lunes, 23 de agosto de 2010

La actitud

Se trataba de eso, de ser diferentes, de tener una cultura propia. De no tener que agachar la cabeza por venir de donde venimos, por ser quien somos, por encajar tan poco con el hueco que nos habían reservado.

En los barrios de Londres o Nueva York, que son para el mundo de la contracultura lo que el aire a la vida, existía algo entre los estrechos márgenes que dejaba la sociedad oficial, la abrumadora normalidad, que se acababa filtrando entre los ladrillos. Era la actitud.

La actitud reflejada en su pelo, en el gesto incisivo a la cámara de fascinación burguesa por el raro, el lúmpen, el extramuros, el working class encarado y orgulloso. La actitud en sus zapatos, en el abrigo, en la pulcritud inversa a la suciedad de las calles por donde andaban.

Y no sé que hicimos con ella, donde la perdimos, donde la dejamos abandonada.

Hay una gran diferencia entre lo actual y lo moderno, entre el original y el pastiche, entre los principios y la tendencia. Entre creernos lo que queremos ser y fingirlo, entre ser apasionados o unos cínicos.

Ustedes eligen si merece la pena intentarlo.

La foto es "Teenage Couple on Hudson Street" y está tomada en el 62 por la mítica Diane Arbus

miércoles, 18 de agosto de 2010

Días asaigonados

Días de latitudes perdidas y brújulas estropeadas, de campos magnéticos totalitarios y caminos de indicaciones fallidas, círculos alrededor de un mismo punto, abrir una salida y entrar al mismo sitio del que has huido.

Salgo a la calle, son las doce, la luz es hostil, casi tanto como mi propia cabeza. El aire es extraño, como dulce, exageradamente, y los colores, alterados, tienden al violeta. La gente, ocupada en algo habitual, me resulta grotesca, y sus ocupaciones, comprar el periódico, pasear al perro, deleznables.

Días perdidos excepto para el cansancio, para la extenuación mental, el regodeo en las mismas ideas fangosas y los mismos problemas acuciantes. Ni el hacer nada consuela, ni el quedarte quieto, estático, como un bicho esperando el golpe que quiebre el caparazón, sirve para algo.

Ando buscando la trayectoria más corta hacia mi casa, pero sé que allí no voy a encontrar descanso. Aun así es el mejor plan que se me ocurre, el más cabal dentro de la sopa de imbecilidades que me he bebido. Cruzo una calle sin mirar y casi me arrolla un coche. En esos momentos la perspectiva del desmayo por el golpe me resulta razonable.

Acabé arremolinado alrededor del polvo, con otros muchos, zumbando estrepitosamente en un ruido de conversaciones inútiles y contemplativas, autoindulgentes, vacuas y asquerosas. Al menos me gustaría afrontar el hecho con naturalidad, y darme el gran atracón de una vez por todas, sin esperar sonrisas, disculpas y miradas de indulgencia.

Llego a mi calle y me veo atrapado en una procesión de Hare Krishnas. Es una demostración pública de su fuerza, tocan panderetas y hacen sonar unos cascabelillos. Uno de ellos, horrible, con una sonrisa mongoloide y dientes de conejo me intenta dar un folleto. Pienso seriamente en atrapar su cuello con mis manos y matarle allí mismo, delante de sus amigos, de los transeúntes que miran complacidos la estupidez orientalista. No lo hago porque cuando estoy dispuesto a ello me doy cuenta que ha pasado un rato, y estoy sólo y en mi casa.

Abro el grifo y un plato mal colocado derrama agua sobre mí. Mi indumentaria, reluciente hace horas, siglos, parece el sudario de un muerto. Me la quito, me quedo desnudo, me voy a la ducha, esperando quedarme en blanco y poder dormir algo. Sé que es imposible, sé que es mentira, pero tengo que intentarlo.

