levantando la vista del ordenador y llamándome cariño. Como una lavadora perfecta a la que mirar el resto de mi vida. Miro el automático y lo conecto. Cierro la puerta con cuidado.

lunes, 31 de enero de 2011

Problemas intolerables.



Llego a la estación antes de la hora de salida del tren. Es treinta de Diciembre y se nota el final de casi todo. Las luces son más amarillas y cálidas, estreno abrigo y voy a pasar el último día del año con alguien que quiero y que ha estado ausente más tiempo del deseado. Siento una extraña sensación de fluidez, de mecanismo suizo bien calibrado. De vez en cuando todo vuelve a tener sentido. Estoy leyendo De Amor y Hambre, de Julian Maclaren-Ross, y de una forma casi biológica he absorbido al personaje. Me resulta sencillo mimetizar a un vendedor inglés de aspiradoras que se enamora en 1939 de quien no debe. No tengo un duro, las mujeres me fascinan y afronto mis problemáticas situaciones con bastante dignidad. Me fumo el último cigarro mientras que jugueteo con un paraguas, miro el reloj y siento, sé, que tengo que llegar al final de mi viaje para cerrar un círculo con demasiadas aristas.

Estoy empezando a notar el placer del sueño para mí ineludible en cualquier tren. Aún detenido, la gente se sube y coloca las maletas esforzadamente. Se producen algunos gestos de ayuda, algún momento de incomodidad con disculpa leve. Pierdo el contacto con la realidad y dejo atrás conversaciones ajenas, sonido de equipajes y mensajes que llegan de vez en cuando.

No noto el movimiento pendulante, el agradable ruido de las ruedas de metal sobre los cambios de vía, los mensajes de bienvenida. Afuera llueve, miro el reloj y han pasado veinte minutos desde la hora de partida. Los viajeros se inquietan, yo vuelvo a dormirme circulando entre proyectos, discusiones imaginarias en las que salgo victorioso. Pienso en enrolarme en una tripulación de un barco mercante. La idea, absurda en los momentos de lucidez, me parece razonable en momentos de sueño.

El tren sigue sin salir, nos avisan de que hay una avería. Escucho las primeras quejas airadas, lanzadas al infinito. Hay algún comentario presuntamente ingenioso. Todo empieza a recordar a las columnas de los periódicos de grapa y orden . Observo, ya despierto, que todo el mundo manda mensajes, hace llamadas. Veinte minutos de retraso y parece que se ha declarado una guerra. Una mujer habla con su marido, le dice que es intolerable.

Lo intolerable, señora, es esta puta decadencia en la que hemos sustituido nuestra condición de ciudadanos por la de consumidores. Que un tren se retrase es un mero contratiempo, pero no es intolerable. Puede usted interpretar el papel de condesa indignada, pero ni es noble ni tiene motivos, pienso, mientras me cruzo con el espíritu de la escalera. 

A mi lo que me invade es un energético estado de displicencia. Mi alrededor se torna confuso y hostil, miradas perdidas y aspavientos. Una representación de ópera barata, de falsa ocupación vista en películas de sobremesa, dónde ejecutivos de Wall Street pierden aviones y se enfadan. Yo me siento grácil, profesionalmente acostumbrado, como si tuviera kilómetros de raíles británicos en la India. Creo que los demás viajeros lo están notando y me miran con sospecha. Veo cuchichear a la señora indignada. La imagen más cercana que se me ocurre es la de francesa obesa colaboracionista denunciando a su vecino judío a las SS.

Al cabo de un rato estamos montados en otro tren, circulando hacia el norte a una velocidad inusitada. En el momento en que han anunciado la devolución del billete, la colaboracionista ha pasado a ser una gentil mujer que viaja a ver a sus nietos. Ya no hay ministros de la guerra de bigotillo afilado que exigen, así, a secas. Ahora todo el mundo parece razonable, supongo que hasta la hora de la cena, en la que contarán a sus familiares su hazaña, y como hicieron valer sus inalienables derechos con un sonoro "no sabe usted con quien está hablando".

Vuelvo a notar el sueño, he recuperado las ganas de leer, la sonrisa torcida, el brillo, ese brillo en los ojos. Quizá por eso me he mantenido tan al margen. Empiezo a trazar planes de nuevo, esta vez me esperan en la estación, esta vez, sé que no volveré sólo.

miércoles, 19 de enero de 2011

La maleta

Es de noche y es invierno, es en la ciudad de farolas naranjas que se dirige al desastre, donde la gente exclama "ésto es intolerable" cuando no obtienen su nimiedad en el momento que consideran justo. Es en una calle pequeña y antigua, por la que antes de nosotros pasaron muchos otros, en la que han caído cientos de tormentas durante los cientos de años que lleva construida, y, ninguna de ellas, ha conseguido borrar por completo la suciedad de las mentiras, los engaños y las traiciones que se han dado. También ha habido días de sol, y risas, besos y amigos zigzagueantes abrazados, pero ha habido menos.

Es en la calle donde hay unos árboles muy finos, no por jóvenes, si no por desatendidos, que buscan la luz que derraman los tejados de tejas rojas. Las hojas no han sido nunca verdes, o al menos no todo lo verdes que deberían haber sido.

La persiana de metal de un bar se cierra, con estrépito de puerta de mazmorra que oculta algo malo. Miro hacia adentro y solo veo una máquina tragaperras apagada. No tiene luces ni sonidos, no escupe monedas, no la activa ningún chino. Parece, con el cable y el enchufe colgando a un lado, que se ha suicidado. Han tirado un cubo de agua desde el bar, ya casi le ha dado tiempo a llegar a la alcantarilla. Deja un curioso tono plateado, un rastro de espuma, las únicas olas que se ven por aquí, las que se descartan de las fregonas nocturnas de los suelos de tabernas en esquinas.

