Me estuve preparando mentalmente los días previos. Era la semana cultural en mi colegio y entre las múltiples actividades que iban a sucederse, plantar árboles, hacer murales, la exhibición de los bomberos, estaba la ineludible liguilla de fútbol entre los cursos. Yo era un pésimo deportista, ahora ni pésimo, hace años que no ejerzo, y me toco hacer un equipo con los elementos más marginales socialmente de mi clase. No me importó, sabía que lugar ocupaba, y lejos de incomodarme me sentía parte de algo.
Unos tres días antes del campeonato, no recuerdo muy bien como, los mejores peloteros de la clase me hicieron un hueco en su equipo. No sé como pasó pero pasó. Sabía que esto significaba traicionar al equipo outsider del que formaba parte, pero no me lo pensé ni un minuto y accedí ante tal oportunidad. Fue una traición vergonzosa, pero necesitaba impresionar a una chica rubia de diez años que ese curso se iba del colegio.
Llegó la tarde de los partidos, casi no pude ni comer de los nervios. Me acuerdo de todos los detalles: el calor de Mayo, la camiseta roja que compramos en una tienda de deportes, el asfalto cuarteado y caliente de la pista donde íbamos a disputar el encuentro. Y allí estaba, de defensa en un equipo de siete esperando el pitido del profesor de gimnasia.
No llevaríamos ni cinco minutos y el portero me pasó el balón. Según la pelota giraba hacia mi notaba la responsabilidad de por lo menos no hacer el ridículo. Cuando tenía el balón en los pies un depredador de ojos intensamente azules, llamado David, vino hacía mí. Intente proteger la bola girándome, pero fue inútil. Me arrebató la pelota en la esquina del área, me tiró al suelo y marcó ante un portero indefenso.
Recuerdo las miradas de mis compañeros, las risas del otro equipo, incluso de mi profesora que hasta ese momento nos animaba desde un lateral. A ella no la recuerdo, no quise ni mirarla. Me cambiaron al instante, carne de cañón, basura futbolística, excrecencia social.
Juré no volver a jugar al fútbol nunca.
Años después, en el instituto, donde vas dejando los problemas de la infancia para encarar otros igual de complejos pero más primarios, tetas y culos, estaba jugando de nuevo al fútbol, esta vez como entretenimiento, en la clase de educación física, regalo que el profe nos hacía si no le habíamos jodido mucho la hora de patio.
Estaba hablando desde la linea defensiva con un amiguete, sobre videojuegos o algo así, cuando de improvisto un rechace mandó el balón hacía nuestra zona. Según llegó, cual aprendiz de Clemente, lo golpeé con todas mis fuerzas.
Se cerró un círculo, noté que me había llegado la indemnización. Era como si mi solicitud se hubiera quedado entre un montón de papeles celestiales, y algún funcionario divino la hubiera dado salida mucho después de lo esperado.
La pelota voló como una bomba V2, como un peñasco lanzado por una catapulta, recorrió casi todo el campo y entró como un estilete por la escuadra derecha. Una entre un millón y me había tocado a mi. Ese día salí a hombros del campo, más por parodia que por otra cosa, a hombros de mis amigos, los raros, los roleros, los adictos al cómic y a las figuritas bélicas.
Pero ella ya no estaba, hacía años que había desaparecido.
Ni falta que hacía.
Unos tres días antes del campeonato, no recuerdo muy bien como, los mejores peloteros de la clase me hicieron un hueco en su equipo. No sé como pasó pero pasó. Sabía que esto significaba traicionar al equipo outsider del que formaba parte, pero no me lo pensé ni un minuto y accedí ante tal oportunidad. Fue una traición vergonzosa, pero necesitaba impresionar a una chica rubia de diez años que ese curso se iba del colegio.
Llegó la tarde de los partidos, casi no pude ni comer de los nervios. Me acuerdo de todos los detalles: el calor de Mayo, la camiseta roja que compramos en una tienda de deportes, el asfalto cuarteado y caliente de la pista donde íbamos a disputar el encuentro. Y allí estaba, de defensa en un equipo de siete esperando el pitido del profesor de gimnasia.
No llevaríamos ni cinco minutos y el portero me pasó el balón. Según la pelota giraba hacia mi notaba la responsabilidad de por lo menos no hacer el ridículo. Cuando tenía el balón en los pies un depredador de ojos intensamente azules, llamado David, vino hacía mí. Intente proteger la bola girándome, pero fue inútil. Me arrebató la pelota en la esquina del área, me tiró al suelo y marcó ante un portero indefenso.
Recuerdo las miradas de mis compañeros, las risas del otro equipo, incluso de mi profesora que hasta ese momento nos animaba desde un lateral. A ella no la recuerdo, no quise ni mirarla. Me cambiaron al instante, carne de cañón, basura futbolística, excrecencia social.
Juré no volver a jugar al fútbol nunca.
Años después, en el instituto, donde vas dejando los problemas de la infancia para encarar otros igual de complejos pero más primarios, tetas y culos, estaba jugando de nuevo al fútbol, esta vez como entretenimiento, en la clase de educación física, regalo que el profe nos hacía si no le habíamos jodido mucho la hora de patio.
Estaba hablando desde la linea defensiva con un amiguete, sobre videojuegos o algo así, cuando de improvisto un rechace mandó el balón hacía nuestra zona. Según llegó, cual aprendiz de Clemente, lo golpeé con todas mis fuerzas.
Se cerró un círculo, noté que me había llegado la indemnización. Era como si mi solicitud se hubiera quedado entre un montón de papeles celestiales, y algún funcionario divino la hubiera dado salida mucho después de lo esperado.
La pelota voló como una bomba V2, como un peñasco lanzado por una catapulta, recorrió casi todo el campo y entró como un estilete por la escuadra derecha. Una entre un millón y me había tocado a mi. Ese día salí a hombros del campo, más por parodia que por otra cosa, a hombros de mis amigos, los raros, los roleros, los adictos al cómic y a las figuritas bélicas.
Pero ella ya no estaba, hacía años que había desaparecido.
Ni falta que hacía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario