jueves, 16 de septiembre de 2010

Zapping

La televisión palpitaba imágenes extrañas, inquietantes por lo alejadas que estaban de mi, y mientras las veía me entró un miedo terrible a estar sin ti.
Cambiaba rápido, apretando el mando, confundiendo al aparato, escapando, intentando encontrar un reposo perdido en un ámbito tan hostil.
Un collage de barbaridades inconexas, de caras sin sentimiento, de imágenes vacías camino del cementerio de la razón.
Lo que me aterraba era romper el papel de la pared y que detrás hubiera algo, rumiando la maldad acumulada durante años, emparedados de sección de sucesos en periódico amarillento.
La incapacidad del esquizoide para sentir, para conectar, dicen, la capacidad del humano medio para estar más cerca del chimpancé que del privilegiado genio.
No puedo dormir y me revuelvo en la cama como una larva tirada en la arena de la playa, las ojeras tan pronunciadas que casi puedo ver el pasado.
Ni en la lencería más bonita encuentro el consuelo, sólo quedan horquillas al final de todo, y yo, en la cama de mi amigo, soñando despierto por el efecto de la anfetamina.
Comiendo techo hasta el final, con el blanco en mis sienes, el que anula mis pensamientos, y la culpa en un saco, a mi espalda, como en ese disco de los Dexy´s.
Paro, respiro, veo tu arte final.
Leo a Óscar: No sé si merece la pena vivir así.

martes, 14 de septiembre de 2010

Desde la ventana

La calle estaba abarrotada como de costumbre. Desde mi ventana era capaz de ver a la gente sin que me vieran, sin que imaginaran por un segundo que alguien se fijaba en ellos, con la curiosidad que un entomólogo pone en el descubrimiento de cada nuevo ejemplar. Mi apartamento, pequeño, en el centro, no estaba demasiado alto, con lo que aquellos habitantes tan acostumbrados a la normalidad no perdían sus detalles, su específica absurdez que les hacía elevarse hasta mis ojos, mientras que paseaban y representaban tener algún objetivo.

Me puse un café de los que rezumaban nerviosismo antes de una cita, de esas importantes para las que te preparas y no dejas ningún detalle al azar, de esas de las que carecía. Pensé en animarme un poco con una recopilación de jazz de la Kent, de las de músicos golfeando en las calles del Soho londinense a mediados de los sesenta. Dejé el libro que había estado leyendo cerca, por si la función de hoy no resultaba agradable. Allí iba el primero, una mezcla de banquero fracasado de los noventa y presentador de variedades, primer individuo a la lista. Un compendio tan desastroso y ruin no merecía quedarse en el anonimato.

Seguí apuntando en el cuaderno, rasgueando con el lápiz, en una letra sólo legible por mí, una pequeña descripción de cada uno. No me interesaban todos. La chica de veintipico aspirante a azafata de congresos, de pantaloncitos blancos y camiseta dos tallas más pequeña se quedaba en el camino, en el suyo, allá donde quisiera ir. Por contra, un señor con aspecto de funcionario de hacienda, con una calvicie disimulada torpemente y que miraba el reloj nervioso en la plaza, me llamó la atención. Alguien que parecía surgido de una máquina de hacer gente y que tenía tal necesidad de controlar su tiempo era aterradoramente real, era como un actor de película española de sábado por la tarde, de comedia costumbrista irrumpiendo en un mundo de falsa sofisticación para el que no estaba preparado.

Aquella tarde cayeron en la libreta algunos tipos más. Una señora de Albacete (seguro que era de allí) a la que se le cayó el pan al suelo y tras dudar en recogerlo dejó la barra reclamando su ayuda mientras que huía de su pequeña tragedia personal sin mirar atrás. Un tío que tocaba la trompeta y cantaba sin escrúpulos, mientras que hacía movimientos pélvicos a toda muchachita que se le acercara, moviendo unos pies pequeñísimos que tenía enfundados en unos zapatos de charol negros. Alguien así seguro que se gastaba en putas todo el dinero que lograba ganar. También me llamó la atención un hombre muy delgado vestido con un traje negro, estilo enterrador del lejano oeste, que miraba un plano como buscando la ayuda de alguien. Llevaba una maleta enorme y antigua que sólo podía contener alguna frustración inconfesable.

Sonó el teléfono cuando estaba a punto de atrapar a un anciano calcado al Kaiser Guillermo.
Lo cogí sin mirar quién era mientras que contestaba sin perder detalle del mundo exterior. Era una promoción telefónica en la que para intentar venderme una tarjeta de crédito me preguntaban si era feliz, si viajaba al extranjero o si compraba productos frescos por internet. Empecé a intentar razonar con la chica del otro lado de la línea acerca de la economía mundial y los peligros de las sectas orientales; me encantaba regalar a los aburridos operadores unos minutos de conversación surrealista, cuando se me coló por los ojos algo que no estaba previsto.

Apenas tuve tiempo de verla, pasó rápido mientras que comentaba a mi estupefacta oyente el ascenso del oro en los mercados. Me impresionó que andara como si cada paso significara algo, como si el resto del mundo fuera en blanco y negro a su lado. Creo que acabo de tener una epifanía, dije mientras que apretaba la tecla de colgar y ponía una mano en el cristal.

Tenía el pelo huracanado, un bolso rojo y negro que movía como un péndulo que marcaba mis necesidades y que llevaba dentro lo que un arqueólogo buscaría jugándose la vida. Vi sus piernas de cantante de vestido largo en el París ocupado y su boca volcánica de labios rojos de los que sólo podían surgir besos y palabras de los que te marcan al fuego sin vuelta atrás. Fue sólo un momento, creo que menos de treinta segundos, pero fueron suficientes para saber lo mismo que si hubiera estado observándola durante meses.