Miro la hora y veo que voy tarde. Aprieto el paso. Pasa una moto pequeña y ruidosa, pasa una pareja andando abrazada, pasa un chico alemán arrastrando una maleta. Quizás no sea alemán, pero sí arrastra la maleta. Las ruedas se han debido romper por el peso, por muchos viajes, por un golpe que le dio un mozo de equipaje en el aeropuerto de Rotterdam. Es posible que las ruedas nunca anduvieran, que fuera una maleta con tara, con defecto de fábrica, con deformidad congénita. Es posible, incluso, que el supuesto joven alemán atascara las ruedas con clavos, y llenara la maleta con algo inútil y pesado, y ahora la arrastre por decenas de ciudades en compensación por algo malo que hiciera, sintiendo su culpa en cada bordillo, en cada adoquín mal puesto, en cada vibración transmitida a sus muñecas.

La gente está saliendo del teatro que hay algo más arriba. Un amigo que tuve y al que perdí la pista por desidia, decía que el teatro era un decorado escaso con gente mal vestida dando voces. No sé si tenía razón, pero recuerdo que ponía tanto énfasis en su odio hacia el teatro que me doblaba de la risa cada vez que iniciaba sus invectivas de una sola frase. Te cogía del hombro y mirándote a los ojos como si fuera a declararse surrealista te lo decía con declamación puramente teatral. Comienzo a reírme yo solo recordándolo.

Recuerdo también que no le perdí la pista, que realmente sé donde vive y me imagino como lo hace. Por eso mismo dejé de hablarle, del modo en que se apagaban las teles antiguas, dejando un rastro del luz en el fósforo, de afuera hacia adentro, tomándose su tiempo pero siendo inexorables. No creo que mi amigo arrastre ninguna maleta, pero tiene una mujer odiosa y un par de hijos imbéciles, y un trabajo bien visto y bien pagado, y un chalet con piscina y un coche tan grande como el hoyo que él mismo se cavó a base de buenos propósitos y agradables intenciones. 

Llego al kebab y pido la cena. El tipo de detrás de la barra me conoce de sobra, pero hace como que no. Me mira con un odio inusitado, siempre. Respondo a sus preguntas de rigor, si cordero o pollo, si todo, refiriéndose al tomate, la cebolla y la lechuga, si salsa, sí salsa, le digo, y para beber, una cerveza, ¿salsa?, de nuevo, señalando a las patatas, sí, salsa, le vuelvo a decir. Así cada vez que voy, y me vuelve a taladrar con más odio. Son cincocincuenta, así todo junto, le pago, lo mete todo en una bolsa blanca, con dos servilletas y yo lo cojo y salgo por la puerta. Hay dos tipos de su misma nacionalidad sentados en una mesa, nunca atienden, nunca trabajan, nunca hacen nada. No hablan entre ellos. Miran la tele. Y los rollos de carne dando vueltas, siempre, vueltas.

Llego a casa, abro el buzón, rebusco entre los papeles como un funcionario prusiano entre solicitudes de algún tipo. Las descarto, me imagino a unos campesinos con gorra cogida sobre el pecho. Cierro el buzón con un eficaz y profesional golpe de llave. Los campesinos golpean desde dentro el buzón y me insultan en alguna lengua centro europea incomprensible. No os quejéis de los funcionarios prusianos, no sabéis la que van a montar sus nietos, pienso mientras llamo al ascensor y toco la bolsa del kebab con el miedo de que se enfríe.

Abro la puerta y enciendo las luces. Dejo la cena sobre la mesa, me quito el abrigo. Me quedo parado y siento una sensación de urgencia extrema, de carrera de la cama al baño tras una noche de borrachera. Corro a la habitación y está allí, quieta, insolente y amenazadora. 

La cojo, decidido, abro la ventana y la lanzo a la plaza vacía. Veo como cae y como se destruye al llegar al suelo con una plasticidad de película a cámara ultra-lenta. 

Ya tendré tiempo, antes de mi próximo viaje, de decidir si necesito una nueva maleta.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Aquel tipo de andar inconfundible.



Aquel tipo era un personaje, pero de los buenos, de los de verdad, de los de clase y actitud, de los de aura en blanco y negro. Y no había empezado siendo tan diferente, más allá de llevar a la gente de su alrededor un par de discos y libros de ventaja, un poco de agilidad en la conversación o el encanto del golfo entrañable que siempre deja tras los besos un morderse el labio en la chica.

Lo que pasa es que probablemente había comprendido demasiado rápido un par de cosas del mundo que le rodeaba, del polvoriento trastero en lo que se había convertido todo. No es mal camino empezar por oposición, es más fácil saber que es lo que no se quiere ser que hacia donde se quiere ir.

No le gustaba la ropa ancha, como de permanente atleta de domingo con el pelo engominado. No le gustaba la carencia de opiniones, el dejarse llevar por el criterio infame del telediario de las nueve. No le agradaban demasiado los snobs, la gente que hace que entiende de vinos y copia las formas de vida de las revistas de tendencias. No se sentía cómodo con los que hacen chistes incómodos y de mal gusto en el peor momento, con los que llevan la vergüenza ajena a modo de dorsal y no se dan cuenta, con los reaccionarios de toda clase. No comprendía la tendencia al envasado, al plástico y al colorín, al artificio, a la pantalla y al espectáculo, a lo aséptico de las luces y suelos de centro comercial, al blanco fluorescente. No era correspondido por demasiados, pero los que le comprendían le amaban.

