martes, 27 de abril de 2010

Searching for the young mod rebels

"Sólo recuerdo como a partir de un determinado año empezaron a oírse las primeras voces reclamando reglas; los primeros gritos que trataban de establecer vallas, poner cercados, limitar mentes que volaban alto. Aquellos que nunca habían visto el brillo trataron de amordazarlo...
...Con el tiempo empezó a surgir una reacción, muy parecida a las reacciones políticas que suceden a las grandes revoluciones. Pedían todas las cosas que eran anatema al brillo: limitación, imitación, tradición, repetición. Finalmente, lo mod quedó adscrito a una mera repetición de detalles pasados."

Kiko Amat. Los Años del Frescor. LEM #2


Y de repente saltaron escandalizados, guardianes autoeregidos de un culto que me pertenecía tanto como a ellos. Criticaron ferozmente algunos tópicos, sacaron colmillo ante dos imprecisiones, obviaron las palabras que les sonaban raro o directamente sentenciaron con la maza de la tradición museística. Lo que más gracia me hizo fue la amenaza de la masividad. Si por un artículo de tres páginas en un suplemento consiguiéramos que la gente joven cambiara a Lady Gaga por Etta James, estaríamos a las puertas de la toma del palacio de invierno de la normalidad.

Tienen todo el derecho a pensar como quieran, a ser reduccionistas, encapsular las pasiones, a legislar, incluso sin haber sido elegidos. Tienen todo el derecho a hablar de la música como si se tratara de un compendio farmacéutico, trazando tantas líneas entre estilos que el otro día me pareció ver a Georgie Fame esposado en espera de sentencia. Tienen todo el derecho a confundir la subversión cultural modernista con un elitismo más propio de La Regenta que del Flamingo Club. Tienen todo el derecho, lo cual no significa que les vayamos a hacer caso, lo cual no significa que representen algo, más allá de representarse a ellos mismos.

Porque esto no empezó en sillones aterciopelados donde uno se sentaba a observar más que a participar, a criticar con barroquismo de tebeo la inexperiencia. Esto es la historia de un incendio, y es caliente, con garra, como Many Corchado sudando y golfeando entre las nínfulas latinas del Harlem. A ver si nos enteramos que los mods no venimos del jodido palacio de Buckingham, que la realeza de todas clases nos apesta. Venimos de las calles del Soho, de La Ciudad de Ébano, donde nos encontrábamos al margen de los estrechos, los anglos squares , incapaces de ver el fulgor de lo que se estaba cociendo en aquella olla de gente rara.

Es que esto al final es una cuestión de filosofía, si me apuráis. Las recreaciones están bien, de hecho el otro día estuve en un museo y me encantaron sus dioramas, figuras decorativas estáticas que intentan crear una escena de un momento y un lugar pasado. Lo que me temo es el completo fracaso de intentar trasladar un diorama al mundo real. No sé vosotros, yo no quiero ser parte de un museo, no quiero ser parte de algo estático, de algo que coge polvo sobre los hombros como no se le pase una balletita de vez en cuando. No quiero porque esto es algo vivo, y tan dinámico que todos los fines de semana mucha gente sale a vivir la idea mod, la de vivir limpio bajo circunstancias difíciles, la de aprender y avanzar, la del gang irreductible, la de sentirte un absolute beginner cada sábado, como gente del Rockola que se mezcla con chavales de diecisiete.

Y serían más me temo, si lo mod no desprendiera a veces ese hedor a cerrado, ese tufo insoportable a tergal, a ropero viejo, a uniforme de guardia civil de posguerra. Y serían más porque conozco a los expatriados, a los que llevan camisetas de rayas, pelo largo, fulares o pitillos con Rekords. Y porque conozco a los que nunca fueron por miedo a ser señalados, por miedo a percibir la hostilidad de los próceres, de los jueces, del consejo de la tribu. Y mira que pena, porque todos ellos tienen un gusto musical acojonante, colecciones de vinilos asombrosas e incluso cierto gusto al vestir. Pero no, no me llames mod, parecen decir.

