martes, 30 de noviembre de 2010

El café




Cuello de cisne negro, pantalones grises de una tela recia como sus principios, estrechos, como el camino por donde le habían obligado a ir. Abrigo marinero recto, dos filas de botones alineados, como la gente que le observa con extrañeza cada mañana en el metro. Botas de ferroviario, limpias, pulcras, dos recordatorios de dignidad frente al sucio suelo del vagón.

Ya ha pasado un buen rato desde que se levantó, en una habitación como otras muchas, de un pueblo de periferia donde al final de las seis las luces se empiezan a encender tímidamente, como un juego de extraña estética en bloques de nueve plantas. Hoy se ha acordado de su padre, del olor de la colonia y su cara recién afeitada, cuando le daba un beso antes de ir a trabajar y lo notaba entre sueños. Él no tiene a nadie a quien besar al irse a coger el tren, ni planes de tenerlo.

Aprovecha la oscuridad del túnel y se coloca el pelo, corto, con forma de casco de aviador, trazado con escuadra. Hace calor pero no es agradable. No es el calor de una mano que acaricia, no es el calor de cuerpo de alguien al que abrazas. Es la respiración cansada y triste de cientos de miles de personas que como él que son derrotados según ponen el pie en la calle cada mañana.

A algunos los conoce de vista, coincidencia de horarios, como en las cárceles grandes, o los colegios, en los que sales al patio y te fijas en esa chica rubia del curso de al lado que no te hace ni te hará caso nunca.

Hoy, de los fijos, va un hombre con un traje azul que lee un periódico gratuito con pinta de no enterarse de nada. Se le ve esforzado en concentrarse por encima de una conversación sonrojante que disparan dos tías bajitas, recepcionistas en alguna de las torres del norte. Quiere ir y decirle que no se esfuerce, que no hay nada de que enterarse en un periódico, que la noticia está a su alrededor, y se repite a diario, y por el número de implicados debería tener un titular permanente en la prensa. El gran atraco, el robo del siglo, piensa mientras que toca el tabaco en el bolsillo del abrigo azul.

Sube las escaleras y oye el ruido de las pisadas que se arrastran por el suelo de la estación. El rascar de pies continuo, alguna carrerita de alguien que llega tarde, una pareja que viaja junta y que se despide justo antes de acabar el tramo final. Él se despidió un día, hace mucho, llovía como nunca, su vida fallaba como siempre. El frío le sopla en la cara que es hora de volver, el cigarro aspirado con fuerza es el último placer artificial que se permite, unos minutos andando hasta la oficina.

Entra en el portal y saluda con un gesto y un buenos días furtivo al portero, en la radio un miserable suelta alguna bravata, el portero asiente. Quizá le devuelva el saludo, posiblemente apoye la barbaridad del predicador, puede que ambas cosas. Da al botón del ascensor y justo antes de entrar se cuela con él una chica de un par de plantas más arriba. Saludo breve, sonrisa de ella, olor agradable de colonia excesivamente femenina, como las curvas de debajo de la falda que le queda algo estrecha, se intuye su ropa interior. Quizá ha engordado, puede que busque un ascenso. Oye la música mientras que ella apaga el cacharrito con sus uñas rojas. Lo segundo, te jodes, por tener mal gusto, tipografía en su cabeza.

Sentado frente a la pantalla, luz azul en la jeta, pequeño cubículo lleno de papeles. Se le ocurre buscar su testamento pero no lo encuentra. Un par de compañeros hablan de un partido de fútbol o de la película que pusieron anoche donde salía esa rubia de las tetas grandes. Hablan de la carrera de coches como si fueran pilotos, trazan un plan de salvación mundial con un par de peregrinas ideas políticas que ni si quiera son suyas.

A ti que te parece, le dice uno buscando su complicidad. Me parece que deberías meterte la corbata por dentro del cuello, imbécil pretencioso, piensa mientras que contesta algo neutro y común con la esperanza de que le dejen en paz.

Un par de balances, unos gráficos, un retoque fotográfico, cuadrar unas cuentas, contestar llamadas, escribir una frase que resuma el magnífico espíritu de aventura de aquella colonia. Trabaja haciendo algo. Ya no sabe muy bien el que ni tampoco importa. Sólo quiere que sean las once y media y bajarse a tomar café y desayunar, una victoria inmediata, un cigarro apoyado en la barra. Curiosea un poco en Internet, en una de esas páginas de ingeniería social donde la gente traza un estupendo y arrebatador perfil de si mismos. Se fija en las fotos de la fiesta donde estuvo. Aquella chica parecía maja, mientras que lee los ingeniosos comentarios, a ver si en la siguiente consigue estar más acertado con ella. Cierra la ventana, la de mentira, se pone el abrigo, coge el tabaco y el mechero del cajón. Hay además unos chicles y unos pañuelos. Una goma de borrar y un par de bolígrafos sin caperuza.