Era fácil, porque era de verdad. No siempre estaba acertado, y aunque podía defender una posición con la tenacidad de un soldado atrincherado, sabía cuando era el momento de la retirada o la disculpa. A veces es preferible perder a hacer daño o ponerse a la altura del insecto reptante.

Era fácil quererle porque le gustaban los zapatos limpios, los pañuelos bien anudados o las imperceptible corbatas que dividían su mitad como solía dividir el espacio en los bares con su mirada. Quizá su vida no era el catálogo que reparte el médico al paciente. Bebía, pero nunca para perder la compostura, fumaba, algo más de lo recomendable, pero nunca quemaba los sillones. Le apasionaba la música en analógico, esa música que se percibe en el aire y que atrapa a los que nunca han estado demasiado cuerdos. Leía, sin excesos, tomaba los libros como las delicias de un plato. Entre otras cosas porque sabía que había que construir una novela con la vida, una obra de arte permanente, de vanguardia inclasiflicable. Nunca anduvo bien de dinero, pero siempre se las componía para no resultar un vulgar sacacuartos.

Sabía quienes eran sus amigos y quien sus conocidos. Elegía con certeza a los enemigos. Gentil con el débil e implacable con el fuerte. Azote del lugar común, de la memez de catálogo, del gusto acomodaticio. Era de los que cedían el sitio en la acera, salvo que el que viniera de frente no se lo mereciera. Abría el paragüas con maestría.

Actitud, puede que no siempre la acertada, pero actitud propia, trabajada, cincelada a base de tomar lo mejor de aquel personaje de esa película grandiosa, de aquel secundario con tanta gracia. No bastaba con querer ser de una forma, había que conseguirlo, o al menos intentarlo. Siempre en el camino se encontraban verdades a las que agarrarse.

Puede que un día de estos se lo encuentren pidiendo al lado suyo, del brazo de esa chica del vestido blanco y el pelo llameante, o de aquella otra de la falda de tubo y el Berlín de los años veinte por tocado, o bailando como si sintiera que aquello que suena fue compuesto para ese momento. Puede que le vean en la cola del super sin meter prisa a la cajera. Le dedicará una sonrisa y una frase bonita que haga más llevadero el día a esa mujer de uniforme feo pero de sueños tan razonables como los suyos. Si le ven fíjense bien, es posible, que ahora que empieza el año, quieran parecerse a él.

A lo mejor ya es hora de saber sonreír a la vida cuando toca y si no ofrecer nuestro mejor gesto socarrón cuando no.

martes, 30 de noviembre de 2010

El café




Cuello de cisne negro, pantalones grises de una tela recia como sus principios, estrechos, como el camino por donde le habían obligado a ir. Abrigo marinero recto, dos filas de botones alineados, como la gente que le observa con extrañeza cada mañana en el metro. Botas de ferroviario, limpias, pulcras, dos recordatorios de dignidad frente al sucio suelo del vagón.

Ya ha pasado un buen rato desde que se levantó, en una habitación como otras muchas, de un pueblo de periferia donde al final de las seis las luces se empiezan a encender tímidamente, como un juego de extraña estética en bloques de nueve plantas. Hoy se ha acordado de su padre, del olor de la colonia y su cara recién afeitada, cuando le daba un beso antes de ir a trabajar y lo notaba entre sueños. Él no tiene a nadie a quien besar al irse a coger el tren, ni planes de tenerlo.

Aprovecha la oscuridad del túnel y se coloca el pelo, corto, con forma de casco de aviador, trazado con escuadra. Hace calor pero no es agradable. No es el calor de una mano que acaricia, no es el calor de cuerpo de alguien al que abrazas. Es la respiración cansada y triste de cientos de miles de personas que como él que son derrotados según ponen el pie en la calle cada mañana.

A algunos los conoce de vista, coincidencia de horarios, como en las cárceles grandes, o los colegios, en los que sales al patio y te fijas en esa chica rubia del curso de al lado que no te hace ni te hará caso nunca.

Hoy, de los fijos, va un hombre con un traje azul que lee un periódico gratuito con pinta de no enterarse de nada. Se le ve esforzado en concentrarse por encima de una conversación sonrojante que disparan dos tías bajitas, recepcionistas en alguna de las torres del norte. Quiere ir y decirle que no se esfuerce, que no hay nada de que enterarse en un periódico, que la noticia está a su alrededor, y se repite a diario, y por el número de implicados debería tener un titular permanente en la prensa. El gran atraco, el robo del siglo, piensa mientras que toca el tabaco en el bolsillo del abrigo azul.

Sube las escaleras y oye el ruido de las pisadas que se arrastran por el suelo de la estación. El rascar de pies continuo, alguna carrerita de alguien que llega tarde, una pareja que viaja junta y que se despide justo antes de acabar el tramo final. Él se despidió un día, hace mucho, llovía como nunca, su vida fallaba como siempre. El frío le sopla en la cara que es hora de volver, el cigarro aspirado con fuerza es el último placer artificial que se permite, unos minutos andando hasta la oficina.

Entra en el portal y saluda con un gesto y un buenos días furtivo al portero, en la radio un miserable suelta alguna bravata, el portero asiente. Quizá le devuelva el saludo, posiblemente apoye la barbaridad del predicador, puede que ambas cosas. Da al botón del ascensor y justo antes de entrar se cuela con él una chica de un par de plantas más arriba. Saludo breve, sonrisa de ella, olor agradable de colonia excesivamente femenina, como las curvas de debajo de la falda que le queda algo estrecha, se intuye su ropa interior. Quizá ha engordado, puede que busque un ascenso. Oye la música mientras que ella apaga el cacharrito con sus uñas rojas. Lo segundo, te jodes, por tener mal gusto, tipografía en su cabeza.