A mi a pesar de todo, esto me sigue gustando, a pesar de que los chicos a veces no están bien, a pesar de que somos pocos y mal avenidos, a mi me sigue gustando. Y espero estar aquí mucho tiempo, andando, como Al Apollo, o corriendo, como Colin Smith. Voy a seguir levantando el puño cada vez que oiga aquello de quizá mañana (por muy básico y callejero que os resulte), o recordando mi emoción teenager cuando sonaba aquel bajo en the riverboat song. Pienso seguir bailando hasta que me ardan los pies ese northern que detestáis, y siendo un seven day fool en los sótanos de malasaña en los que nos recluimos en espera de tomar las calles. Y lo voy a hacer porque me gusta y porque quiero, y porque soy MOD. No se os ocurra decirme lo contrario.



jueves, 22 de abril de 2010

Tirando piedras

Luces indirectas lacerantes, diseño visual de 2001 para vender filetes envasados. Me paseo con el carrito por los pasillos y en vez de comida veo una pugna de colores y abstracciones visuales combatiendo por colarse en mi lista de la compra. Recuerdo ir a comprar con mi abuela al mercado de San Fernando, en Lavapiés, donde la comida se veía, y no estaba oculta en envoltorios tan aberrantes que parecen salidos de alguna alucinación ácida.

Voy por la calle y estoy a punto de ser atropellado por un todoterreno enorme, que brama gastando litros de gasolina como yo gasto inútiles insultos hacia el tipo que lo conduce. El coche, con capacidad para siete personas va vacío y me resulta tan fuera de lugar como una moto acuática en el Sahara. El asfalto de Madrid es como una ridícula alfombra por el que rueda un ingenio preparado para combatir en alguna guerra recóndita. Creo que su conductor se equivocó, fue a comprar seguridad, juventud y status y como no tenían envasados le dieron el puto coche.

La calle sólo sirve para dos cosas, o bien como intermedio por el que te desplazas para llegar de un punto a otro, o como gigantesco escaparate de tiendas calcadas la una de la otra. Las calles son un centro comercial al aire libre, peatonalizadas para facilitar no la vida a los vecinos, si no para dirigir a los consumidores de una forma más eficiente. Viendo la oferta deduzco que el capitalismo avanzado ofrece unos bienes de consumo tan ridículamente parecidos que no creo que haya demasiada diferencia con los almacenes estatales de la antigua URSS. Bueno sí, allí la ropa era más barata.

Intento tomarme una cerveza con mi chica en alguna terraza de algún bar de verdad. La llevo a lugares que son como secretos de sociedad hermética, comunicados al oído por otros supervivientes del vendaval de estupidez. Si no los conoces estás perdido. Acabarás en algún bar temático para modernos, con precios vergonzosamente caros y tapas asombrosamente ausentes. Eso sí, podrás sentirte dentro del tópico conveniente: país exótico, París para ñoños, el Korova sin Álex y lleno de pijos.

Tópicos convenientes, imágenes que conducen al cementerio de la razón, un espectáculo constante donde la realidad no importa y donde el espectador nunca puede ser actor.

Una calle grande cumple cien años. Las putas de repente son imágenes románticas bajo farolas, sólo se les ven los pies y cuando salen en la telepantalla suena música de acordeón francés (otro tópico más hoy y vomito). Las calles de atrás de la calle grande que cumple años parecen sacadas de un Blade Runner rodado por Eloy de la Iglesia. Dicen que ahora están mejor ya que han sido rescatadas por unos diseñadores de moda cara para gente sin gusto. Creo que Bagdag anda ahora mejor también.

