Salíamos del colegio a la una, no sé si por temporadas nos quedábamos en la calle hasta las dos menos cuarto, que subíamos a comer, pero mientras teníamos los primeros momentos de parque, de pachanga futbolística, de buscarnos cualquier cosa. Hacíamos de todo, en invierno patinábamos en un gran charco helado que se formaba a la sombra de los bloques, nos daba tiempo a unas chapas si era primavera y ya estaba la vuelta, con Pino, Cabestany o Sean Kelly.
Otro de nuestros entretenimientos preferidos era hacer fogatas. Sí, quemar cosas por el mero placer de quemarlas, juntar unos papeles que encontrábamos por el suelo, unas hojas secas y a arder. Nos poníamos alrededor, como vagabundos newyorkinos, como artistas destructores, como críos de siete años sintiéndose mayores.
Una vez encontramos una revista porno entre unos arbustos. Estaba mojada por la lluvia, tanto que se deshacía si no la tratabas con cuidado. Las pobre rubias siliconadas, con el pelo cardado y aquella lencería fucsia de cadera alta, nos duraron poco, fue nuestro primer encuentro efímero con el sexo.
Pero una de nuestras mayores diversiones eran las máquinas, que era como se llamaban los videojuegos. Estaban en los bares, que en nuestro barrio estaban dentro de un mercado, y mientras que el pescadero se tomaba una caña, y el repartidor de la panificadora se fumaba un Ducados, nosotros nos apelotonábamos frente a la pantalla. Pasábamos más tiempo viendo a otros jugar que haciéndolo nosotros, eramos más pequeños y no teníamos dinero. Se establecía una guerra fría entre los bares por ver quien era quien tenía la máquina más nueva, honor circulante cada pocos meses. Pasamos por todos los géneros posibles, que en aquel momento no tenían nombre anglosajones como sandbox o beat´em up, si no denominaciones mas descriptivas, a saber: defutbol, denaves, degolpes, deninyas, deespadas...
Las madres, que eran una categoría social, como la judicatura o los fabricantes de alpiste, estaban preocupadas por tan pernicioso invento, que además nos mantenía horas dentro de los bares (anticipando lo que sería nuestra vida futura). La mía incluso me olía la ropa, y por el pestazo a fritanga y tabaco sabía más o menos el tiempo de permanencia frente al cacharro. Para evitar este problema, y que nos diera el aire, cortaron el grifo del dinero, nos negaron los cinco duros, moneda de referencia en la infancia, grande, plateada y recia. Esto significó no sólo perder la oportunidad de destruir naves marcianas, si no dejar de comprar cromos, moras de gominola y cerillas.
Y en justo en ese aciago momento, apareció en la cafetería Felcan una nueva máquina. Era mágica, consistía en un torneo de lucha entre personajes mitológicos, medusa vs el minotauro y cosas así. Lo mejor es que se podía jugar a dobles cooperando contra el programa, y uniendo las habilidades para destruir al peligroso rival. Y nosotros sin dinero.
Yo se lo pedí a mi madre, que conste, traté de explicarla que poder jugar con Jason, el tipo de la película de los esqueletos vivientes, era una necesidad, un imperativo vital para mí. Pero ella me dijo que no, claro. Entonces se me cruzó por la cabeza, fugaz, caliente, picante. Sabía donde guardaba el monedero, y podría cogerlo. Me acerque a la cocina aprovechando que estaba tendiendo, abrí despacio el cajón, y allí estaba la pequeña bolsa de cuero marrón. La abrí y cogí los cinco duros.
Me bajé a la calle, impulsado por un chorro de adrenalina, era un fugitivo huyendo con su botín, había cruzado la linea de la ley, y estaba al otro lado. Jugué sin ningún tipo de complejos, y al acabar seguí mirando la máquina tranquilo. Subí a casa a comer, y todo iba más o menos bien, pensaba que podrían interrogarme unos oficiales nazis, pero yo no diría nada. Y ocurrió.
Al irme de nuevo a clase, y dar un beso a mi madre, ella me dijo que esperara, fue a por su monedero, que yo contemple con una extraña sensación de conocimiento, y me dio cinco duros, sonriéndome, buscando mi complicidad.
Yo salí de casa como pude, casi mareado, con un nudo en el estómago y ganas de llorar. Las imágenes se repetían en mi cabeza como un bucle, el robo y la generosidad, la generosidad y el robo. Y la moneda de cinco duros en mi bolsillo, quemando, pesando toneladas de culpa.
Me desvié de la ruta hacia el colegio, fui a un parque e hice un hoyo. No sé si los cinco duros seguirán aun allí.
