- Estuviste comiendo techo
- No que va, no estaba despierto estaba en un estado de somnolencia, del que no me podía despertar aunque quisiera, y circulando por lo peor de mi
- Eso mismo, comiendo techo
Te has sumergido demasiado profundo y no puedes salir a la velocidad que quisieras, sientes la falta de aire, ves el límite que separa el agua del exterior, sus ondulaciones, no te pones nervioso, lo procuras, pero empiezas a sentir el cosquilleo en tus pies y manos, el agobio en tu cerebro, la quemazón en tus pulmones. Normalmente acabas elevándote por encima del agua, tomando una bocanada en el momento preciso, sintiendo el aire más limpio, intenso y fresco que nunca. Pero lo pasas mal, muy mal.
Os veía frente a mí, con la mayor de las perversidades en vuestras cuencas, graznando odio y no veía donde asirme. Lo que más me dolía era la gente que conocía, en quien confío, como se retiraban, miraban para otro lado, no intervenían pero tampoco ayudaban. Y yo necesitaba su respaldo más que nunca.
Había algunos que se mostraban especialmente crueles, enseñando esos detalles antes del ataque que te hacen temerlo, pavoneándose de conocer tus más secretas debilidades, saltando con un cuchillo entre los dientes. Intentaba razonar con ellos pero el juicio ya estaba visto para sentencia, ya había solución final para mi persona.
En algunos momentos en los que no podía más me planteaba que nada era de verdad, que no podía estar pasando, y que todo mi sufrimiento partía de un dato falso. Me daba cuenta entonces y podía sacar la cabeza del agua y respirar. Me valía de poco, sólo para seguir circulando entre las oquedades de mis subconsciente.
Yo mismo corregía la narración, como un guionista judío trabajando en una sit-com inversa donde no había risas enlatadas, sino carcajadas hirientes. Aportaba un nuevo dato que me llevaba a descartar mi suspicacia, y volvía a meterme en el círculo de insidias y de dolor, de incertidumbre ante lo que se avecinaba.
Y así seis o siete horas.
Cuando desperté definitivamente parecía un tipo arrastrado por una caravana en medio de Arizona, pero con camiseta sudada a modo de única vestimenta. No se trata de lo que nos ponemos en la bandeja de plata, se trata de nosotros mismos, de abrir determinadas puertas de golpe y encontrate todos esos sinceros monstruos de la razón que esperan para clavarte los colmillos.
Os veía frente a mí, con la mayor de las perversidades en vuestras cuencas, graznando odio y no veía donde asirme. Lo que más me dolía era la gente que conocía, en quien confío, como se retiraban, miraban para otro lado, no intervenían pero tampoco ayudaban. Y yo necesitaba su respaldo más que nunca.
Había algunos que se mostraban especialmente crueles, enseñando esos detalles antes del ataque que te hacen temerlo, pavoneándose de conocer tus más secretas debilidades, saltando con un cuchillo entre los dientes. Intentaba razonar con ellos pero el juicio ya estaba visto para sentencia, ya había solución final para mi persona.
En algunos momentos en los que no podía más me planteaba que nada era de verdad, que no podía estar pasando, y que todo mi sufrimiento partía de un dato falso. Me daba cuenta entonces y podía sacar la cabeza del agua y respirar. Me valía de poco, sólo para seguir circulando entre las oquedades de mis subconsciente.
Yo mismo corregía la narración, como un guionista judío trabajando en una sit-com inversa donde no había risas enlatadas, sino carcajadas hirientes. Aportaba un nuevo dato que me llevaba a descartar mi suspicacia, y volvía a meterme en el círculo de insidias y de dolor, de incertidumbre ante lo que se avecinaba.
Y así seis o siete horas.
Cuando desperté definitivamente parecía un tipo arrastrado por una caravana en medio de Arizona, pero con camiseta sudada a modo de única vestimenta. No se trata de lo que nos ponemos en la bandeja de plata, se trata de nosotros mismos, de abrir determinadas puertas de golpe y encontrate todos esos sinceros monstruos de la razón que esperan para clavarte los colmillos.
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