Un violinista de Europa del Este toca esperando unas monedas. El hombre lo hace francamente bien, tanto que no me queda más remedio que pararme y verle mover los dedos por el violín como si fuera un escultor de sonidos de otro tiempo. Pasan unos imbéciles haciendo ruido solo por joder. Su relación con la música se reduce al teléfono móvil, donde pagan por descargarse hamburguesas sonoras casi putrefactas. Creo que las empresas deberían echarse al monte y ofrecer descargas de todo tipo de good stuff (creo que ahora en trendy-lengua se dice así). Si me ofrecen tranquilidad de espíritu, o felicidad completa por sólo un euro el mensaje, yo pico seguro, que quieren que les diga.

Me encuentro una foto de unos chavales tirando piedras. Obviamente sabemos donde está tomada y en que época a la gendarmerie le salían chichones como al mundo le salían conatos de incendio. Creo que está gente se apoyó en el horizonte e hizo un agujero. Se dieron cuenta que era sólo un papel pintado, un decorado de película de bajo presupuesto. Lo que vieron detrás no les gustó nada y decidieron que era hora de cambiarlo. No salió del todo bien, realmente salió bastante mal. Ahora el decorado está bastante conseguido y es a prueba de agujeros, creo que está hecho con tecnología LED. Incluso llevando unas gafas polarizadas por no aparecer no aparecen putas ni otro tipo de gente molesta. Se convierten en mobiliario urbano.

viernes, 16 de abril de 2010

Viernes por la mañana

Me levanto desacostumbradamente pronto, y tras voltear otras costumbres como la de afeitarme siempre antes de la ducha, intento vestirme lo mejor que puedo. Una de mis camisas preferidas, entallada, pata de gallo, con tantos botones como ese día necesito. Pantalones negros, estrechos como tuberías, y unos zapatos marrones, italianos, dibujados por un preciso artista. La ropa no es una tarjeta de presentación, no hoy, es la única forma que se me ocurre para poder dar dos pasos sin caerme.

Estoy seriamente tocado, y lo noto, estoy renqueante como el motor de un coche viejo al que se le ha pedido demasiado, y en las mañanas frías (porque en Abril todavía puede hacer mucho frío), me cuesta arrancar horrores. Mientras que intento darme una fingida prisa, hoy he decidido llegar diez minutos tarde, me bebo un vaso de leche que me recuerda a los nervios infantiles antes del colegio. Creo que nunca superé el primer día, la percibida traición materna, el ser consciente una noche de que me quedaban décadas de hacer algo que no quería.

Me despido de ella, semidormida, calmada y con ese pelo que tiene la facultad de quedarle bien siempre. Se despierta sobresaltada, me mira con ojos de ciervo asustado y me dice que voy tarde.

-Ya lo sé - me acerco andando despacio - pero hoy me lo voy a permitir. Si no puedo tomarme dos minutos de mi vida para besarte no creo que merezca la pena nada en este mundo.

Bajo en el ascensor, vamos cuatro: yo, el miedo, el error y la culpa. Les doy los buenos días mientras que saco un lucky del bolsillo del abrigo como lo haría un presidiario. Me pongo los cascos y me cruzo con un vecino. Soy yo mismo años después, no sé si me gusta lo que veo.

Por los designios de la tecnología, esa posmoderna constructora de destinos, suena una canción que hace siglos que no oigo. Me doy cuenta de que aunque con dieciséis años creí entenderla no supe de que hablaba realmente. Trata del mundo moderno, de la falta de brillo en todo lo que nos rodea. Es tan británicamente sonora como el cielo gris del centro de Madrid. En ella aparecen una pareja, demasiado tiempo juntos, demasiada templanza, demasiados besos con labios secos. Y la frase resuena en mi cabeza: And the mind gets dirty, as you get closer to thirty.

Cuantas veces me he preguntado si he cambiado a peor, si ahora soy más egoísta, turbio, peor persona en todos los aspectos. He leído unos cientos de libros y visto otras tantas películas, he viajado a algunos países y he tenido algunas amantes. He conseguido dos o tres cosas y destruido otras cuantas, (y parezco seguir empeñado en llevar la dinamita conmigo). Sigo cargando mi saco de culpa a la espalda, más lleno y pesado. Siempre he creído que un hombre debe soportar sus errores toda la vida y aprender a vivir con ellos.