Sentado frente a la pantalla, luz azul en la jeta, pequeño cubículo lleno de papeles. Se le ocurre buscar su testamento pero no lo encuentra. Un par de compañeros hablan de un partido de fútbol o de la película que pusieron anoche donde salía esa rubia de las tetas grandes. Hablan de la carrera de coches como si fueran pilotos, trazan un plan de salvación mundial con un par de peregrinas ideas políticas que ni si quiera son suyas.

A ti que te parece, le dice uno buscando su complicidad. Me parece que deberías meterte la corbata por dentro del cuello, imbécil pretencioso, piensa mientras que contesta algo neutro y común con la esperanza de que le dejen en paz.

Un par de balances, unos gráficos, un retoque fotográfico, cuadrar unas cuentas, contestar llamadas, escribir una frase que resuma el magnífico espíritu de aventura de aquella colonia. Trabaja haciendo algo. Ya no sabe muy bien el que ni tampoco importa. Sólo quiere que sean las once y media y bajarse a tomar café y desayunar, una victoria inmediata, un cigarro apoyado en la barra. Curiosea un poco en Internet, en una de esas páginas de ingeniería social donde la gente traza un estupendo y arrebatador perfil de si mismos. Se fija en las fotos de la fiesta donde estuvo. Aquella chica parecía maja, mientras que lee los ingeniosos comentarios, a ver si en la siguiente consigue estar más acertado con ella. Cierra la ventana, la de mentira, se pone el abrigo, coge el tabaco y el mechero del cajón. Hay además unos chicles y unos pañuelos. Una goma de borrar y un par de bolígrafos sin caperuza.

- Alberto- le dice el jefe, no el jefe de verdad, que nadie conoce, uno intermedio, un sargento chusquero de moqueta, - Puedes venir un minuto- tono afable de prestidigitador social - Cierra la puerta cuando entres- confirma sus sospechas de masaje de huevos por unas manos que no desea.

Está tomándose el café en el bar, más serio que de costumbre, con la mirada aún más alejada de todo lo que le rodea, casi enajenado de la realidad. No puede dejar de repetirse con que derecho le han puteado así, cual es el objetivo último, la extraña satisfacción obtenida. Un pequeño error en un informe, un cliente que se queja, una impuntualidad de cinco minutos, siempre, siempre encuentran algo. Luego el teatro de la comprensión, de la amenaza velada, del dejar claro quien manda allí. De su parte unas torpes explicaciones, una disculpa incluso, el silencio cuando no puede más.

-Ponme otro café- le dice al camarero con decisión - Que esté bien caliente- asegurándose de que su voz se eleva por encima de las del resto - Que sea para llevar- dejando claro que no es para él.

El corazón le empieza a ir más rápido y nota el cosquilleo de la adrenalina, como aquella vez que tuvo que salir corriendo con los de azul detrás cuando todavía creía en manifestaciones y cambios. Sube por las escaleras, no tiene tiempo de esperar al ascensor, un piso, dos, tres, llega al cuarto, está en mejor forma de la que pensaba, nota el calor que casi le quema a pesar del grueso cartón por donde sujeta el vaso. Entra a la oficina a pasos grandes, impulsándose con una fuerza que sale de dentro, de ese lugar dónde acumulamos toda la basura de nosotros mismos y nuestras vidas.

Entra al despacho del miserable que sirve de correa de transmisión a toda esta mierda.

- Cuelga el puto teléfono – le revienta en la cara al aprendiz de golfista – que tenemos que hablar – el otro obedece como un crío asustado – Mira grandísimo hijodeputa – le brotan de la boca las palabras como lava a borbotones en un volcán – te juro – y le agarra el nudo de la corbata acercándole lo suficiente para que le salpique su saliva – que como me vuelvas a joder por nada, este café que te traigo, y que te vas a beber – le pone el vaso de cartón en la piel para que sienta el calor – te lo pienso tirar a esa cara de niñato gilipollas que tienes.

Deja el café en la mesa. Su jefe, el rubito de melena ladeada, el que conduce el amago de deportivo, el del chalet adosado en aldea usurpada de la sierra, está inmóvil, como un insecto apunto de recibir el zapatillazo. Se dirige hacia la puerta con las botas reflejando los neones del techo, antes de salir se gira – Como me despidáis justo ahora te juro que te meto dos tiros – le dice señalándole con el dedo y con voz extrañamente tranquila.
En su vida ha visto una pistola.

Se sienta en su mesa, empieza a escribir un mensaje a la chica maja de la fiesta del último sábado. La dice que le gusta, le propone quedar entre semana, incluso fija hora y lugar. No pasan cinco minutos y ella le contesta que sí. Se mira las botas y piensa que es hora de empezar a caminar haciendo algo más de ruido. Su jefe sale del despacho a las dos horas, pasa por su lado como sin verle, él sí se fija en su cara. Una de las mejillas está extrañamente roja, como quemada por demasiado calor.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Reflejos y realidades


La calle descendía ligeramente, pendulando, como un muelle estirado, un tobogán para coches grandes, de motores ruidosos y conductores ausentes. El sol era claro, como de cuadro realista, pero no calentaba apenas cuando rozaba mi hombro en los espacios de cruce, que los edificios, dados la vuelta, con escaleras por fuera, ocultaban oscureciendo las placas del suelo pintadas de chicles.

Siempre al comenzar a andar sacaba con cuidado el cigarro del bolsillo, con un dedo, prendía la llama con un gesto ensayado, ladeando ligeramente la cabeza y arrugando mi cara, dejando salir un gesto ganado por años de lecturas deslabazadas, noches demasiado largas y acciones odiosas perpetradas sin sentido del decoro.

El vagabundo de la esquina me decía algo que nunca llegaba a entender y que tú me traducías no de otro idioma, si no de una lengua perdida o demasiado desesperada para que yo la entendiera en aquellos momentos. Era alto y llevaba capas de ropa como un hombre cavernario envuelto en pieles de distintos animales, como un insecto con el esqueleto por fuera, un producto sacado de la trastienda de las tiendas caras, la contraportada no impresa de las revistas de diseño, el reportaje no emitido en los informativos de letreros de colores y noticias impactantes.

Las cadenas se arrastraban por un espacio inaudito, entre los raíles de los tranvías, como fantasmas de otra época que han perdido el sentido de la orientación. Piqueteaban al ritmo de los números del semáforo, que nos recordaban en una cuenta incesante que el parpadeo no se detenía nunca, que el tiempo estaba ahí antes de que nosotros llegáramos, y seguiría ahí cuando nosotros ya nos hubiésemos marchado.

Pegué la mirada al cristal del restaurante y era cierto que existía, nos vi dentro con cara de no necesitar nada más allá de nosotros mismos. Abrazar a alguien y haber olvidado su cuerpo, escuchar su voz cerca del pelo, esa voz que necesitas a tu lado, y tener la misma sensación que cuando ves un cuadro famoso al natural y has visto demasiadas veces su reproducción irreal. Quitar con la mano el agua que sale de los ojos y calmar una boca que no sabe si sonreír o besar. Los camareros servían café en tazas viejas, y faltaban los tipos con gabardina y sombrero. Por lo demás era perfecto, era de verdad.

Sonó el teléfono y me sacó de mi mar de humo y torpes comparaciones. Leí el mensaje y apunté en mi cabeza el lugar al que debía ir, la hora a la que debía estar. Preferí olvidar el motivo del mismo.

Empecé a caminar rápido, con esa urgencia de quien sabe que tiene tiempo de sobra para cumplir su objetivo, pero que quiere llegar antes y observar, construir las frases que posiblemente salven su vida, aunque esta no sufra un peligro real de acabarse.

Llegué a la plaza y me senté en unas escaleras con hierba a los laterales. Una pareja de mejicanos se sentó cerca, bebían algo que humeaba y comían de una bolsa que hacía ruido. Parecía que acababan de conocerse hacía poco, transitaban por ese amable momento del descubrimiento, de la exhibición impúdica de las similitudes, la admiración por la privación y el desconocimiento del otro.

Me tocaron el hombro y me giré, había perdido mi atención entre autobuses de líneas que no conocía, graznidos de gaviotas urbanas y cables que iban y venían de un lugar indeterminado.

-Llegas tarde – me dijo mientras que se retiraba de la frente su pelo de árboles de bosque europeo- llegas diez años tarde – moviendo su boca extorsionadora, insinuante, de labios de cartel de película clásica.


-Pero al fin he llegado – tarde en decir, tirando al suelo mi guión – vamos a nuestro restaurante, supongo, que después de tanto tiempo, tendrás mucha hambre.

martes, 2 de noviembre de 2010

El concierto

Salgo del trabajo con ansiedad, con una palpitación de que la noche va a ser grande, de las de encontrarse con todos, saludar, observar, tocar por atrás ese hombro de alguien que no ves hace tiempo y con quien te gustaría hablar más que esos cinco minutos acelerados que da la situación.

Llego al previo, en un bar de los que nos gustan, de los que aún no han sucumbido a esa estética del prefabricado temático, de los de servilleta con saludo y botellín frío con aperitivo grasiento pero delicioso. Las motos, aparcadas en la puerta, la gente hablando en grupos, planificando, riendo como si las horas de trabajo (o paro) o los problemas personales hubieran quedado atrás. Estoy respondiendo ya a dos a la vez, escuchando historias increíbles sobre fines de semana en Cuenca con setecientas mil pesetas. Porque eso es lo que mola, que en un momento cambias de década. Aquí no importa de donde venimos, nuestra edad o la fecha del DNI, aquí lo que importa es estar, y en esta estamos casi todos.

La noche va avanzando conforme vamos andando por la atestada calle, levantando esas miradas absurdas de incredulidad, zafios comentarios de humorista de programa de variedades, chanzas de comedia costumbrista. La respuesta es la displicencia, la arrogancia, el desprecio. Cuando se recuperan están viendo las chaquetas moverse a lo lejos, y los sonidos de nuestros zapatos aplaudiendo sobre el adoquinado.

Los más musiqueros entran a la sala a ver a lo teloneros. Otros seguimos en otro bar de los de reforma pendiente inclinando los tercios, las copas, ya en pequeños grupos, confesando las maldades, las obsesiones, las decisiones que se toman cuando la esperanza es sustituida por la derrota. Un golpe en el hombro, un abrazo de los de romperte la clavícula, no contemplamos perder, no nos lo merecemos.

La velocidad ya está presente y nos situamos ante el escenario, vacío, esperando a comenzar la actuación. Los últimos saludos (nos pasamos las noches saludando), las últimas miradas antes de dar comienzo la batalla. Salen al escenario, un aplauso breve, y de ahí hasta el final, hasta que las gargantas no pueden más y los brazos se alzan, puño cerrado en alto, marcando un extraño ritmo de unidad y acción. Hay de todo, pero sobre todo hay felicidad, entusiasmo, volver a ser los protagonistas por un rato. Es una de las cosas que ocurren en estos conciertos de trescientas personas, con el grupo elevado un metro del suelo, con tres músicos sin alardes tecnológicos. Al final importa tanto el que toca como el que ve. Aquí no hay reverencia, hay admiración, hay sorpresa y entusiasmo, hay aplausos por ambas partes y unas ganas imposibles de que ésto no se acabe nunca.

