Pues sólo existe una gran aventura
y es hacia adentro, hacia uno mismo,
y para esa, ni el tiempo, ni el espacio,
ni los actos, siquiera importan.
y es hacia adentro, hacia uno mismo,
y para esa, ni el tiempo, ni el espacio,
ni los actos, siquiera importan.
Trópico de Cáncer HENRY MILLER
Descubro una nota en el libro, un papel, que supongo me sirvió de marcapáginas, anotado, mi letra, una conexión con el pasado, un puente que me hace caer hacia un momento casi olvidado.
Estoy en mi casa por casualidad y en la calle llueve. Puedo ver el muñeco rojo del semáforo apareciendo a cada rato, prohibiendo el paso a nadie, trabajando un día de fiesta. Me llega el sonido de la tele del salón, de mi madre hablando sobre un programa insulso. Reconozco mi casa, mi habitación, pero ya no es la misma que dejé hace unos años. Partí de casa fingiendo ser otro, inventando un personaje costumbrista, trabajando de muñeco de semáforo sin valer para ello.
Me enciendo un cigarro y el humo me entra como una amable criatura, noto su densidad, es el metrónomo de mis pensamientos. Miro la nota y me veo con veintipocos años, anotando citas de un libro que no debí comprender. En aquel momento aún no había transitado por esos lugares que dan miedo pero que resultan irresistiblemente magnéticos. Creo, sin embargo, que aquel libro me gustó porque hablaba de dolor, y de eso yo ya iba sobrado en aquella época.
La nota me duele porque me recuerda lo que pude haber sido. Un papel a veces te tira de la tripas más que cualquier reflexión, más que la mayoría de las personas. Decido salir a la calle. Me pongo la parka, me ajusto el gorro y cojo el mismo ascensor que me ha llevado en mis días más memorables, en mis jornadas más tristes y en mis momentos más convulsos. Debería hacer un monumento a esta máquina.
Estoy en mi casa por casualidad y en la calle llueve. Puedo ver el muñeco rojo del semáforo apareciendo a cada rato, prohibiendo el paso a nadie, trabajando un día de fiesta. Me llega el sonido de la tele del salón, de mi madre hablando sobre un programa insulso. Reconozco mi casa, mi habitación, pero ya no es la misma que dejé hace unos años. Partí de casa fingiendo ser otro, inventando un personaje costumbrista, trabajando de muñeco de semáforo sin valer para ello.
Me enciendo un cigarro y el humo me entra como una amable criatura, noto su densidad, es el metrónomo de mis pensamientos. Miro la nota y me veo con veintipocos años, anotando citas de un libro que no debí comprender. En aquel momento aún no había transitado por esos lugares que dan miedo pero que resultan irresistiblemente magnéticos. Creo, sin embargo, que aquel libro me gustó porque hablaba de dolor, y de eso yo ya iba sobrado en aquella época.
La nota me duele porque me recuerda lo que pude haber sido. Un papel a veces te tira de la tripas más que cualquier reflexión, más que la mayoría de las personas. Decido salir a la calle. Me pongo la parka, me ajusto el gorro y cojo el mismo ascensor que me ha llevado en mis días más memorables, en mis jornadas más tristes y en mis momentos más convulsos. Debería hacer un monumento a esta máquina.
La lluvia ha apagado el frío y mis pies pisan las calles mojadas y naranjas. La luz de las farolas en un día como este es de serie de televisión un domingo por la tarde, de resultados de jornada futbolística anotados por mi padre en pijama, esa quiniela que nunca llegó, ahora me parece ser un niño de siete años perdido y triste.
Creo que desde esa época empecé a odiar a la gente. Notaba un desplazamiento, una incomprensión mutua, un extrañamiento de explorador victoriano ante una tribu africana. Según fui creciendo, la brecha se agrandó y cuando escribí la nota que hace un rato ha volteado mi tarde, era un abismo de proporciones continentales.
Un coche me pasa rápido por mi derecha y puedo ver a la familia que va dentro, una pareja joven con un niño pequeño. Casi puedo reconstruir sus vidas sin conocerlos. No hay desprecio, hay miedo ante lo sabido. Entro en un bar a comprar tabaco. Mientras que el camarero cambia el billete con desgana, veo las fotos de los platos combinados, las botellas colocadas por familias de licores. Echo las monedas en la máquina y me miro en un espejo. Me veo mayor, me veo inseguro, pero con un aire de dignidad fracasada que antes no tenía. La aceptación de lo evidente, de mi fracaso como escritor, como hijo y como pareja, como producto social incluso, por lo menos te proporciona la tranquilidad de saber que ya nadie espera nada de ti.
Veo a unas señoras en una mesa, toman un café, gritan como brujas. Cojo el bolso de una. Lo hago rápido y nadie se da cuenta. Es la primera vez que robo algo y casi se me sale el corazón por la boca. M e meto en un portal y subo al entrepiso. Me siento en la escalera y empiezo la autopsia. Pañuelos de papel, un móvil viejo, una cartera con carnet, tarjetas y 20 euros, pintalabios, dos horquillas, residuos indefinidos. Abro el móvil y curioseo los mensajes: “Mi marido se va mañana A las 5 te espero para que me claves la polla bien hondo”. Siento una mezcla de excitación y asco, de nerviosismo por conocer una miseria de alguien anónimamente cercano. Pienso en llamar al marido, sólo por joder, sólo por crear un conflicto, sólo por quebrar una vida. Tiro el móvil contra la pared de la escalera y lo reviento como a un caracol.
Salgo del portal y me enciendo un cigarro. Ando rápido hacia ninguna parte como llevo haciendo años. Me paro y miro una alcantarilla. Recoge el agua de la lluvia. La suciedad y el aceite de los coches hace que se formen extrañas formas con la luz. Sólo me hace falta concentrarme un poco y empiezo a ver cosas conocidas: veo el Tíber iluminado e la curva del castillo de San Angello, veo el globo aerostático en el que subí con doce años, está mi profesora de ética del instituto, probablemente la mujer más sexual que he visto en mi vida. Veo a Steven Spielberg de joven, cuando no era ñoño, rodando ‘Tiburón’, está el sauce llorón de mi piscina y yo mismo mirando el sol entre sus ramas.
Levanto la vista y veo a una chica que me mira extrañada en la acera de enfrente. Lleva paraguas y parece que espera a alguien para salir de fiesta. Pienso en gritarla que la odio, a ella, a sus botas blancas y a sus rizos de peluquería, que odio su abrigo sin clase y su bolso a juego con sus botas. Pienso en decirla que me odio a mí mismo, pero me entra una tristeza tan fuerte que tengo que apretar la garganta para no llorar.
Me quito el gorro y me lanzo a una carrera desenfrenada. Nunca el agua de la lluvia fue tan oportuna para ocultar las lágrimas de alguien.
_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _
Foto del flickr Ecstasy & Wine.
4 comentarios:
Hey,
¿y no tienes algo más largo para leer?
Un abrazo
Dani
Soy María,
me encanta leer tu aurora moderna sabes? identifico con cosas que dices.mi casa, ya no es mi casa cuando voy a ella,pero, la echo de menos...
Cuando olvidamos cerrar los armarios y bosteza toda la casa es el momento de huir.
Me gustan tus historias, Daniel Bernabé. Son viajes en Lambrettas destartaladas. Son un jodido soplo de ingenio y carácter.
Me gusta mucho tu forma de escribir, salta a la vista que tienes talento.
Publicar un comentario