Fui al armario con tranquilidad y empecé a elegir la ropa que me iba a poner mientras que el agua de la ducha caía huérfana a la bañera, esperando a calentarse y humear. La ciudad era enorme, y aunque sabía que a cada respiración que pasaba mis posibilidades de encontrarme con ella se reducían también sabía que no quería que fuera de cualquier forma, que igual que el sacerdote exige de un hábito y la misa de una liturgia, yo necesitaba tener un aspecto digno para enfrentarme a esa breve imagen de la que había sido testigo.

Mientras que el agua caía me tapé los oídos con las manos y dejé que el ruido de las gotas sobre mí me condujera por donde había venido en estos últimos años. Mi accidente personal sin vuelta atrás, de esas catástrofes que ocurren durante años, en las que te ves envuelto sin saber cómo, hasta que un día tu vida se ve marcada por las cadenas de la costumbre, por el pozo de la cotidianeidad y los grilletes de una hipoteca a interés variable. Empecé a secarme el pelo y me vi montado en la scooter italiana de un amigo, pasando por túneles mientras que dejaba que el aire golpeara mi cara, el aire de una noche de Madrid de apenas hace un año en la que decidí que si las cosas no cambiaban no tenía demasiado sentido denominarme persona.

Cerré la puerta y salí por el pasillo, largo, con paredes de color salmón (siempre dudé si mi casa había sido diseñada por un arquitecto de frenopáticos) y llegué al ascensor. Me crucé con una vecina que no dejó de mirarme los zapatos de hebilla plateada durante el trayecto. Casi estuve a punto de confesarle que eran mi fetiche, mi instrumento de hipnosis, pero que preferían funcionar con público algo más joven. Es posible que mi aspecto, más cercano al de Michael Caine en Alfie que al que se espera de un tío de treinta y pocos en esta época de confusión la hubieran recordado tiempos mejores en su vida, en su vida de ascensores con bolsas vacías de mercados atestados.

Empecé a andar, tenía el tono correcto, ese que marcan las grandes ocasiones, de los pasos que te permiten andar a la deriva sin ningún destino ni itinerario, sin ninguna meta, escribiendo con los pies líneas de las que André Bretón se sentiría orgulloso. Me crucé con el vagabundo de la esquina que anunciaba el desastre en el que estábamos metidos, con su cartón mal escrito y en el que me pareció leer una acusación contra todos. Esquivé a un grupo de adolescentes que andaban jodiendo con sus monopatines, saltaban unas escaleras haciendo un ruido de látigo romano sobre espalda de esclavos remeros. Me encontré con un conocido de los que preferimos evitar, intercambié con él unas palabras inútiles mientras que miraba sobre su hombro buscándola, encaramado a un mástil catalejo en mano, sin resultados ni tierra en la que desembarcar.

Dejé las calles y me metí en una tienda de discos que era un reducto de pasión impresa en vinilos negros. Saludé al dueño, un ex-yippie con cara de pena que se había dejado las ganas de saludar en el San Francisco de autobuses escolares pintados con colores fosforescentes. Recorrí con mis dedos las carátulas intentado recordar el nombre de nada en particular, fijándome en los detalles de mis héroes, de esos tíos que creyeron que se podía hacer algo digno con una guitarra en las manos. Cogí un LP amarillo, la portada era la foto del deseo. Un brasileño, Sergio Mendes miraba fijamente al posible oyente desde detrás de la cara de una mujer que se dirigía al cielo en pleno éxtasis, de esos que nos anticipan la explosión. Alguien me tocó el hombro, unos pequeños dedos de chica eléctrica.

Me giré, era ella, evidentemente que lo era. No esperaba otra cosa. La miré mientras que se detenía el tiempo, y las motitas de polvo que volaban en el aire de la tienda, efectos especiales de la naturaleza, se fijaron como piezas de mosaico que tuve que apartar con la mano. Dejé que me hablara para oír su voz y para esperar que la imagen breve de mi ventana empezara a dejar de ser spot para convertirse en largometraje.

Estuvimos hablando unos minutos sobre alguna intrascendencia musical, nuestras voces eran un ruido de fondo del que se produce cuando se necesita llenar un vacío, cuando las palabras comunican más por su tono, por la forma en la que los labios se mueven, reclamando ir más allá, que por lo que significan en sí mismas. La miraba como un astronauta miraría la Tierra desde su nave espacial, la miraba como un investigador pegado al microscopio, viendo sus extensiones y sus más pequeños detalles. Un par de lunares gemelos en el fin del cuello, un giro del pelo en el comienzo de su ceja, una boca de actriz italiana, de las que sólo son comprensibles en películas de culto donde las imágenes en movimiento acaban tomando la textura de la realidad.

Salimos de la tienda. La calle, pequeña, apenas transitada tenía aire de decorado más que de calle de verdad. La cogí la mano sabiendo, por esas imperceptibles sensaciones que desciframos sin saber cómo, que no iba a obtener un rechazo. La miré y le dije que me parecía lo más bonito que había visto en años. Ella, ligeramente asombrada, agachó la mirada mientras que reía de la forma en que se ríen los niños cuando son descubiertos haciendo algo que está mal. Me acerqué a su oído y le dije algo que sólo se me ocurrió por la intensidad volcánica de las grandes situaciones, le dije una frase por la que un guionista mataría para poder acabar su película con el público sinceramente emocionado.

Dejé que ella se fuera primero, que doblara la esquina y se diera la vuelta para sonreírme y decirme adiós con la mano.
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(Dedicado a la chica que se va más allá del Atlántico, al otro lado del continente de Borroughs, Allen y Los Soprano, a la ciudad de los autobuses escolares pintados de alucinantes colores.)