Busco el sol entre las calles estrechas y empinadas, ando rápido, me fijo en todo y en nada. Una ciudad, un barrio, no es más que una construcción mental de una sola persona, basta que el pensamiento se diluya para que todas las calles desaparezcan. Ojalá fuera así con esos engranajes rotos que hacen que el reloj no marque casi nunca bien la hora.

Llego al trabajo, enciendo todo como de costumbre, me tomo un simulacro de café que me anticipa el futuro de esta ciudad, entran algunos clientes.

Delante mía dos mujeres sudamericanas, nemésis de la mayoría de inmigrantes que conozco, pertenecen a una élite endogámica. Pretenden tener un aspecto respetable pero parecen un catálogo de joyería, de acento recargado y mareante, de burguesía imbécil y dañina. De esa gente que está acostumbrada a conseguir lo que quieren siempre, pase lo que pase, de esa gente que odio especialmente. Me hacen una pregunta, antes de que pueda responder me hacen otra. Paro de hablar, las miro fijamente:

- No sé si se han dado cuenta - aludo a su estupidez de golpe - pero si estoy contestando a una pregunta - mirando a la más joven - no puedo contestar a otra a la vez - le digo a la mayor. - Además - me tomo un respiro disfrutando de sus caras de estupefacción - les agradecería que dejaran de emplear chico al referirse a mi. Como pueden ver ni esta librería se parece a una mansión colonial ni yo tengo pinta de sirviente abnegado.

Salen rápido y sin hacer demasiados comentarios, no están acostumbradas a una working class respondona y malencarada. Es una victoria nimia, pero la necesito como el aire. Me hace venirme arriba y aguardar la tarde, cuando la volveré a ver, con cierta esperanza de poder ser mínimamente ilusionante.

Recuerdo de la noche anterior, hablando demasiado, construyendo inútiles trincheras con palabras de madrugada de nervios y desastres:


- ¿No te has dado cuenta de lo que te quiero?

- Pues deja de decírmelo tanto y ven aquí

And the mind gets dirty, as you get closer to thirty. Pues no, a lo mejor no está todo perdido, ya pasó el fin de siglo.

martes, 13 de abril de 2010

De medianías, huidas y reencuentros.


"Haz de tu vida una obra de arte, a ser posible de vanguardia".

"Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas son las únicas reglas que podremos reconocer”.

Cuantas veces me vi huyendo de la medianía, cuantas veces me vi escalando vallas costumbristas, cercados de tradición, muros de costumbre. La aceptación de lo cotidiano siempre me ha horrorizado.

Recuerdo ser pequeño e intentar escapar del colegio a toda costa. Para mí la metáfora más cercana cuando entre en aquel edificio prefabricado de ciudad de periferia madrileña, con demasiados niños y muy poco presupuesto, eran las películas de cárceles. Emulé la Fuga de Colditz un par de veces, una intentando cavar un túnel, otra construyendo una escala con aros y cuerdas que nos daban en gimnasia. Por supuesto todo acabó mal y mis orejas sufrieron el castigo pertinente, aunque la rojez no fue nada comparado con no poder hacer lo que quería, que en ese momento era estar con mi madre, la máxima felicidad que alguien conoce cuando es pequeño. Lo peor de todo fue darme cuenta que para mis compañeros, unos pequeños salvajes asilvestrados que me daban miedo, aquel intento de fuga no fue más que un juego, un pasatiempo. ¿Cómo podían aceptar con tanta normalidad que les dijeran lo que había que hacer?.

Años después acabé agachando la cabeza, agarrado a un pasamanos en vagones llenos de prisioneros, todos con el aspecto gris de quien le han robado la vida. Ponía la música en mis cascos todo lo fuerte que podía, elevaba la cabeza entre la multitud, y mientras que el metro iba por las catacumbas del sistema, intentaba pensar en lugares mejores. Un día, que como casi todos iba tarde a realizar una ocupación ridícula y sin sentido, me miré en un escaparate mientras que subía Reina Victoria a toda hostia. Vi a alguien que me recordaba ligeramente a mi pero que distaba mucho de quien era yo. Y no era tanto por la ropa, el corte de pelo o el maletín oscuro lleno de cuadrantes de horas, era por los ojos, ojos de derrota, de hastío, de dejadez. Ojos de repetir todos los días una desgracia rutinaria que llevaba a ser un middle class man de zapatos redondos y traje grande.

