Aquella ciudad huele desde hace años muy mal, tanto que creo llevar parte de ese olor conmigo cuando salgo fuera. Lavo mi ropa a conciencia la noche antes de viajar, pero siempre tengo la sensación de que es imposible quitarme de encima esa atmósfera irrespirable, cerrada, como de olor a cartón húmedo y abandonado.
Veo sus rostros a diario, los de la complacencia, la mendicidad humillante, parecen sacados de una novela de posguerra, de campesinos rogando trabajo en la plaza del pueblo, esperando que el señorito se apiade de ellos y les ofrezca unas horas de explotación a cambio de un platillo de comida caliente y viscosa. Veo esos rostros también cuando me miro al espejo, y creo sinceramente, que son parte del mal olor que impregna todo.
Pero no lo causan, no son la fuente de la podredumbre, la fosa séptica de la que salen cientos de moscas glotonas y repletas de pus. No forman parte nunca de los lugares de los que sale esa pestilencia insistente, de vapor verde y denso, y de sonido metafóricamente tintineante. Los billetes, los cheques y las transferencias no suenan como un saco de monedas que se pasa de una mano a otra, pero su tacto repugna lo mismo, o casi tanto como el cuero sobado y pegajoso que las contiene.
Sois la vulgaridad triunfante, la victoria de lo mediocre, el ascenso de lo podrido hasta la cúspide. Porque esto es importante que os lo recurde alguien, pequeños aprendices de mafioso italiano, es importante. Podéis vestir con trajes caros aunque feos, viajar en berlinas de lujo con chofer, hablar por el móvil como si os fuera la vida en ello, y tratar a los demás con un desprecio inusitado, podéis incluso jactaos con formas toscas y lenguaje tabernario de lo abultado de vuestra cuenta, del encanto exagerado de vuestras hembras de monta, podéis reiros como dementes encima de vuestra pequeña montaña de poder.
Podéis, lo cual no os exime de lo que realmente sois, el producto último de una sociedad decadente, reyes absolutitas dieciochescos, con un genoma tan depauperado que os cuesta manteneros en pie. Sois la gañanada que se ata el pantalon del traje de Gucci con una cuerda, la misma que si tuvieramos algo de dignidad os tendriamos que poner al cuello, aunque sólo fuera por ver vuestro miedo.
2 comentarios:
Todo supervillano siempre encuentra a sus secuaces. El olor a zorromono y el sabor a cañerías mohosas del agua de una ciudad es algo de lo que no se puede escapar. Sólo nos queda saber que nunca seremos madres de familia numerosa, ni de los que devuelven el dinero al pobre capullo que perdió la cartera*.
Realmente eres un angry young man. Pero tienes razón. Dan asco. M
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