Las canciones van desplegándose como muestras personales de lo que cada uno sentimos, y vuelven como del pasado, estando vivas y pareciendo haber sido escritas hace un rato. Chascamos los dedos mientras que paseamos por Kings Road, nos dejan varias chicas y conocemos a otras cuantas, y nos quedamos maravillados por Steff, vemos juntos el lugar donde vivíamos. Las americanas se retuercen y los peinados se destructuran, nos ponemos tristes al ver que es finales de Septiembre (yo más que nadie), y nos psicodelizamos pensando en el mañana. Y gritamos, abrazados, como si realmente nos fuera la vida en ello, que este mundo sigue siendo un mundo Mod.

Al menos para nosotros.

La foto es de Fernando Beat del Rio, redactor de Muzikalia, retratista de chavales de treinta y pico, y habitual de cualquier sitio donde esté la acción. Gracias, sobran las palabras.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Zumbido sordo de una bombilla



El oscuro viento del norte soplaba entre los muros derruidos de los edificios. Era un escenario de guerra, de paredes desconchadas, abiertas y violadas. Caminaba por la calle y podía ver lo que había en el interior de las casas. De una forma obscena los recuerdos de vidas ajenas se exponían ante mí.

Había pósters en las paredes medio arrancados, cuadros en ángulos extraños y fotos tiradas por el suelo. No hay nada más triste que una foto sucia y caída, en la que dos personas, jóvenes y con esperanza, son contemplados por un extraño que siente que todo se le escapa de las manos, que no puede asir nada más de cinco minutos. Los armarios también estaban abiertos, los veía desde abajo, con abrigos antiguos colgados en las perchas, con camisas que una vez fueron gloriosas pero que ahora estaban hechas jirones. El humo se veía en el horizonte, pero se olía a cada paso. Una mezcla de madera quemada y apagada por la lluvia, de papeles rotos con palabras torpes que se caían de las hojas, y al llegar al suelo se rompían, dejando montoncitos de letras que ya no significaban nada.

Me cruzaba con gente anónima, desconocida. Creo que vagaban como yo, sin saber a donde ir, o mejor dicho, sin capacidad para recordar a donde iban. Una vez un hombre mayor al que quería me contó una historia en la que pude adivinar la decadencia de casi todo, nuestro camino irreconducible hacia el desastre. Fue a hacer alguna acción cotidiana, como comprar el pan, o tabaco en el estanco. Después de franquear la puerta y andar unos cientos de metros, le sobrevino la angustia de no saber donde estaba, ni de que había ido a hacer a la calle, el montón de piedras de ni si quiera saber volver a su casa. En este decorado de ruinas, los pocos caminantes con los que me cruzo son así.

Me fijo en sus caras y algunos de ellos no están en el mismo tiempo que yo, aunque comparto su espacio. Uno me dice que ni si quiera está vivo, que veo su imagen de hace quince años, que a pesar de que aún no era su momento, una absurda enfermedad o un inesperado accidente se lo llevaron. Me cuenta que todavía sigue sintiendo el dolor de unos pocos que le echan de menos, pero que la mayoría, hasta gente que creía cercana, ya piensa poco o nada en él. No lo dice con rencor, no encuentro incomprensión en sus palabras, al fin y al cabo, musita mientras recoge una manta roja del suelo, la gente tiene que seguir con sus vidas.

Se cruza un perro en mi camino, de una parte de los escombros a la otra. Me mira y aunque es de día, nublado y oscuro, sus ojos brillan como si le contemplara desde un coche. Le falta una pata pero se las apaña bien, al momento desaparece entre unas casas donde hay unos niños esnifando pegamento en bolsas. Son los mismos que veía desde la ventana, cuando era pequeño y me asomaba al descampado. Sabía lo que hacían por esas conversaciones que los mayores tienen delante tuya creyendo que eres demasiado pequeño para entenderlas. Le robaban el pegamento al zapatero, una vez incluso le amenazaron con una navaja. Ellos siguen siendo niños, no han crecido, supongo que será por culpa de su adicción.

Veo la luz de una televisión encendida, cambiando de potencia incesantemente, azulada, parpadeante. No puede haber electricidad después de este desastre, pienso mientras subo las escaleras, con cuidado de no precipitarme al vacío. No hay nadie en la sala, me fijo en que en la pantalla hay un vídeo familiar. Está grabado por alguien que está haciendo un viaje con sus padres. Esos viajes en esa época de tu vida en la que nada ha cambiado pero que notas que todo está a punto de cambiar para siempre, que la rutina, los asideros que has tenido desde niño, que se han repetido como estaciones inconmesurables que te han permitido crecer, van a desparecer para siempre. Según pienso ésto la imagen cambia a la de unos dibujos animados de fantásticos colores.

Miro a la casa de enfrente. Hay un niño con un telescopio. Mira a la tele, la suya es en blanco y negro y prefiere quedarse solo con el sonido y utilizar el rudimentario artefacto para saber que hay otros mundos diferentes, pero no son el suyo. En su casa aún hay cristales, y aprovechando el vaho de su respiración, el pequeño, castaño claro, cinco años y chándal blanco, hace dibujos en ellos. No puedo evitar conmoverme al verlo, al sentir que intentará, mañana tras mañana, repasar lo que ha hecho para que no se borre, en un acto condenado al fracaso. Lo peor es que para quien iba dirigida la frase, escrita con la mejor letra infantil que un dedo de un niño puede hacer en el vaho de un cristal, reprobará sus actos.

Bajo la escalera con un nudo en la garganta, todo está empezando a ser demasiado insoportable. Giro la esquina con intención de salir de esa calle, de alejarme de allí corriendo, de salir de esta locura. No vale de nada, es la misma calle. Sigo andando, no me queda otra.

Unas prostitutas se calientan con un fuego improvisado. Me hacen gestos, una se sube la pequeña falda y me enseña todo. No lleva bragas. Me gritan y se ríen. No las oigo pese a que estoy cerca, están sin sonido, apagadas, son una imagen extraña. Una de ellas, algo más apartada, sentada en una silla de tijera no hace ademán de burla. Me mira con tristeza, es rubia, parece de un país alejado, tiene las caderas anchas y el pecho pequeño, lleva un abrigo marrón de abuela, aunque creo que no tendrá más de veinte años. Creo que tengo que acercarme y llevármela conmigo, aunque no sé a donde. Al andar el grupo se difumina, pierde consistencia como una señal de radio lejana. Ella extiende su mano, pero es tarde, solo queda el vacío y un zumbido sordo de bombilla fundida.

Empiezo a pensar en cuanto llevo aquí y no me acuerdo. Miro a mis pies y veo mis zapatos desgastados y sucios. Me toco la cara y me asusto. No es lo que esperaba encontrar. La piel está curtida por muchos afeitados y demasiadas mañanas esperando un autobús que no llega, por el frío de un Enero perpetuo, por las inclemencias de una vida equivocada. Las arrugas de mi boca se han convertido en surcos, en cicatrices, en hendiduras profundas como cañones excavados por ríos que ya no existen.

Las arrugas de mi boca. No sé porque, pero al pensar en ellas una ligera sensación de calor me llega desde adentro. Es como una luz demasiado débil, una pequeña muestra de algo que debió ser bueno, que debió tener significado. Me quedo inmóvil, mirando a ese punto de fuga que todos tenemos, donde los ojos se ponen vidriosos y perdidos, para permitirnos ver nuestros pensamientos. Noto que estoy llorando, pero no consigo saber el motivo.

Me siento en el suelo, está anocheciendo y es el momento de dormir. Me pego todo lo que puedo a la pared y me ajusto el abrigo hasta el cuello. Veo las luces de explosiones en la distancia, muy lejos. No me llega ni el sonido. Un hombre pasa montado en una bicicleta de cartero suizo. Toca el timbre y se despide de mi con la mano. Yo le guiño el ojo. Quizás nos conocemos de otro momento, quizá de otro lugar en el que todo estaba en su sitio.

Poco a poco voy notando como los ojos se me cierran y las imágenes creadas por el cinematógrafo de la noche van tomando posición. Es una de las pocas cosas que me agrada de este sitio. El saber que se sueñe lo que se sueñe, nunca va a ser peor que la realidad.

Vuelve a soplar el viento del norte, frío, austero e implacable.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Periplo



Los primeros compases del frío los noté en las acciones cotidianas. El agua empezaba a humear, el suelo requería de calcetines y me descubría, al amanecer, encogido entre una sábana demasiado leve, olvidada en los meses anteriores y ahora insuficiente. La cama era demasiado grande, como esos paisajes de Castilla que se ven desde un tren y que resultan inquietantemente vacíos para un espectador urbano, que los divisa, inmóviles, desde su ventanilla.

Caminaba con la compañía de mis botas, como un tambor de batalla, metrónomo de urgencia en llegar a ninguna parte. El cuerpo ondulando, las piernas dando zancadas largas, impulsándome por unas calles con aspecto de evacuación forzosa, de ejército en retirada. Odiaba lo cambiante de la vida y lo amaba de igual forma, lo que me parecía bochornoso era la mansedumbre de peatones, que apenas unos metros más arriba, se agolpaban por los mismos senderos como si desconocieran la libertad de tránsito, la agradable sensación de flotar por el asfalto sin dirigirte a ningún punto.

Estaba la calabaza gigante del bar alargado, en un callejón que salía de una de esas zonas atestadas, respiradero involuntario o extraña ventana hacia la normalidad. La hortaliza naranja era un anciano de edad indescriptible que observaba detrás del escaparate, y que no movía ni uno solo de sus pliegues a mi paso. Lo agradecía, en un mundo lleno de ojos detrás de las cortinas y señoras cuchicheando en una plaza en blanco y negro.

Cuando giraba por la calle más honrada de Madrid, Desengaño, entraba en un mundo extraño y grotesco, de putas conscientes de su trabajo, de ropa escasa y modales toscos. De sexos confusos, enfermedades anunciadas y demasiados meses a la intemperie del desastre. Cuando el negocio escaseaba alargaban su mano para detener al transeúnte, rozarle, llamar su atención de una forma desesperadamente anodina. Eran las putas del spleen, de clientes viejos e inmigrantes sin cartera, de chulos de guerra balcánica, de esperar sentadas en los bolardos con cara de aburridas. No eran atractivas ni parecían querer serlo, habían arrojado el erotismo a la alcantarilla. Parecían querer decir que con ser mujeres les bastaba, y a algunas ni eso.

Al llegar a la plaza me sentía mejor, estaban los niños. Niños de verdad que jugaban con un balón o a lo que fuera, que gritaban como gritan los niños de verdad cuando juegan. Me recordaba a mi barrio antiguo, en el que viví casi siempre, en una ciudad que absurdamente visito cada vez menos, pero que con su tosquedad, sus maneras carentes de afectación, era mil veces más sincera que esta puta zona llena de snobs de barraca y vanguardistas de museo, de agitadores de tertulia y de niñatos pijos que juegan a ser bohemios por una vez en su vida. Debería estar prohibido pisar ciertos adoquines cuando pasas los veranos en un velero.

