Llegué a casa a la hora acostumbrada y encendí la tele en cuanto entré. Me senté con el abrigo y permanecí con el mando en la mano viendo los últimos minutos del programa previo al informativo. Unas imágenes de un desfile de moda se mezclaban con un amago de música. Las letras ocupaban la pantalla como una cortina de profesionalidad que ocultaba inútilmente las metas inalcanzables con las que bombardean a la gente. Cuando el presentador saló en pantalla dando las buenas noches, me puse aún más nervioso. Los titulares desfilaron como píldoras de comprensión de la realidad, y al llegar a la sección de cultura ella apareció en la pantalla brevemente.
Disponía de unos veinte minutos hasta el final de las noticias de deportes, y sabía que, a menos que hiciera algo, el tiempo se haría tan sólido que me costaría respirar. Fui a la habitación y me puse ropa algo más cómoda, encendí la calefacción y entré al baño un momento. De fondo oía a un político justificarse de una forma tan burda que cualquier otro día hubiera hecho un corte de mangas a la pantalla, un esfuerzo inútil de venganza personal ante la mediocridad dominante.
En la cocina empecé a llenar un plato con unas patatas. Creo que desde que se fue seguí comprándolas como un homenaje a la gastronomía de combate que seguíamos en aquella época. Miré el cuchillo que había en la tarima y me pareció más amenazador que de costumbre, brillante y afilado, como las frases que me dedicó la última vez que nos vimos.
Me senté de nuevo y abrí un botellín frío. Me gustaba el tono opaco que el vaho daba al cristal. La cerveza llenó el vaso, primero inclinado y luego girado para sacar la espuma justa. Me sorprendió, cuando la conocí, que fuera incapaz de hacer tan sencillo movimiento. Siempre tuvo la incapacidad más notable para las cosas cotidianas.
Un futbolista se había lesionado. Las imágenes del momento en que se rompía aparecían desde distintos ángulos. Con cada una me dio la sensación de que aquel deportista era una persona diferente, la misma cara de dolor se transformaba a cada toma. Ella siempre me acusó de no saber con quién estaba hablando, a qué atenerse, de contar con diferentes caracteres con los que tenía que convivir.
Cuando di otro trago más y el vaso estaba en a mitad, apareció en la pantalla. Estaba algo más mayor, pero tan guapa como siempre. Había ganado el premio en el festival y llevaba un vestido rojo con un escote tan provocador que se intuía el gesto de burla hacia casi todos. Su pelo era algo más corto, y a la vez que intentaba quedarme con sus palabras y atrapar su voz en mi mente, no podía dejar de mirar sus labios, tan de actriz italiana, tan insinuante como un cuerpo bajo unas sábanas.
El presentador despidió el informativo con una frase de un ingenio tan escaso que apagué la tele de inmediato para que no se mancharan mis recientes recuerdos.
Si hubiera podido verme desde fuera, hubiera tenido una expresión congelada, una vista mirando un horizonte lejanísimo, unas arrugas marcadas a los lados como un muñeco de ventrílocuo tirado en un rincón.
Me acordé de su olor los sábados por la mañana, de lo mal que según ella le acariciaba el pelo, del primer periódico que compramos juntos y de sus zapatos con un lazo por cordones. Me metí otra vez entre su cuello y su hombro y la besé ligeramente, le compré un billete de metro con un euro que me sobraba y la vi mezclar mostaza con ensalada. Cada patata que quedaba en el plato era como una estatua derribada.
Tuve una angustia de las que te hacen respirar como un pez fuera del agua al preguntarme si ella recordaría siquiera mi nombre. Apreté el puño y sentí como las uñas se me clavaban en la piel. Me concentré en el dolor físico, para intentar apagar la procesión de tambores aragoneses que bajaban en riada por mi cabeza.
Sonó la llave de la puerta y apreté instintivamente el mando para que se encendiera la televisión de nuevo. Apareció un hombre de aspecto ruso con un traje de lentejuelas haciendo unas pompas de jabón enormes mientras el público aplaudía.
-¿Qué haces? - me preguntó mi mujer sin mucho entusiasmo.
-Nada, lo de siempre, ver la estupideces de la tele -contesté mintiendo con una falsedad tan propia de mí, que pude comprender en ese momento porqué ella me había dejado.
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La foto es del flickr Ecstasy and wine de Felipe Ottofree.
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