miércoles, 18 de agosto de 2010

Días asaigonados

Días de latitudes perdidas y brújulas estropeadas, de campos magnéticos totalitarios y caminos de indicaciones fallidas, círculos alrededor de un mismo punto, abrir una salida y entrar al mismo sitio del que has huido.

Salgo a la calle, son las doce, la luz es hostil, casi tanto como mi propia cabeza. El aire es extraño, como dulce, exageradamente, y los colores, alterados, tienden al violeta. La gente, ocupada en algo habitual, me resulta grotesca, y sus ocupaciones, comprar el periódico, pasear al perro, deleznables.

Días perdidos excepto para el cansancio, para la extenuación mental, el regodeo en las mismas ideas fangosas y los mismos problemas acuciantes. Ni el hacer nada consuela, ni el quedarte quieto, estático, como un bicho esperando el golpe que quiebre el caparazón, sirve para algo.

Ando buscando la trayectoria más corta hacia mi casa, pero sé que allí no voy a encontrar descanso. Aun así es el mejor plan que se me ocurre, el más cabal dentro de la sopa de imbecilidades que me he bebido. Cruzo una calle sin mirar y casi me arrolla un coche. En esos momentos la perspectiva del desmayo por el golpe me resulta razonable.

Acabé arremolinado alrededor del polvo, con otros muchos, zumbando estrepitosamente en un ruido de conversaciones inútiles y contemplativas, autoindulgentes, vacuas y asquerosas. Al menos me gustaría afrontar el hecho con naturalidad, y darme el gran atracón de una vez por todas, sin esperar sonrisas, disculpas y miradas de indulgencia.

Llego a mi calle y me veo atrapado en una procesión de Hare Krishnas. Es una demostración pública de su fuerza, tocan panderetas y hacen sonar unos cascabelillos. Uno de ellos, horrible, con una sonrisa mongoloide y dientes de conejo me intenta dar un folleto. Pienso seriamente en atrapar su cuello con mis manos y matarle allí mismo, delante de sus amigos, de los transeúntes que miran complacidos la estupidez orientalista. No lo hago porque cuando estoy dispuesto a ello me doy cuenta que ha pasado un rato, y estoy sólo y en mi casa.

Abro el grifo y un plato mal colocado derrama agua sobre mí. Mi indumentaria, reluciente hace horas, siglos, parece el sudario de un muerto. Me la quito, me quedo desnudo, me voy a la ducha, esperando quedarme en blanco y poder dormir algo. Sé que es imposible, sé que es mentira, pero tengo que intentarlo.

Como me gustan los domingos por la mañana.

2 comentarios:

Saskia dijo...

El término "asaigonado" me ha llegado al alma. Te felicito por ello, y por la "sopa de imbecilidades".

Seguiré husmeando por aquí.

Un saludo.

Daniel Bernabé dijo...

Todo lo que quieras, por favor. Le prometo que seguimos vivos, una alegría que alguien se meta y recupere cosas que escribí hace unos meses.