- Alberto- le dice el jefe, no el jefe de verdad, que nadie conoce, uno intermedio, un sargento chusquero de moqueta, - Puedes venir un minuto- tono afable de prestidigitador social - Cierra la puerta cuando entres- confirma sus sospechas de masaje de huevos por unas manos que no desea.

Está tomándose el café en el bar, más serio que de costumbre, con la mirada aún más alejada de todo lo que le rodea, casi enajenado de la realidad. No puede dejar de repetirse con que derecho le han puteado así, cual es el objetivo último, la extraña satisfacción obtenida. Un pequeño error en un informe, un cliente que se queja, una impuntualidad de cinco minutos, siempre, siempre encuentran algo. Luego el teatro de la comprensión, de la amenaza velada, del dejar claro quien manda allí. De su parte unas torpes explicaciones, una disculpa incluso, el silencio cuando no puede más.

-Ponme otro café- le dice al camarero con decisión - Que esté bien caliente- asegurándose de que su voz se eleva por encima de las del resto - Que sea para llevar- dejando claro que no es para él.

El corazón le empieza a ir más rápido y nota el cosquilleo de la adrenalina, como aquella vez que tuvo que salir corriendo con los de azul detrás cuando todavía creía en manifestaciones y cambios. Sube por las escaleras, no tiene tiempo de esperar al ascensor, un piso, dos, tres, llega al cuarto, está en mejor forma de la que pensaba, nota el calor que casi le quema a pesar del grueso cartón por donde sujeta el vaso. Entra a la oficina a pasos grandes, impulsándose con una fuerza que sale de dentro, de ese lugar dónde acumulamos toda la basura de nosotros mismos y nuestras vidas.

Entra al despacho del miserable que sirve de correa de transmisión a toda esta mierda.

- Cuelga el puto teléfono – le revienta en la cara al aprendiz de golfista – que tenemos que hablar – el otro obedece como un crío asustado – Mira grandísimo hijodeputa – le brotan de la boca las palabras como lava a borbotones en un volcán – te juro – y le agarra el nudo de la corbata acercándole lo suficiente para que le salpique su saliva – que como me vuelvas a joder por nada, este café que te traigo, y que te vas a beber – le pone el vaso de cartón en la piel para que sienta el calor – te lo pienso tirar a esa cara de niñato gilipollas que tienes.

Deja el café en la mesa. Su jefe, el rubito de melena ladeada, el que conduce el amago de deportivo, el del chalet adosado en aldea usurpada de la sierra, está inmóvil, como un insecto apunto de recibir el zapatillazo. Se dirige hacia la puerta con las botas reflejando los neones del techo, antes de salir se gira – Como me despidáis justo ahora te juro que te meto dos tiros – le dice señalándole con el dedo y con voz extrañamente tranquila.
En su vida ha visto una pistola.

Se sienta en su mesa, empieza a escribir un mensaje a la chica maja de la fiesta del último sábado. La dice que le gusta, le propone quedar entre semana, incluso fija hora y lugar. No pasan cinco minutos y ella le contesta que sí. Se mira las botas y piensa que es hora de empezar a caminar haciendo algo más de ruido. Su jefe sale del despacho a las dos horas, pasa por su lado como sin verle, él sí se fija en su cara. Una de las mejillas está extrañamente roja, como quemada por demasiado calor.

4 comentarios:

Saskia dijo...

La rabia como consecuencia de la represión de las frustraciones y la impotencia. De la resignación acumulada. Al final sólo queda la ensoñación de lo que podría hacerse. De lo que merecería haber sido hecho.

Pero siempre acabamos siendo ¿civilizados?

Hacen falta más revoluciones. Pero no las explícitas.

Daniel Bernabé dijo...

Yo hace tiempo que dejé de saber lo que se podía hacer o como hacerlo. Lo único que sé es que así no se puede seguir.

Y sí, al menos en mi caso me quedo en unas torpes palabras y poco más, no hay más que una subversión escrita e imaginada.

Saskia dijo...

Al menos existe la subversión, y el conocimiento de su necesidad.

No es fácil y, la mayoría de las veces, casi imposible revolverse. Pero no hay que perder la esperanza.

Algunos seguimos acechando el momento.

Javier dijo...

Un puñetazo en la mesa o termina por hacerte engrosar las filas del paro o por el contrario supone un ascenso o una subida de sueldo. La historia es probarlo. Genial leerte.