domingo, 18 de julio de 2010

Andar sobre raíles


Madrid era una ciudad que aun le resultaba desconocida. Tenía un par de puntos de referencia para poder llegar a los sitios que le interesaban, y más que andar, perderse por sus calles, circulaba por ellas como un tren por unos raíles, sin salirse de ellos, procurando no perder la ruta que le llevaba de su escuela a casa y de casa a su escuela.

Su llegada coincidió con el final del verano, cuando el calor es todavía notable y sincero, explicando a los recién llegados de latitudes más al norte que esta ciudad no perdona las medianías, y que obvia por completo los equinoccios, las chaquetas de entretiempo y las decisiones que se toman sin demasiada convicción.

Le llamaron la atención varías cosas, pero sobre todo se sintió amenazada por la locura abstracta que flotaba en la atmósfera. Era como si en cualquier momento alguien se le fuera a abalanzar con cuchillo en mano y le fuera a transformar en un reportaje de la sección de sucesos, de los de cinta policial y manta térmica cubriendo un bulto inmóvil en el suelo. Más tarde le expliqué que había menos peligro del que parecía, y que este sobre todo venía de dentro, de las miradas perdidas a través de la ventana cuando ya hace mucho frío, y de las luces naranjas de las farolas recién encendidas cuando se reflejan en el asfalto mojado. Pero eso fue luego, eso fue después de encontrarnos de la forma en la que nos teníamos que encontrar.

Madrid era una ciudad de gente que come sola, pensó. De gente que sobre las dos y pico o las siete va con prisa individual a algún lado, como balas de cañón lanzadas sin un objetivo preciso, como en una guerra sin frentes definidos en los que los enemigos son todos los que se mueven. La impresión fue de restaurantes de menú del día con señores de mediana edad que rebuscan en el plato, o mirando a la tele sin molestarse en fingir interés por la actualidad condensada en pildoritas inconexas.

Sabía que su vida había cambiado pero no se quería dar cuenta de ello. Fue después cuando tuvo que admitirlo, cuando vio que no es posible vivir en una ciudad como esta sin asideros, que no es conveniente montarse en montañas rusas sin barra de sujeción si no se quiere salir despedido muy lejos. El problema no era la costumbre, haber estado mucho tiempo dejándose llevar en lugares más amables, menos complejos y angulosos, el verdadero problema era no querer darse cuenta de que las cosas habían cambiado, y cuando las cosas cambian, y esto es una ley universal tan verdadera como la gravedad, no hay forma de que vuelvan a ser igual nunca. Lo otro es teatro, y del malo, del de declamación forzada, libreto exagerado y tramoyistas a la vista de todos.

Su calle, en la que vivía cuando llegó, era de las del centro, de las aptas para barricadas, de las de cubos de basura desparramados, de las de olor indeseable. De ella, a pesar de todo, le gustaban un restaurante japonés barato, una librería de excentricidades postmodernas y una tienda de lencería donde John Waters se hubiera sentido como en casa. No le gustaba que el sol sólo apareciera a las doce de la mañana.

Un Sábado fue a visitar el Viaducto, esta vez salió con las gafas puestas, que normalmente no solía llevar a pesar de que realmente sin ellas veía borroso a un par de metros. No le interesaban las vistas, ni el palacio cercano, ni los bares de la zona. El puente, que salvaba uno de los mayores desniveles de la ciudad, había servido durante décadas como lugar de suicidio preferido para los precipitados. Lo siniestro no era que la gente sinceramente harta de todo quisiera dar un primer y último vuelo, si no que el Ayuntamiento había colocado unas mamparas de metacrilato para impedirlo. Además de joder el puente, pensó, usurpan a la gente la comodidad de la autoaniquilación, y eso, exigir un esfuerzo en un momento tan íntimo, era como poco de mala educación.

A la vuelta, a pesar de que creyó saber el itinerario de memoria, acabó perdida. No le importó demasiado, sabía que encontraría el camino tarde o temprano, es más, le gusto no saber muy bien donde estaba. Pasó por una plaza donde había dibujado un mural en la fachada de un edificio, por otra donde vendían flores y colgaba un cartel de la CNT. Acabó cerca de unos cines y decidió meterse dentro, comprando una entrada al azar, para descansar un poco de todo.

Y fue cuando la vi, por primera vez. Entró a la sala y dejó un bolso que se caía a cachos en el asiento de al lado. Yo estaba un par de filas más atrás en reposo, ya que había decidido un tiempo atrás que cuando necesitara curarme en vez de ir al médico iría al cine, a las sesiones raras donde hay poca gente, y la sala acaba siendo casi tuya.

De ella me gustó el aspecto que le daban sus gafas, excesivamente grandes para su cara. Parecía una niña que le ha quitado algo a su padre y se lo pone para imitarle inútilmente resultando encantadora sin saberlo. Me gustó que llevara una camiseta de MC5 (quien no demuestra gusto musical no merece la pena ser conocido) y un pelo castaño, largo, rizado que prometía salvajismo incontenible. Me gustaron otras cosas, pero nunca se me ha dado bien escribir sobre el cuerpo femenino sin resultar demasiado procaz o demasiado escueto.

Al comenzar la película, un documental sobre un californiano que más que tocar la trompeta la besaba, ví que se encendió un cigarro. A pesar de mis inclinaciones ácratas siempre he tenido un respeto victoriano por las normas más imbéciles (soy de los que se sienten incómodos colándose en el metro) y normalmente me hubiera molestado. Pero en ella me resultó aceptable, como quien roba un diamante con el museo lleno y a la vista de todos. Además su humo se confundía con el de la pantalla.

Me pasé la película entera buscando el ángulo apropiado para verla, sus cambios de piernas, sus gestos ante la evolución de la historia, su mano siguiendo el ritmo de la música, pero no la dije nada ni cuando acabó. En vez de eso, (nunca he encontrado las palabras apropiadas cuando las necesito) la lancé un mirada de las que no se pueden evitar, de las de hostilidades declaradas, de las de indecencia sin camuflaje. Ella la atrapó y salió de la sala sin poder evitar sonreír, sin demasiada prisa, sin incomodidad, sabiendo lo que significaba.

La dejé irse, alguien que me había gustado tanto merecía la oportunidad de perderse entre el tráfico del fin de semana por la tarde, merecía la confianza de un segundo encuentro fortuito entre cuatro millones de personas, un segundo encuentro en el que no se me escaparía.

Me hubiera parecido casi vulgar no haberme abandonado al azar, no haber dejado a las bolas golpearse unas a otras y chascar haciendo combinaciones irrepetibles en cada partida. Dejemos la planificación para otros, pensé, total, nunca he sabido actuar siguiendo el guión.

Ella volvió a su casa, encontró el camino, y pensó que quizá, después de la mirada de aquel tío en el cine era hora de perderse un poco más y salirse de sus raíles, de dar carpetazo a su anterior vida, de darle una oportunidad a Madrid.