lunes, 1 de noviembre de 2010

Zumbido sordo de una bombilla



El oscuro viento del norte soplaba entre los muros derruidos de los edificios. Era un escenario de guerra, de paredes desconchadas, abiertas y violadas. Caminaba por la calle y podía ver lo que había en el interior de las casas. De una forma obscena los recuerdos de vidas ajenas se exponían ante mí.

Había pósters en las paredes medio arrancados, cuadros en ángulos extraños y fotos tiradas por el suelo. No hay nada más triste que una foto sucia y caída, en la que dos personas, jóvenes y con esperanza, son contemplados por un extraño que siente que todo se le escapa de las manos, que no puede asir nada más de cinco minutos. Los armarios también estaban abiertos, los veía desde abajo, con abrigos antiguos colgados en las perchas, con camisas que una vez fueron gloriosas pero que ahora estaban hechas jirones. El humo se veía en el horizonte, pero se olía a cada paso. Una mezcla de madera quemada y apagada por la lluvia, de papeles rotos con palabras torpes que se caían de las hojas, y al llegar al suelo se rompían, dejando montoncitos de letras que ya no significaban nada.

Me cruzaba con gente anónima, desconocida. Creo que vagaban como yo, sin saber a donde ir, o mejor dicho, sin capacidad para recordar a donde iban. Una vez un hombre mayor al que quería me contó una historia en la que pude adivinar la decadencia de casi todo, nuestro camino irreconducible hacia el desastre. Fue a hacer alguna acción cotidiana, como comprar el pan, o tabaco en el estanco. Después de franquear la puerta y andar unos cientos de metros, le sobrevino la angustia de no saber donde estaba, ni de que había ido a hacer a la calle, el montón de piedras de ni si quiera saber volver a su casa. En este decorado de ruinas, los pocos caminantes con los que me cruzo son así.

Me fijo en sus caras y algunos de ellos no están en el mismo tiempo que yo, aunque comparto su espacio. Uno me dice que ni si quiera está vivo, que veo su imagen de hace quince años, que a pesar de que aún no era su momento, una absurda enfermedad o un inesperado accidente se lo llevaron. Me cuenta que todavía sigue sintiendo el dolor de unos pocos que le echan de menos, pero que la mayoría, hasta gente que creía cercana, ya piensa poco o nada en él. No lo dice con rencor, no encuentro incomprensión en sus palabras, al fin y al cabo, musita mientras recoge una manta roja del suelo, la gente tiene que seguir con sus vidas.

Se cruza un perro en mi camino, de una parte de los escombros a la otra. Me mira y aunque es de día, nublado y oscuro, sus ojos brillan como si le contemplara desde un coche. Le falta una pata pero se las apaña bien, al momento desaparece entre unas casas donde hay unos niños esnifando pegamento en bolsas. Son los mismos que veía desde la ventana, cuando era pequeño y me asomaba al descampado. Sabía lo que hacían por esas conversaciones que los mayores tienen delante tuya creyendo que eres demasiado pequeño para entenderlas. Le robaban el pegamento al zapatero, una vez incluso le amenazaron con una navaja. Ellos siguen siendo niños, no han crecido, supongo que será por culpa de su adicción.

Veo la luz de una televisión encendida, cambiando de potencia incesantemente, azulada, parpadeante. No puede haber electricidad después de este desastre, pienso mientras subo las escaleras, con cuidado de no precipitarme al vacío. No hay nadie en la sala, me fijo en que en la pantalla hay un vídeo familiar. Está grabado por alguien que está haciendo un viaje con sus padres. Esos viajes en esa época de tu vida en la que nada ha cambiado pero que notas que todo está a punto de cambiar para siempre, que la rutina, los asideros que has tenido desde niño, que se han repetido como estaciones inconmesurables que te han permitido crecer, van a desparecer para siempre. Según pienso ésto la imagen cambia a la de unos dibujos animados de fantásticos colores.

Miro a la casa de enfrente. Hay un niño con un telescopio. Mira a la tele, la suya es en blanco y negro y prefiere quedarse solo con el sonido y utilizar el rudimentario artefacto para saber que hay otros mundos diferentes, pero no son el suyo. En su casa aún hay cristales, y aprovechando el vaho de su respiración, el pequeño, castaño claro, cinco años y chándal blanco, hace dibujos en ellos. No puedo evitar conmoverme al verlo, al sentir que intentará, mañana tras mañana, repasar lo que ha hecho para que no se borre, en un acto condenado al fracaso. Lo peor es que para quien iba dirigida la frase, escrita con la mejor letra infantil que un dedo de un niño puede hacer en el vaho de un cristal, reprobará sus actos.

Bajo la escalera con un nudo en la garganta, todo está empezando a ser demasiado insoportable. Giro la esquina con intención de salir de esa calle, de alejarme de allí corriendo, de salir de esta locura. No vale de nada, es la misma calle. Sigo andando, no me queda otra.

Unas prostitutas se calientan con un fuego improvisado. Me hacen gestos, una se sube la pequeña falda y me enseña todo. No lleva bragas. Me gritan y se ríen. No las oigo pese a que estoy cerca, están sin sonido, apagadas, son una imagen extraña. Una de ellas, algo más apartada, sentada en una silla de tijera no hace ademán de burla. Me mira con tristeza, es rubia, parece de un país alejado, tiene las caderas anchas y el pecho pequeño, lleva un abrigo marrón de abuela, aunque creo que no tendrá más de veinte años. Creo que tengo que acercarme y llevármela conmigo, aunque no sé a donde. Al andar el grupo se difumina, pierde consistencia como una señal de radio lejana. Ella extiende su mano, pero es tarde, solo queda el vacío y un zumbido sordo de bombilla fundida.

Empiezo a pensar en cuanto llevo aquí y no me acuerdo. Miro a mis pies y veo mis zapatos desgastados y sucios. Me toco la cara y me asusto. No es lo que esperaba encontrar. La piel está curtida por muchos afeitados y demasiadas mañanas esperando un autobús que no llega, por el frío de un Enero perpetuo, por las inclemencias de una vida equivocada. Las arrugas de mi boca se han convertido en surcos, en cicatrices, en hendiduras profundas como cañones excavados por ríos que ya no existen.

Las arrugas de mi boca. No sé porque, pero al pensar en ellas una ligera sensación de calor me llega desde adentro. Es como una luz demasiado débil, una pequeña muestra de algo que debió ser bueno, que debió tener significado. Me quedo inmóvil, mirando a ese punto de fuga que todos tenemos, donde los ojos se ponen vidriosos y perdidos, para permitirnos ver nuestros pensamientos. Noto que estoy llorando, pero no consigo saber el motivo.

Me siento en el suelo, está anocheciendo y es el momento de dormir. Me pego todo lo que puedo a la pared y me ajusto el abrigo hasta el cuello. Veo las luces de explosiones en la distancia, muy lejos. No me llega ni el sonido. Un hombre pasa montado en una bicicleta de cartero suizo. Toca el timbre y se despide de mi con la mano. Yo le guiño el ojo. Quizás nos conocemos de otro momento, quizá de otro lugar en el que todo estaba en su sitio.

Poco a poco voy notando como los ojos se me cierran y las imágenes creadas por el cinematógrafo de la noche van tomando posición. Es una de las pocas cosas que me agrada de este sitio. El saber que se sueñe lo que se sueñe, nunca va a ser peor que la realidad.

Vuelve a soplar el viento del norte, frío, austero e implacable.

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