martes, 8 de abril de 2008

20 minutos

Llego a Atocha y me cambio de andén. Salgo del tren disparado como un atleta proletario, bregando con todo tipo de trampas y de competidores que intentan llegar antes que yo a las escaleras mecánicas. Afortunadamente llevo a los Nazz en los cascos y eso me da un plus de velocidad punta.
Según subo miro a mi izquierda intentando ver en vano cuantos minutos faltan para que llegue mi tren, por supuesto no lo veo, como no lo veo ningún día, pero repito gesto, automatizando mis movimientos como casi todo. Delante mía va un chaval con una mochila de montañero enorme. Siempre me he preguntado que lleva la gente en esas mochilas azules, gigantes, extremadamente grotescas en comparación con un entorno tan urbano. Llevarán cojines para llenarlas y aparentar, delante de otros o de ellos mismos, que vienen de vivir algún tipo de aventura campestre. La gente que leva una indumentaria campera en la ciudad es odiosa, como casi todo.
Me lanzo por la pasarela que comunica las vías, como todo el mundo, aun recuerdo la antigua Atocha, decimonónica y steampunk, donde la gente cruzaba las vías alegremente. De vez en cuando moría alguien, pero la estación era mucho más pintoresca que este mamotreto de cemento armado, que más que una estación de trenes parece un depósito de residuos radioactivos. Quizá sea ambas cosas y el dinero de la Expo y las Olimpiadas salieron de aquí.
Veo el indicador luminoso, quedan cuatro minutos y enfilo las escaleras de bajada. Siempre tengo la sensación que alguna señora torpe me va a tirar y voy a car rodando, golpeando mi cuerpo con los escalones metálicos y sibilinos. Miren unas escaleras mecánicas ocultándose bajo tierra, son inquietantes.
Me sitúo en el punto justo donde parará el tren. Es una costumbre miserable, pero necesaria. No me importaría ir de pie si los demás viajeros tuvieran una correcta percepción del espacio, y no te pisaran, empujaran e importunaran de todas las formas posibles, cuando el tren va hasta los topes y también cuando no lo va.
Llueve bastante, y como aun hay luz natural, ambas, luz y lluvia, se cuelan por unos espacios abiertos que hay en el techo, de donde cuelgan unas estructuras metálicas de película post-apocalíptica. Me imagino la estación desierta, abandonada, y unos monos saltando y desafiando la gravedad entre los hierros colgantes. Los monos son cojonudos, son como nosotros pero sin maquillaje ni maldad.
Llega el tren, consigo entrar y sentarme, me siento un triunfador sobre los rezagados, lentos, y prácticamente tullidos sociales que no han conseguido sentarse. Cabe decir que mi entrada en el tren es limpia, como un cuchillo a través de un aguacate, no como esas señoras-bicho-bola, que armadas con sus bolsas de plástico consiguen sitio, no con gracilidad, si no como una carga de dragones napoleónicos avanzando con sus caballos de dos toneladas.
El tren arranca y mi sensación de felicidad se desvanece tan pronto como me doy cuenta de que me quedan muchas estaciones por delante. Estoy casi al final de la linea, soy un profesional del cercanías, no como esos aficionados que se bajan a la segunda o a la tercera.
Una mujercilla recopila desesperada periódicos gratuitos. Se diría que en vez de leer la información del día, o algo que se le parece lejanamente, va a encontrar un mensaje cifrado que le permita vivir eternamente, o conocer a Ana Rosa. Miro a mi alrededor, afortunadamente hoy no hay ni bebes llorando ni muchachos riguitón, que en un alarde de simpatía alegran el vagón con sus exóticos sonidos.
Enfrente mía va un tipo calvo, con perilla de camarero, ropa olvidable y aspecto de mercenario. Es grande como una torre y me mira con cara de desprecio. Le devolvería la mirada, pero tengo la impresión de que con una de sus manos ariete podría arrancarme la cabeza sin inmutarse.
Me concentro en la lectura, hoy me sale bien, consigo meterme en el libro y todo a mi alrededor se empieza a desvanecer, tomado un aspecto informe.
Empiezo a pensar este texto, en lo abandonado que tengo el blog y en las ganas de escribir que vuelven de nuevo.
Y hasta este punto y final

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues sí, ya era hora... Por un tiempo pensé que había abandonado el blog

Daniel Bernabé dijo...

No se librarán de mi tan fácilmente, por cierto, es alentador saber que hay alguien al otro lado.