Me aceleraba al llegar a la cuesta de la Luna y veía las librerías de tebeos, con sus muñecos para adultos en los escaparates. Me gustaba ver una cultura tan alejada de todo, tan recluida en si misma, tan de espaldas al mundo. Eran unos reductos de fantasía desbordante en una zona de realidad asfixiante. Pero aun así me gustaban. Bajaba algo más y me encontraba con la casa de los chinos, un portal de aspecto abandonado con carteles en caracteres indescifrables y donde, fuera la hora que fuese, salían o entraban orientales del portal, o esperaban fumando con la locura de miles de bicicletas haciendo sonar sus timbres. Debería haber esperado con ellos.

La calle se acababa, y al llegar a San Bernardo me acordaba del calor, de los hoteles modernistas y los nervios de una chica que sudaba y se tocaba el pelo, se colocaba el vestido negro y miraba a todo sin verlo. Me acordaba de la luz de principios de verano y de su cuerpo casi desconocido para mí, que movía inconscientemente, dejándome estúpido para el resto del año. Ella nunca lo supo, pero cuando me agarraba la mano algo descolocada por su nuevo entorno, la noté indudablemente nerviosa, y su pretendida arrogancia quedó diluida en ese gesto. Yo dejé que se lo creyera algo más.

Me abroché los botones de la chaqueta, miré al semáforo en rojo, y volví a notar el frío mientras que ella se alejaba calle arriba. No tenía manos que acariciar ni descubrimientos amables que ocultar, no tenía casi nada a lo que agarrame cuando el semáforo se puso en verde. Volví a iniciar la marcha, como un tren que con demasiada potencia hace resbalar sus ruedas de metal en los raíles. Y allí estaba de nuevo, uno tras otro, ese ritmo que marcaba la suela demasiado dura de las botas.

Empecé a sentir, que pese al frío, que pese a la ausencia, tenía algo a lo que agarrame, el sonido de mis pasos.

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La foto que ilustra esta entrada está sacada de aquí

jueves, 7 de octubre de 2010

De derrotas y victorias.



Maletas pesadas como errores al hombro, arrastradas por el suelo con ruedas fallidas, rozando escaleras blancas, dejando dolor, desapareciendo por una cinta negra, por un camino a la indeterminación.

Verdades de última hora, de las de urgencia y sirenas rojas, de las que cuesta decir, de las únicas que son sinceras por necesidad. Ataque a la desesperada, nidos de ametralladoras y alambres de espino.

Un volver sin volver, un olor sin aroma, una piel sin tacto. Pantallas, imágenes, sonido. Interferencias. Pensamientos en fragmentos, píldoras de irrealidad. Al final silencio de habitación desmantelada, eco mental en las paredes, rebote de ondas, campamento indio arrasado por el enemigo.

Fango en los pies, andar de sueño, como sin gravedad ni agarre, como sin fuerza, ni aliento. Monto en la noria y no me bajo en todo el día. Tiro de las cuerdas y no me sale el premio. El premio no existe, el premio es mentira. Apagan las luces de la feria, y yo estoy solo dentro, yo y los envoltorios rodando por el suelo.

Cojo el delorean para ver los buenos ratos, los momentos de orquesta tocando al unísono, de puzzle completo, de engranaje victoriano. El cabrón del violín ha desafinado, ni si quiera puede tocar bien un rato. Pierden armonía y conforme esto ocurre, el patio de butacas se desmantela, cayendo hacía arriba las sillas, como en un videojuego de una sola partida. Sólo que éstas no encajan y forman un montón de madera, de los de hoguera en San Juan, de los de pira funeraria india, de los de niños de parques de periferia.

Me deslizo por la pendiente, velocidad de torrente furioso de agua, de barril en las Cataratas del Niagara, de mujer gorda montada en una paellera cayendo por la nieve. No voy solo, me acompaña el manicomio entero. Por lo menos nos brillan los zapatos, zapatos negros del FBI.

Conmigo están mis héroes, un negro que canta, un judío que escribe, un poeta que gana combates de boxeo, una niña que se ríe. Conmigo están las pequeñas motos del ruido, los zapatos de orfebre, las camisas italianas manchadas de fulgor prohibido. Están mis amigos que montan en globo y submarino. Y estoy yo mismo. Del otro lado está un monstruo de 700 toneladas, que vuela y hace ruido.

Hemos perdido de nuevo. Estoy en el suelo, magullado y dolorido. No hubo posibilidad de victoria, no contra años de educación alemana, de ilusiones heridas, de esperanzas arrastradas. No hubo posibilidad contra el mundo entero, contra el brillo del dinero, contra las teles planas y los mensajes pervertidos. Al final ganaron ellos, los que estuvieron como buitres rondando, los que cantan mentiras a cada minuto, los que transforman todos los productos en un sueño vacío.

- Levanta chaval - me tocan el hombro. Al final no has perdido, no del todo. Basta dejar la duda, la semilla de lo extraño, las imágenes de fotomatón, de chiflados usurpando catedrales, de chicos con corbata, de ojos de psicópata en las allnighters. Al final basta dejar la risa, la del jabón en blanco y negro, la del calor entre las sabanas frías, la de las estrellas con nombres árabes, las de las noches en blanco en los hostales.

Me levanto, recojo mis cosas, cierro la puerta. Me sacudo el polvo, me peino con los dedos, compruebo que llevo lo que necesito en el pantalón. Aún hay pájaros que vuelan a cámara lenta, nubes verdes y señores que andan hacia atrás. Pero noto, no sé muy bien en que, que todo vuelve poco a poco a su sitio. Dejo la llave en un lugar secreto, lo suficiente para que no la encuentre nadie, nadie que yo no quiera, nadie que no sepa.