jueves, 1 de octubre de 2009

El último tren



Se levantó más pronto de la habitual, en ese momento en el que aun no es de día pero ya no es de noche, cuando la luz es de un azul profundo y acurruca todo lo que toca. La casa, breve, y pobremente moderna, estaba en un silencio que amplificaba cada paso sobre la madera, y que sólo se rompió cuando ella ronroneó levemente desde la cama.

Era preciosa, dormida aun más que despierta, con esa inaccesibilidad amable, tan cerca pero tan hundida en sus curiosos sueños, que siempre, los días normales, le contaba en algún momento del desayuno. Se acordó de lo bien que lo habían pasado todo ese tiempo, de lo completo que se sentía, de lo cerca que habían llegado a estar. Hoy sería la última vez que la vería, y aunque él, no se iba a poder enterar, estaba seguro de que nunca le perdonaría por lo que iba a hacer, incluso aunque le comprendiera, incluso aunque estuviera de acuerdo.

Miraba una taza de metal blanco que tenían en la cocina, antigua y no usada, con un roce en la laca que la cubría y que llegaba hasta el borde azul. Se la encontró un día en una tienda del barrio, de esas que parecen museos de ciudades extinguidas, de antiguas culturas enterradas por el ruido, y que le recordaba, casi con dolor, a una que había visto tantas veces de pequeño. Con el sabor de esa época oyó la moto cerca del portal, pequeña, insistente, como un niño golpeando una lata rítmicamente.

Cogió su bolso cuadrado de cuero negro y bajo las escaleras rápido, haciendo ruido con sus botas de punta, que asomaban orgullosas bajo unos estrechos pantalones color vino. Llevaba un jersey de cisne negro, y un cinturón con una hebilla rectangular plateada, como una insignia de las que explican muchas cosas a quien sabe entenderla. Al llegar a la calle y ponerse su gorra de plato miró a la ventana, aun estaba a tiempo de retroceder, de quitarse la ropa y volver a la cama con ella. Aun estaba a tiempo de volver a situarse detrás y ponerle la mano sobre la tripa, mientras que le olía el pelo. Pero no era una cuestión de tiempo, era de principios, alguien tenía que hacerlo.

Se subió a la parte de atrás y golpeó al conductor en el hombro un par de veces, pasándole el mensaje de que estaba listo, de que no era momento de dudar, de que estaba seguro de que aunque lo que fuera a hacer no iba a valer para nada, alguien lo tenía que llevar a buen puerto . No por orgullo, ni por ética o justicia, lo iba a hacer por enseñarles que es el miedo, que es sufrir, que es sentirse vulnerable. Lo iba a hacer por ponerles un ejemplo práctico, directo, diametralmente comprensible, de lo que era que tu vida no te perteneciera.

Lo había visto muchas veces, había gritado a la tele incapaz de comprender como se podía encerrar tanta maldad en tan pocas pulgadas. Intentó cambiarlo, hacer lo que pudiera, hasta que se dio por vencido, hasta que vio que su control no se basaba en la coacción o el chantaje, en el miedo o la duda, se basaba en apropiarse de lo más profundo de las personas, sus ilusiones. Y ya habían llegado.

Se despidió brevemente de su acompañante, leve conocido, cercano a la gente con la que se había juntado en los últimos tiempos, y que tan claro tenían lo que él había intuido durante años. Sólo tuvo que andar un par de calles que se sabía de memoria, tocar el metal en el bolsillo interior de la cazadora de ante, repasar lo que había diseñado tantas veces en su cabeza. Saldrían por la puerta de cristal giratoria, camino del aeropuerto, a donde nunca llegarían si él era sólo algo más rápido.

Sólo necesitaba velocidad, asombrosos reflejos entrenados como resortes de una máquina binaria, engrasados, tan acoplados como movimientos del mecanismo dentado del reloj de torre que le decía que estaba en el lugar exacto en el momento justo. Sólo necesitaba velocidad.

Y todo fue muy rápido. Apenas se dio cuenta de lo que había pasado hasta casi antes del final, hasta ese momento en el que las letras siguen en la pantalla, pero la música ya se ha terminado.

Lo había conseguido, y ahora él también estaba en el suelo, notando el olor del dinero en su boca, manchando la ropa por varios puntos, que había elegido para acabar de una forma digna. Era tan normal que nadie le había seguido nunca, no estaba en sus fichas, no representaba un peligro. Era sólo un tipo raro al que la gente miraba en el metro, al que mirarían al día siguiente en una foto bajo una manta térmica.

Pero antes de eso, antes del final, antes del chasquido y del blanco en la pantalla, justo antes de que se enciendan las luces y suene el último acorde, volvió a acordarse de la chica que se estaría levantando. Y empezó a escuchar una canción, como a veces antes de dormir del todo, que venía de dentro, de su propia cabeza. Y empezó a viajar al norte, a viajar al norte, para encontrarse con ella y no volver más.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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