jueves, 17 de junio de 2010

La Horquilla


Aquella tarde volví a ser incapaz de dormir unas pocas horas. En mi casa, pasara lo que pasara, era imposible dormir la siesta. Era como una maldición de un antiguo templo en la selva, de los que conocemos sólo por las películas, y que probablemente no existan, pero que sintetizan lo imposible de vivir en algunos sitios.

Un viejo con aspecto de haberse caído de una caravana que iba camino del ocaso llamó a mi telefonillo. Aparecía en la pantallita azul sin saber que estaba siendo observado y preguntó torpemente por el piso que justo difería del mío por un número. Con la boca pastosa y la mente trabajando como una máquina que carece de vapor le contesté que se había equivocado. Podría haberle soltado algún desastre verbal, o haberle intentado confundir, o haberle dicho que sí era la casa que buscaba, pero que en ella no vivía nadie que él conociera. Si mi respuesta fue la normal se debió a un pasador de corbata. Ese pequeño detalle humanizó a mi enemigo, y convirtió al mal en persona, alguien que te despierta en ese cálido momento en el que empiezas a caer dormido, en un hombre despistado, superado por el absurdo peso del presente, por un telefonillo de mierda que te pide un código, como si para avisar a alguien fuera necesario haber trabajado para alguna agencia de inteligencia.

Me fui a la cocina, algo derrotado, y puse la cafetera a calentar. Me empecé a rascar las pelotas mientras que con la otra mano cambiaba los canales con la única intención de escapar de una tarde triste de Noviembre, de esas que se te caen encima cuando estás sólo en casa y te dejan cerca de la extenuación emocional. La televisión era como una sopa confusa a la que han echado tantos ingredientes que ya no sabe a nada, pero que de una forma estupefaciente necesitaba tener encendida, para que me golpeara con esa fantasmal tonalidad azul y llenara con su murmullo un espacio tan ausente como una casa que acaba de perder a un ocupante.

Pensé en bajar a la calle y darme una vuelta. El frío aun no era totalitario y me vendría bien respirar un poco el humo de algún bar. La sensación más similar que se me ocurre era la de el comandante Bowman siendo vigilado por HAL, y aunque mi habitación no tenía ojos rojos creo que era sólo porque habían sido tapados por la pintura blanco hospital.

Descarté el café humeante en previsión de la cerveza y me fui al baño a arreglarme un poco. En otros tiempos no hubiera bajado a comprar el pan sin comprobar que no tenía todos los pelos en su sitio, con un corte más cercano al de un arquitecto del international style, pero por una falta alarmante de público en mi sitcom personal había empezado a descuidar detalles, a ir dejándome llevar por cierta inclinación al splin. Fui a coger el cepillo de dientes que esperaba en un vaso repleto de artefactos de cirugía de baja intensidad como cortauñas y cosas así y de repente la toque con la punta del dedo.

Metálica, nacarada, dura, redondeada, la punta de una horquilla.

Mantuve el dedo quieto, tocando el pequeño domador capilar, como un artificiero que sabe que ha presionado donde no debe. Estuve así unos segundos, esperando un engaño de mi cabeza que me permitiera negar el hecho, deseando poder limpiar los últimos minutos para que aun estuviera delante de la pantalla haciendo que veía alguna absurdez compensatoria de emociones.
Pero no hubo manera. Retiré el dedo y me miré al espejo. Respiré y a la tercera bocanada de aire me vi sin ningún filtro de condescendencia.

Empecé a llorar, primero en silencio, intentando contenerme, luego sin ritmo, siguiendo casi con los gritos, las lamentaciones, con las rodillas en las baldosas frías del baño y la luz neutra del fluorescente golpeándome como una radiación nuclear japonesa. Lloré hasta que acabé exhausto, cansado como un corredor de maratón de los que se caen justo al alcanzar la meta en un estadio vacío por la lluvia.

Con los ojos muy cerca del suelo y una sensación de extraña calma tras una tormenta de dimensiones oceánicas, enfoqué a un pequeño insecto que corría mucho más rápido de lo que era de esperar por el suelo cerámico. Le seguí con la vista y casi me pareció oír los golpes de sus mircroextremidades con el oído que tenía pegado a la baldosa. Se perdió por una pequeña grieta de la pared, la cual ignoraba hasta ese momento.

Me levanté, pensando en que creí haberlo recogido todo. En que ya no quedaban calcetines sueltos por casa, ni nada de su ropa interior en algún cajón raro. Me levante dándome cuenta de mi error, no por haber fallado en intentar borrar cualquier rastro físico para obviar mi dolor y su ausencia, si no por haber creído el que eso se podía conseguir de algún modo tan simple.

Cogí la horquilla y la metí por la hendidura minúscula por la que se había perdido el bicho veloz. No hubo resistencia, entró toda, de una vez, y casi me pareció que se precipitó por un abismo de dimensiones insondables.

Cerré la puerta con un golpe seco y bajé a la calle, esta vez con un objetivo claro: La peluquería de un par de calles más atrás.

Era el momento de volver a prestar atención a los detalles en mi vida.

1 comentario:

szymboroska dijo...

Siempre quedan horquillas...