La lluvia no cae del cielo, se desploma. La casa, sumida en medio de la tempestad, deja ver una luz a través de una de las ventanas del piso de arriba. Se deduce, erronamente, una calidez amable, de dormitorio donde se lee a Virginia Woolf, se mira a los ojos o se piensa en la preparación de la comida del día siguiente.
Dentro hay una pareja. No permanecen impasibles mirando al techo en camas separadas, saltan sobre la cama con una felicidad tóxica, hasta que caen al suelo, se desmoronan con estrépito de cien años de problemas ocultos y enterrados. Al intentar reponer sus vasos al estado deseado caen en la cuenta que la botella ya no va a dar más de sí, está exhausta, sus risas se vuelven nerviosas.
Él, en otro tiempo alguien a quien tu jefe hubiera confiado sus secretos, se agarra a la temeridad, a ese pensamiento posibilista que explota en las cabezas de todos los que alguna vez hemos necesitado algo y no lo hemos tenido. Y lo hemos necesitado no como el agua o la comida, no como el sexo, el sueño o el amor, si no como la química descompensada dentro de nuestras cabezas.
Sale por la ventana, desciende por un árbol con un júbilo inaudito, avanza unos pasos y está tan cubierto de agua como lleno de ansiedad por dentro. Tiene que llegar al invernadero donde se esconde lo que ansía, tanto, que ese momento no valen las matemáticas, las consideraciones, teorías o precauciones.
Al entrar el agua hace resonar los cristales como unas neuronas a las que les falta el estímulo, como unas serpientes que han recibido demasiado sol y poco alimento. Enterró la botella en tiesto, recordó la clave, el numero de pasillo más el número de maceta. Sólo unos pasos hasta el único polo norte magnético que importa en esos momentos.
No da con ella a la primera. Risa nerviosa, autocomplaciente, cómplice de una posible anécdota que contará entre sus sábanas a la mujer que le espera seminconsciente en la habitación. No da con ella a la segunda, ni a la tercera, números, claves, confusión, nudo en el estómago, ganas de vomitar, cabeza fluyendo a una velocidad eléctrica por un mar de densa gelatina.
Surge el enemigo abstracto pero necesario, alguien carente de forma pero que necesita ser creado para recibir la andanada de cañonazos de la frustración dictatorial que se ha apoderado de todo.
- ¿Quien sois vosotros, quién, por que me la ocultáis? - ladrando inútilmente al vació con una planta arrancada de cuajo.
La palabras dejan espacio a las acciones, al ate, la ceguera demente que impide ver como el invernadero sucumbe ante un tornado sub-humano. Las fuerzas cesan, solo queda llorar en el suelo, cubierto de tierra y cadáveres vegetales aun latientes, belleza efímera y tan débil como la personalidad de un adicto.
La botella aparece semienterrada hasta que la mano la agarra con ternura de padre. Ya sólo queda clavarla en el esófago y dejar que todo se torne raro, palpitante, oscuro, ya sólo queda esperar la nada, solo.
Dentro hay una pareja. No permanecen impasibles mirando al techo en camas separadas, saltan sobre la cama con una felicidad tóxica, hasta que caen al suelo, se desmoronan con estrépito de cien años de problemas ocultos y enterrados. Al intentar reponer sus vasos al estado deseado caen en la cuenta que la botella ya no va a dar más de sí, está exhausta, sus risas se vuelven nerviosas.
Él, en otro tiempo alguien a quien tu jefe hubiera confiado sus secretos, se agarra a la temeridad, a ese pensamiento posibilista que explota en las cabezas de todos los que alguna vez hemos necesitado algo y no lo hemos tenido. Y lo hemos necesitado no como el agua o la comida, no como el sexo, el sueño o el amor, si no como la química descompensada dentro de nuestras cabezas.
Sale por la ventana, desciende por un árbol con un júbilo inaudito, avanza unos pasos y está tan cubierto de agua como lleno de ansiedad por dentro. Tiene que llegar al invernadero donde se esconde lo que ansía, tanto, que ese momento no valen las matemáticas, las consideraciones, teorías o precauciones.
Al entrar el agua hace resonar los cristales como unas neuronas a las que les falta el estímulo, como unas serpientes que han recibido demasiado sol y poco alimento. Enterró la botella en tiesto, recordó la clave, el numero de pasillo más el número de maceta. Sólo unos pasos hasta el único polo norte magnético que importa en esos momentos.
No da con ella a la primera. Risa nerviosa, autocomplaciente, cómplice de una posible anécdota que contará entre sus sábanas a la mujer que le espera seminconsciente en la habitación. No da con ella a la segunda, ni a la tercera, números, claves, confusión, nudo en el estómago, ganas de vomitar, cabeza fluyendo a una velocidad eléctrica por un mar de densa gelatina.
Surge el enemigo abstracto pero necesario, alguien carente de forma pero que necesita ser creado para recibir la andanada de cañonazos de la frustración dictatorial que se ha apoderado de todo.
- ¿Quien sois vosotros, quién, por que me la ocultáis? - ladrando inútilmente al vació con una planta arrancada de cuajo.
La palabras dejan espacio a las acciones, al ate, la ceguera demente que impide ver como el invernadero sucumbe ante un tornado sub-humano. Las fuerzas cesan, solo queda llorar en el suelo, cubierto de tierra y cadáveres vegetales aun latientes, belleza efímera y tan débil como la personalidad de un adicto.
La botella aparece semienterrada hasta que la mano la agarra con ternura de padre. Ya sólo queda clavarla en el esófago y dejar que todo se torne raro, palpitante, oscuro, ya sólo queda esperar la nada, solo.
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