Y empecé a huir, a correr como quien lleva a la muerte pisándole los talones, era un Ichabod Crane al que no le iba a importar derrumbar todo lo que había a su paso con tal de escapar del jinete sin cabeza. Y normalmente cuando comienzas una voladura incontrolada en medio de una ciudad superpoblada, haces daño a alguien que no tiene la culpa de nada. Son las víctimas de nuestra vida, de nuestra desesperación por escalar el cerco de una vida asalarida de centros comerciales e hipotecas a interés variable.

Hoy pensaba en el último libro que he regalado y he tenido una sensación curiosa, la de que había vuelto a aquel vagón de metro del que era pasajero hace algunos años. No valen sustituciones de ninguna clase, no valen componendas posibles con la normalidad enmascarada en los neones nocturnos. Las líneas de cualquier tipo acaban delimitando siempre.

Este libro en el que el azar, pero sobre todo las decisiones que se toman para vivir una vida excluyente de toda etiqueta, fue como el impacto de un rayo en un momento, hace mucho, en el que mi razón se había ido de vacaciones. Porque en esas páginas se habla sobre todo de pasión, de emocionalidad, de creer realmente que podemos salir de los raíles y hacer, o intentar, hacer lo que nos plazca.

La forma de vivir que me gusta radica en irte a Belfast a ver un concierto de dos grupos que nadie recuerda y no a una puta playa. Eso son declaraciones de principios. Quiero estar con gente que no me mire raro cuando le hable de letristas disfrazados de curas asaltando el altar de Notre-Dame, porque los squares son odiosos, pero lo son más aún los impostores. Porque las ideas no surgen de la nada, y me sigue pareciendo una muy grande fabricar máquinas de humo caseras, secuestrar a las jirafas de la cabalgata de reyes o sustituir cuidadosamente algunas páginas de un código penal y reescribirlas a nuestro antojo. Porque incluso aunque lo inverosímil de todo esto nos haga descartarlo, es muy bonito imaginarlo.

Porque la vida puede ser lo que queramos, porque es cuestión de elegir, de situarte, de ser un dandi subterraneo, porque está bien pensar que se puede ser un personaje de novela, porque tenemos que hacer algo si creemos merecerlo.

lunes, 12 de abril de 2010

Deconstrucción



Recuerdo que el murmullo de la calle subía hasta tu piso como una tormenta lejana a bordo de un barco. Como la luz azul del previo amanecer se colaba por entre las hojas de madera, trayendo un frío ligero, el suficiente como para que pudiera taparte con mi camiseta. El sueño entrecortado, una Ben Sherman de cuadros tirada en la silla, un zippo inglés guardado en el cajón, a modo de pequeña aliciente para la memoria.



Recuerdo restaurantes italianos cambiados de nombre, con parejas vecinas de escasa conversación. Me acuerdo de miradas de sorpresa ante emblemáticos hoteles, del diccionario del dandi, de declaraciones en bares que no existen y rabietas de niña delante de estupefactos barrenderos. Música como tarjeta de presentación y entrevistas ajenas tomando un absurdo sorbete.



Recuerdo un bar de jazz con pinchos de jamón, J.F.K. en la tele y una mesilla válida para escribir una nota de suicidio. Recuerdo los sillones de cuero, Rastros de Carmín y mi falta de costumbre ante semejante actriz italiana. Los aperitivos de señora mayor, carpaccio y escaladas a camionetas abandonadas. Instalaciones en museos que querriamos para casa. Recuerdo los secuestros en estaciones de tren, a los vecinos de Southampton y hacer el Peter Seller con un paragüas en la mano.



