jueves, 10 de febrero de 2011

La lavadora

Empiezo a meter la ropa sucia en la lavadora. Una bolsa de tela negra me sirve para ir guardando lo que han sido mis instrumentos de anclaje de los últimos días, las únicas sujeciones con las que me siento seguro. Me despidieron hace un par de meses, y de todas las cosas que la gente de mi alrededor me dijo, la única importante con la que decidí quedarme, fue la de evitar el abandono personal a toda costa.

Según saco unos calcetines o una camisa intento recordar el momento de los últimos días en que lo llevé puesto. Si había bajado a por el pan y cuánto tardó la china en despegar los ojos de la tele, si cuándo me paré en aquel escaparate la dependienta notó que le estaba mirando su maravilloso culo, o si fue en aquel bar donde me pasé con aquello.

El despido fue más o menos como todos, una formalidad en la que me intentaron hacer ver lo mucho que les dolía separarse de mí. Tuve el control de mi ejecución desde el primer momento, notando el nerviosismo de mi jefa al mover los papeles, cuidadosamente colocados, demasiadas veces. No sé si esperaba una escena con explosivos y recriminaciones, de las de desembarco en playas francesas, pero no se la ofrecí. Me limité a mirarla, a leer con desdén las letras muertas que componían los legales párrafos, y a preguntar dónde había que firmar. Luego me levanté y me fui sin contribuir al penoso espectáculo, dejando el foco del circo sin payaso del que sentir pena. 

Siempre dudo dónde poner el suavizante y el detergente. Los echo al azar, pensando que tampoco puedo alterar demasiado el resultado final. Giro la manecilla de los números varías veces, como si estuviera intentando abrir una caja fuerte oxidada. Pongo el aparato en marcha y me voy a mirar por la ventana a cuatro rumanos que tocan rocanrol por las terrazas de la zona. A la gente parece gustarle, yo lo encuentro detestable. Si me fijo en la cara de los que tocan descubro la de la prostituta que es sorprendida por el putero en un claro fingimiento. Cada uno se gana la vida como puede, y cada uno siente pena de lo que quiere. Suena un ruido la hostia de preocupante en la cocina.

La lavadora se ha jodido. Lo sé porque en mi casa tuvimos una que no paraba de romperse, y que era objeto de continuos arreglos. La lavadora me fascinaba de crío, su sonido era hipnótico, si mirabas la ropa dando vueltas entre la espuma, podías entrar en un estado de apaciguamiento extremo. Me hacía especial ilusión descubrir alguna camiseta mía que se asomaba entre el todo uniforme que formaba la colada. El agua se sale y me llega a los pies. 

Desconecto los plomos. Me encanta el sonido que hacen al accionarlos. Es de anulación total, de mecanismo preciso de corte absoluto. Todos deberíamos tener unos plomos en la nuca. Cojo la fregona y empiezo a recoger el agua, haciendo círculos con ella. Por lo menos el suelo de la cocina va a quedar limpio. Escurro y el agua cae al cubo haciendo un sonido absurdo. El sonido del agua en la naturaleza relaja, sobre un cubo de plástico da risa, sólo que a mi no me apetece demasiado participar de la broma.

Suena el teléfono, es ella:

- ¿Te pillo en mal momento? - después de un hola funcionarial.
- No, el momento es tan malo como cualquier otro últimamente - sobre todo desde que te largaste porque no podías aguantar mi estilo de vida, zorra - ¿por?.
- Por pasarme a por el par de bolsas que me quedaban - me dice con voz de negociador de secuestros - Si  no te viene mal, claro - y basta ese pequeño quiebro de simpatía para que se me haga un nudo en la garganta
- No, pásate, en diez minutos me bajo y te dejo la casa libre - aunque pienso en quedarme y abrazarla, y decirla que pese a que sé que no me quiere, y que es imbécil, ahora, justo ahora, la necesito a un nivel exagerado - y si es lo último me dejas las llaves por donde puedas - digo lo que se supone aunque cierre los ojos con fuerza cuando lo hago.
- Bueno, allí - y suena un tono de móvil al otro lado, que se cuela entre sus palabras, y lo escucho como si me lo estuviera tocando una filarmónica para mi solo en un teatro vacío - estaré.

Cuelgo, se me caen las lágrimas y suelto un par de quejidos infames, como de animal al que le han cortado el cuello. Dejo caer la fregona y el palo es como un látigo al llegar al suelo. Me dejo derretir contra la pared y resbalo al suelo como un tipo tiroteado en una peli en blanco y negro. 

No tenía porque haber ocurrido, unos segundos después y no me hubiera dado cuenta. Fuera quien fuera quien llamó, posiblemente para comunicar algo insustancial, como unas cañas o la hora del cine, me abrió sin saberlo las puertas de un abismo donde sólo cabe todo aquello que no queremos saber. 

Me pongo el abrigo, no me molesto ni en quitarme el chandal de andar por casa. Si bajo a tiempo quizá todavía pueda alcanzar a los rumanos y dar palmas a su lado como un imbécil babeante. Seguro que a la gente le da más pena y les echan más dinero. 

Abro la puerta despacio y miro la casa desde el umbral. La veo sentada esperándome, sonriendo, levantando la vista del ordenador y llamándome cariño. Como una lavadora perfecta a la que mirar el resto de mi vida. Miro el automático y lo conecto. Cierro la puerta con cuidado.