Otro de nuestros entretenimientos preferidos era hacer fogatas. Sí, quemar cosas por el mero placer de quemarlas, juntar unos papeles que encontrábamos por el suelo, unas hojas secas y a arder. Nos poníamos alrededor, como vagabundos newyorkinos, como artistas destructores, como críos de siete años sintiéndose mayores.
Una vez encontramos una revista porno entre unos arbustos. Estaba mojada por la lluvia, tanto que se deshacía si no la tratabas con cuidado. Las pobre rubias siliconadas, con el pelo cardado y aquella lencería fucsia de cadera alta, nos duraron poco, fue nuestro primer encuentro efímero con el sexo.
Pero una de nuestras mayores diversiones eran las máquinas, que era como se llamaban los videojuegos. Estaban en los bares, que en nuestro barrio estaban dentro de un mercado, y mientras que el pescadero se tomaba una caña, y el repartidor de la panificadora se fumaba un Ducados, nosotros nos apelotonábamos frente a la pantalla. Pasábamos más tiempo viendo a otros jugar que haciéndolo nosotros, eramos más pequeños y no teníamos dinero. Se establecía una guerra fría entre los bares por ver quien era quien tenía la máquina más nueva, honor circulante cada pocos meses. Pasamos por todos los géneros posibles, que en aquel momento no tenían nombre anglosajones como sandbox o beat´em up, si no denominaciones mas descriptivas, a saber: defutbol, denaves, degolpes, deninyas, deespadas...
Las madres, que eran una categoría social, como la judicatura o los fabricantes de alpiste, estaban preocupadas por tan pernicioso invento, que además nos mantenía horas dentro de los bares (anticipando lo que sería nuestra vida futura). La mía incluso me olía la ropa, y por el pestazo a fritanga y tabaco sabía más o menos el tiempo de permanencia frente al cacharro. Para evitar este problema, y que nos diera el aire, cortaron el grifo del dinero, nos negaron los cinco duros, moneda de referencia en la infancia, grande, plateada y recia. Esto significó no sólo perder la oportunidad de destruir naves marcianas, si no dejar de comprar cromos, moras de gominola y cerillas.
Y en justo en ese aciago momento, apareció en la cafetería Felcan una nueva máquina. Era mágica, consistía en un torneo de lucha entre personajes mitológicos, medusa vs el minotauro y cosas así. Lo mejor es que se podía jugar a dobles cooperando contra el programa, y uniendo las habilidades para destruir al peligroso rival. Y nosotros sin dinero.
Yo se lo pedí a mi madre, que conste, traté de explicarla que poder jugar con Jason, el tipo de la película de los esqueletos vivientes, era una necesidad, un imperativo vital para mí. Pero ella me dijo que no, claro. Entonces se me cruzó por la cabeza, fugaz, caliente, picante. Sabía donde guardaba el monedero, y podría cogerlo. Me acerque a la cocina aprovechando que estaba tendiendo, abrí despacio el cajón, y allí estaba la pequeña bolsa de cuero marrón. La abrí y cogí los cinco duros.
Me bajé a la calle, impulsado por un chorro de adrenalina, era un fugitivo huyendo con su botín, había cruzado la linea de la ley, y estaba al otro lado. Jugué sin ningún tipo de complejos, y al acabar seguí mirando la máquina tranquilo. Subí a casa a comer, y todo iba más o menos bien, pensaba que podrían interrogarme unos oficiales nazis, pero yo no diría nada. Y ocurrió.
Al irme de nuevo a clase, y dar un beso a mi madre, ella me dijo que esperara, fue a por su monedero, que yo contemple con una extraña sensación de conocimiento, y me dio cinco duros, sonriéndome, buscando mi complicidad.
Yo salí de casa como pude, casi mareado, con un nudo en el estómago y ganas de llorar. Las imágenes se repetían en mi cabeza como un bucle, el robo y la generosidad, la generosidad y el robo. Y la moneda de cinco duros en mi bolsillo, quemando, pesando toneladas de culpa.
Me desvié de la ruta hacia el colegio, fui a un parque e hice un hoyo. No sé si los cinco duros seguirán aun allí.
1 comentario:
Qué pasa Dani, me he estado dando una vuelta por la Aurora, que hace mucho tiempo que no visitaba tu blog. Esta entrada sobre los cinco duros me ha traído gratos recuerdos de la infancia, que aunque con algunos cambios producto del cambio de década y la (des)evolución humana, a grandes rasgos fue bastante similar a lo que cuentas. El otro día me contó Araceli que se encontró contigo en el tren, espero que estés bien a pesar del gran cambio que me contó sucedió en tu vida, a ver si un día de estos hablamos y nos tomamos unas cervezas.
Un abrazo chaval,
Adrián
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