Recuerdo pequeños gestos heroicos de no respetar nunca el horario de vuelta. Creo que salvamos de la quiebra a más de una compañía.



Recuerdo apariciones estelares en el trabajo, comida en Recoletos, festivales de consumo que sólo vi por ti. Pastas inglesas por encima de nuestras posibilidades, una bolsa de la Motown en perpetuo movimiento. Bajar un domingo a por golosinas, como quien va a asaltar un castillo fantasmal. Recuerdo un día triste en el que no pudiste estar a mi lado, doblarte las camisetas y ayudarte con la ingeniería escandinava. Recuerdo el hielo formándose sobre el cristal de tu ventana. Recuerdo el obligado silencio en momentos de orquesta wagneriana.



Recuerdo helados de chocolate en tardes libres, mantas rojas y sábados de discos raros. Especial inquietud por colocar las latas, dejar los zapatos por cualquier parte, asaltar mis camisetas sin orden alguno. Barry Lindon y Lolita, las semanas de quince días, tus tontos saludos ante el telefonillo, tus mejillas frias en invierno. Recuerdo el espejo de la entrada, el odio (merecido) a mis cortinas, la curiosa relación entre las mañanas y esa especial fisonomía de tu cara.


Recuerdo todos y cada uno de los momentos, de los detalles. Son estos y no los grandes momentos los que construyen la vida de la gente, los que dan sentido a todo.

miércoles, 7 de abril de 2010

El sonido de los pasos


Se me cruzaron en mi vida los autobuses, me atravesaron y me atraparon dentro. Viajes por carreteras de provincias, una road movie de prostíbulos abandonados en arcenes, de bocadillitos de jamón y queso y nervios en el estómago.


Nervios de chaval, de adolescente de treinta, de pasar la mirada por las palabras de un libro y reparar unas hojas después en lo inútil del gesto, en la dispersión de la mente hacia lugares mejores. De esperar el abrazo, morderte en el cuello, besarte como si me fuera la vida en ello.


Un día te encuentras de pronto en el cauce de un río, en un día soleado. La gente pasea despreocupada, y el frío, marca de la casa, se te mete a través del cuello Mao y te explica donde estás, te recuerda tu lugar, ese en el que ves como otros, puta escoria, se van a llevar lo tuyo. Ves el agua bajar fluyendo, haciendo pequeños remolinos, los críos jugando al lado de sus padres, te gustaría ser uno de ellos. Caerte y que alguien te ayude a levantarte.


Las palabras son como dinero en la República de Weimar, son el último asidero desesperado, el último enganche a la cordura. Y cuándo las palabras no valen, para alguien como yo, es como que se te encasquille el rifle en ese momento justo, en ese momento en el que los indios bajan por la ladera sedientos de sangre hacia ti. Sangre justa, quizás.


Cae una bomba, y como en las películas, escucho todo con eco, desorientado, a punto de la nausea en un estómago vacío. Me quedan horas por delante en las que me fijo en los ancianos, que sin nada que hacer vienen a sentarse en la estación. Un inmigrante espera a alguien, nervioso, cruza su mirada con la mía, creo que es el único que se ha dado cuenta de que estoy allí. El es negro, pobre y está a miles de kilómetros de su casa, yo estoy a años luz de donde debería estar.


Las puertas arrastran sus escobillas por el suelo, y producen un ruido de susurro fantasmal. Oigo pasos de mujer y me torturan. Sé que no son los suyos, pero me imagino que se acercan y que me ponen la mano en la espalda, una mano que nunca llega. Y oigo esos pasos una y otra vez, el siseo de la puerta, y pese a que no quiero me giro, para encontrarme con el vacío, con la tarde ya cayendo, con una pareja reencontrandose. Creo que un tiro en la rodilla tiene que ser más agradable. Pasos, pasos y más pasos.


Finjo leer en un intento absurdo por evadirme, por escapar de ese edificio de estructura funcional, tanto como una cárcel o un patíbulo. Y vuelvo a pasar la mirada por las palabras saltándolas, sin que estas revelen ningún significado, resbalando por entre las letras como en un tobogán acuático. Pasos, pasos y más pasos. Me doy cuenta que lo único que encuentro agradable, seguro, pacificador en un área de explosión atómica, el libro que hago que leo, ni si quiera era para mí. Me parece que sostengo entre mis manos un órgano al que han equivocado de trasplante, y que carece ya de valor alguno.


Pasos, los míos, me dirijo al autobús, salgo de allí lo más rápido que puedo. Prometo no volver la vista atrás, pero tan pronto como lo pienso estoy girando la cabeza. Sólo veo a los viejos apagándose en sus asientos.


El único consuelo que me queda, el único, es que yo ya había leído ese libro.

martes, 6 de abril de 2010

La allnighter (un año después)


Llegamos a la estación de autobuses, de nuevo el aeropuerto para pobres, y encontramos la cafetería reformada, intentando aparentar sofisticación cuando solo debería ofrecer normalidad. Nos fuimos juntando poco a poco en una mesa, y vi el brillo, el instinto depredador en los ojos, pero no ya en mi, si no en alguno de los que esa noche iban a bailar como sólo un mod lo puede hacer, dejándose la jodida alma en la pista.

Supongo que es curioso ver a un grupo de tipos tan variado subirse a un autobús sin maletas, de nuevo en un viaje suicida, sin equipaje, de los que se hacen sin miedo a no volver. Había un rango de edades tan dispar que para un atento observador externo (de los que no hay, no nos engañemos) podría tratarse de una familia, con tíos, sobrinos, casi padres, pero sobre todo hermanos.

Mis amigos, los de verdad, los que están ahí y saben todo, los que no te ríen las gracias y te dicen lo que has hecho mal, los que te explican que el precio ha sido muy caro, me ponían la mano en el hombro, me apretaban, interesándose por mis heridas como cirujanos de campo, diciéndome que no tenían buena pinta, pero que no me moriría, al menos de momento, al menos esa noche.

Tras horas de un viaje demente, en el que había chistes desesperados, un humor tan concreto y absurdo que parecía un código de una máquina enigma, llegamos a nuestro campo de juego. Yo iba delante porque me apetecía, porque a veces, incluso para los que no competimos y lo de quedar primeros nos da igual, es bonito girarse disimuladamente y ver a la columna en formación, con sus Parkas, sus Harringtons y Pea-Coats, desfilando por las calles del Mediterraneo como si la cosa no fuera con ellos, como un grupo de húsares que se dirigen altivos a tomar una posición muy concreta.

Y me precio de ir con ellos, de ser excéntricos, de tener la heterodoxia tan lejos, y haber superado con creces la mera recreación. Eso era de verdad, tan de verdad como el aire que respiraba cada vez que pensaba en la pelota de tenis golpeando la red y cayendo en mi campo, como el ruido que hacían mis zapatos y el brillo de mis hebillas, como el pendiente que ya no llevo pero que hecho tanto de menos, como el rastro de digna tristeza que iba dejando a cada paso.

Me salto las vueltas y las primeras copas, y las tomas de contacto, y los olvidos por ciudades, y me salto lo que no me apetece poner aquí, porque a veces los chicos no están bien, porque a veces los chicos pierden las cosas con las que juegan demasiado, y la química les puede, y la química les lleva a olvidar el porque hacen tantos kilómetros para poder sentir eso con esa canción, y sentirlo con más gente como ellos, o al menos imaginarlo, pero imaginarlo en grupo.

Y empecé a bailar, y no paré. Y empecé a bailar como si me fuera la vida en ello, con precaución ante la extraña expectación y miradas, pero bailé porque era lo que había ido hacer allí y no pensaba detenerme por nada. Y recuerdo la sala, tan extraña, tan de otro momento, tan de otra gente, como una ciudad ocupada, está vez no por bárbaros, si no por liberadores. Cómo caían los temas, como tuve esa sensación, al menos por un rato, de empezar a sudar, de olvidarme de los pasos y dejar que todo fluyera, de ser un derbiche al punto de perder la conciencia para pagar mis pecados con el baile.

Y sonó Marvin Gaye, no recuerdo el tema, y vi como se me empezaron a abrir las heridas, a salir el egoísmo y la jactancia, el narcisismo y la inseguridad, el ansia, el desastre, la codicia. Sin gente como Marvin estaríamos perdidos, estaríamos a merced de las tendencias, de la manipulación, de las estrategias de mercado. Y me jode porque sé que una allnighter no arregla nada, que determinadas asociaciones están sólo en las cabezas de unos pocos. Pero más allá de eso me hizo sentir humano y falible, me hizo sentir tan solo que me acordé de mi autosuficiencia, de lo que al final nos queda a gente que sabemos los que es perder, pero que no dejamos que se nos arrugue la camisa.

La vuelta me la reservo. Es posible que por momentos, a la luz del día pareciéramos huidos del frenopático, recién expulsados de un ovni, supervivientes de un naufragio en alta mar. Pero volvíamos juntos, sin darnos la espalda, aceptando los excesos y enfrentándonos a nuestros fantasmas, pasados y presentes, algunos más hundidos que otros, pero todos, incluso los más tocados, permaneciendo con la barbilla alta frente a la puta adversidad.

Hoy escribo esto solo, sin cenar, con varias cervezas vacías y una botella de ese escocés que me da cierta constancia ante el teclado. Tengo los ojos hinchados, aspecto de Conde Orlock y una montaña de enemigos que vencer antes de dormirme. Hoy escribo esto acordándome de la allnighter del pasado, de la electricidad y la esperanza, pero también del remordimiento y de la culpabilidad. Pero no me arrepiento, no me arrepiento porque mientras que mis pies bailen, mientras que me sienta humano y libre podré seguir adelante.

(Dedicado especialmente a mis amigos, no hace falta que les nombre, estuvieran o no allí, y a todos aquellos que se emocionan ante una bonito tema de SOUL, de los que ya nadie oye, nadie salvo nosotros).

lunes, 5 de abril de 2010

Estos días


Estos días son de esos en los que se piensa demasiado, sobre lo que hicimos y sobre lo que dejamos sin hacer. Estos días son de nudo permanente en el estómago, de ser atados por los pies y arrastrados por un camino de piedras en punta. Estos días son de esos que quisieras saltar, que nunca hubieran llegado.

En estos días no encontramos las palabras justas, reescribimos torpes frases cuatro veces. Nos quedamos mirando a la tele con los ojos tan abiertos que se nos caerían, tan abstraídos que alguien podría sacarnos un diente (o el alma) y no le prestaríamos atención. En estos días el único consuelo lo encontramos en el sueño, y normalmente es químico.

Estos días son de retorcerse en la cama como un endemoniado, de arquear la espalda y estirar las piernas, de negarnos a nosotros mismos mientras que acercamos lo puños a nuestros ojos y apretamos, hasta que duele. En estos días la cama donde duermo me parece tan grande que necesito atarme una cuerda a la mesilla para no perderme. En estos días he mirado tantas veces al techo de la habitación mientras suspiraba que lo tengo cartografiado a la perfección.

En estos días el mundo pasa a ser una metáfora continua, pasa a convertirse en una identificación en la morgue. Las torres de reloj en rascacielos, los museos con la tierra en el cielo, los paseos por los que nunca pasearemos. Los pequeños detalles, todos ellos, una bolsa, una goma para el pelo, un cepillo de dientes, ese libro, regalo frustrado, que nunca leeremos.

Estos días, en los que llueven piedras, en los que ni si quiera el sexo consuela, en que la traición te vuelve para estallarte en la cara, en estos días quizá sólo podemos conformarnos con alguna canción, con algún pasaje de un libro.

En estos días sólo podemos imaginar quien nos gustaría ser.