Como me gustan los domingos por la mañana.

martes, 3 de agosto de 2010

Euroyeyé 2010

Algo fallaba en aquel momento, lo noté en la piel, en el aire, como un montañero que ha alcanzado demasiada altura y le empieza a faltar el oxígeno. Acabábamos de llegar a la estación y ya me empezaba a sentir raro, muy fuera de lugar. Sé que tengo poco que ver con las familias que vuelven de vacaciones, y llevan en sus maletas recuerdos de estantería para la abuela, o con los camareros que miran la tele mientras te ponen un café horrendo, pero me encuentro con ellos todos los días, y no me siento tan mal. Subimos al tren y antes de quedarme dormido me empecé a despedir de ese paisaje asturiano tan raro, tan verde, con casitas desperdigadas, chimeneas que echan humo blanco y una luz gris que empapa todo de un estatismo de postal. Sabía porque me sentía con el estómago tan dado la vuelta y sabía porque quería dormirme, lo sabía porque no es la primera vez que siento algo así.
Había pasado unos días haciendo algo que me gusta, llevando la acción a la vida real, convirtiendo el absurdo cotidiano en un devenir de intensidad, en horas aprovechadas minuto a minuto, en una sucesión de instantáneas con flash de colores. Volvía del Euroyeyé, y por eso notaba tanto la mediocridad, el cinismo y las arrugas en la ropa.
Supongo que habrá gente que nos mire extrañados, que no le guste lo que hacemos o como somos. Bien, todo consiste en expectativas y necesidades, en decisiones y en aprovechar la escasas posibilidades de vivir de verdad que tenemos. Puedes no emocionarte sinceramente con la música, no ver el motivo para que ese traje te quede aun más ajustado al cuerpo, o no saber como bailar cerrando los ojos y sintiendo las suelas deslizarse, marcar los tiempos y los latidos. Puedes, sí, en ese caso vete de vacaciones a Marina D´or a ver el tiempo pasar, año tras año, como un ruin contable de minutos.
Me gusta esto porque me deja recuerdos a los que agarrarme hasta que las cosas cambien, y me deja incluso cierta sensación de orgullo inexplicable, adolescente, de haber estado en una batalla y haberla ganado, aun sabiendo que tenemos la guerra perdida de antemano. Me deja imágenes que no cambio por nada.
Veo a mi chica con unos ojos ribeteados en negro, tan intensos, que puede mover objetos a voluntad, tan solo con mirarlos. Miro hacía arriba y veo pasar a unos amigos, van en zeppelín, con casco de cuero, gafas de aviador y el foulard asomando por la ventanilla, me saludan mientras ríen como niños el primer día de las vacaciones. Estoy en una plaza con una estatua de un rey antiguo. Le hemos quitado la espada y la hemos sustituido convenientemente por una botella de sidra. Preferimos el vicio a la guerra. De repente oigo un zumbido y aparecen cientos de motos, son un enjambre de colores y personalidad, de cromados relucientes y ruedas negras como los vinilos que suenan en la sala donde estoy. Hay luces que me dan los ojos y me hacen ver a ratos al Conde de Lautreamont bailando en la pista, escribiendo maldades con sus manos en el aire denso. Me siento en la terraza y participo en un rito de iniciación de una cultura desaparecida, cada cual utiliza sus herramientas como puede, algunos hablan y teorizan como ametralladoras, otros persiguen a un conejo blanco que anda preguntando a que hora pincha aquel bibliotecario inglés. El sol ha salido y se ha puesto varias veces en un rato, y las camisas, cuando pierden su vitalidad y empiezan a plegarse son sustituidas por otras mejores, con botones abrochados del primero al último, del primer al último segundo.
Me despierto, el tren ha llegado a Madrid y nos bajamos de él como los astronautas que vuelven de un mundo raro y desconocido para la mayoría. Nadie nos recibe, no hay fanfarrias ni serpentinas, no hay discursos de agradecimiento, lo primero que veo en la calle es un perro ladrándome. Mientras que bajo en taxi la Castellana y noto la ausencia de palabras en mi cabeza miro por la ventanilla y me prometo no olvidar las cosas que me hacen verdaderamente feliz. El Euroyeyé es una de ellas, y vosotros, la mayoría de los que leeréis esto, deberíais hacer lo mismo. Nos vemos el año que viene.