miércoles, 13 de octubre de 2010

Periplo



Los primeros compases del frío los noté en las acciones cotidianas. El agua empezaba a humear, el suelo requería de calcetines y me descubría, al amanecer, encogido entre una sábana demasiado leve, olvidada en los meses anteriores y ahora insuficiente. La cama era demasiado grande, como esos paisajes de Castilla que se ven desde un tren y que resultan inquietantemente vacíos para un espectador urbano, que los divisa, inmóviles, desde su ventanilla.

Caminaba con la compañía de mis botas, como un tambor de batalla, metrónomo de urgencia en llegar a ninguna parte. El cuerpo ondulando, las piernas dando zancadas largas, impulsándome por unas calles con aspecto de evacuación forzosa, de ejército en retirada. Odiaba lo cambiante de la vida y lo amaba de igual forma, lo que me parecía bochornoso era la mansedumbre de peatones, que apenas unos metros más arriba, se agolpaban por los mismos senderos como si desconocieran la libertad de tránsito, la agradable sensación de flotar por el asfalto sin dirigirte a ningún punto.

Estaba la calabaza gigante del bar alargado, en un callejón que salía de una de esas zonas atestadas, respiradero involuntario o extraña ventana hacia la normalidad. La hortaliza naranja era un anciano de edad indescriptible que observaba detrás del escaparate, y que no movía ni uno solo de sus pliegues a mi paso. Lo agradecía, en un mundo lleno de ojos detrás de las cortinas y señoras cuchicheando en una plaza en blanco y negro.

Cuando giraba por la calle más honrada de Madrid, Desengaño, entraba en un mundo extraño y grotesco, de putas conscientes de su trabajo, de ropa escasa y modales toscos. De sexos confusos, enfermedades anunciadas y demasiados meses a la intemperie del desastre. Cuando el negocio escaseaba alargaban su mano para detener al transeúnte, rozarle, llamar su atención de una forma desesperadamente anodina. Eran las putas del spleen, de clientes viejos e inmigrantes sin cartera, de chulos de guerra balcánica, de esperar sentadas en los bolardos con cara de aburridas. No eran atractivas ni parecían querer serlo, habían arrojado el erotismo a la alcantarilla. Parecían querer decir que con ser mujeres les bastaba, y a algunas ni eso.

Al llegar a la plaza me sentía mejor, estaban los niños. Niños de verdad que jugaban con un balón o a lo que fuera, que gritaban como gritan los niños de verdad cuando juegan. Me recordaba a mi barrio antiguo, en el que viví casi siempre, en una ciudad que absurdamente visito cada vez menos, pero que con su tosquedad, sus maneras carentes de afectación, era mil veces más sincera que esta puta zona llena de snobs de barraca y vanguardistas de museo, de agitadores de tertulia y de niñatos pijos que juegan a ser bohemios por una vez en su vida. Debería estar prohibido pisar ciertos adoquines cuando pasas los veranos en un velero.

Me aceleraba al llegar a la cuesta de la Luna y veía las librerías de tebeos, con sus muñecos para adultos en los escaparates. Me gustaba ver una cultura tan alejada de todo, tan recluida en si misma, tan de espaldas al mundo. Eran unos reductos de fantasía desbordante en una zona de realidad asfixiante. Pero aun así me gustaban. Bajaba algo más y me encontraba con la casa de los chinos, un portal de aspecto abandonado con carteles en caracteres indescifrables y donde, fuera la hora que fuese, salían o entraban orientales del portal, o esperaban fumando con la locura de miles de bicicletas haciendo sonar sus timbres. Debería haber esperado con ellos.

La calle se acababa, y al llegar a San Bernardo me acordaba del calor, de los hoteles modernistas y los nervios de una chica que sudaba y se tocaba el pelo, se colocaba el vestido negro y miraba a todo sin verlo. Me acordaba de la luz de principios de verano y de su cuerpo casi desconocido para mí, que movía inconscientemente, dejándome estúpido para el resto del año. Ella nunca lo supo, pero cuando me agarraba la mano algo descolocada por su nuevo entorno, la noté indudablemente nerviosa, y su pretendida arrogancia quedó diluida en ese gesto. Yo dejé que se lo creyera algo más.

Me abroché los botones de la chaqueta, miré al semáforo en rojo, y volví a notar el frío mientras que ella se alejaba calle arriba. No tenía manos que acariciar ni descubrimientos amables que ocultar, no tenía casi nada a lo que agarrame cuando el semáforo se puso en verde. Volví a iniciar la marcha, como un tren que con demasiada potencia hace resbalar sus ruedas de metal en los raíles. Y allí estaba de nuevo, uno tras otro, ese ritmo que marcaba la suela demasiado dura de las botas.

Empecé a sentir, que pese al frío, que pese a la ausencia, tenía algo a lo que agarrame, el sonido de mis pasos.

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La foto que ilustra esta entrada está sacada de aquí

2 comentarios:

Álex dijo...

Sería capaz de seguir esos pasos y no me equivocaría de camino ni un milímetro. Acabo de acompañarte ese trayecto, cada persona que entre aquí y lea lo hará contigo.
Estupendo, Daniel.

Daniel Bernabé dijo...

Gracias Álex. No hace falta que te diga que ante el cambio, la inseguridad y los momentos extraños, a algunos, sólo nos queda escribir.