Me levanto desacostumbradamente pronto, y tras voltear otras costumbres como la de afeitarme siempre antes de la ducha, intento vestirme lo mejor que puedo. Una de mis camisas preferidas, entallada, pata de gallo, con tantos botones como ese día necesito. Pantalones negros, estrechos como tuberías, y unos zapatos marrones, italianos, dibujados por un preciso artista. La ropa no es una tarjeta de presentación, no hoy, es la única forma que se me ocurre para poder dar dos pasos sin caerme.
Estoy seriamente tocado, y lo noto, estoy renqueante como el motor de un coche viejo al que se le ha pedido demasiado, y en las mañanas frías (porque en Abril todavía puede hacer mucho frío), me cuesta arrancar horrores. Mientras que intento darme una fingida prisa, hoy he decidido llegar diez minutos tarde, me bebo un vaso de leche que me recuerda a los nervios infantiles antes del colegio. Creo que nunca superé el primer día, la percibida traición materna, el ser consciente una noche de que me quedaban décadas de hacer algo que no quería.
Me despido de ella, semidormida, calmada y con ese pelo que tiene la facultad de quedarle bien siempre. Se despierta sobresaltada, me mira con ojos de ciervo asustado y me dice que voy tarde.
-Ya lo sé - me acerco andando despacio - pero hoy me lo voy a permitir. Si no puedo tomarme dos minutos de mi vida para besarte no creo que merezca la pena nada en este mundo.
Bajo en el ascensor, vamos cuatro: yo, el miedo, el error y la culpa. Les doy los buenos días mientras que saco un lucky del bolsillo del abrigo como lo haría un presidiario. Me pongo los cascos y me cruzo con un vecino. Soy yo mismo años después, no sé si me gusta lo que veo.
Por los designios de la tecnología, esa posmoderna constructora de destinos, suena una canción que hace siglos que no oigo. Me doy cuenta de que aunque con dieciséis años creí entenderla no supe de que hablaba realmente. Trata del mundo moderno, de la falta de brillo en todo lo que nos rodea. Es tan británicamente sonora como el cielo gris del centro de Madrid. En ella aparecen una pareja, demasiado tiempo juntos, demasiada templanza, demasiados besos con labios secos. Y la frase resuena en mi cabeza: And the mind gets dirty, as you get closer to thirty.
Cuantas veces me he preguntado si he cambiado a peor, si ahora soy más egoísta, turbio, peor persona en todos los aspectos. He leído unos cientos de libros y visto otras tantas películas, he viajado a algunos países y he tenido algunas amantes. He conseguido dos o tres cosas y destruido otras cuantas, (y parezco seguir empeñado en llevar la dinamita conmigo). Sigo cargando mi saco de culpa a la espalda, más lleno y pesado. Siempre he creído que un hombre debe soportar sus errores toda la vida y aprender a vivir con ellos.
Busco el sol entre las calles estrechas y empinadas, ando rápido, me fijo en todo y en nada. Una ciudad, un barrio, no es más que una construcción mental de una sola persona, basta que el pensamiento se diluya para que todas las calles desaparezcan. Ojalá fuera así con esos engranajes rotos que hacen que el reloj no marque casi nunca bien la hora.
Llego al trabajo, enciendo todo como de costumbre, me tomo un simulacro de café que me anticipa el futuro de esta ciudad, entran algunos clientes.
Delante mía dos mujeres sudamericanas, nemésis de la mayoría de inmigrantes que conozco, pertenecen a una élite endogámica. Pretenden tener un aspecto respetable pero parecen un catálogo de joyería, de acento recargado y mareante, de burguesía imbécil y dañina. De esa gente que está acostumbrada a conseguir lo que quieren siempre, pase lo que pase, de esa gente que odio especialmente. Me hacen una pregunta, antes de que pueda responder me hacen otra. Paro de hablar, las miro fijamente:
- No sé si se han dado cuenta - aludo a su estupidez de golpe - pero si estoy contestando a una pregunta - mirando a la más joven - no puedo contestar a otra a la vez - le digo a la mayor. - Además - me tomo un respiro disfrutando de sus caras de estupefacción - les agradecería que dejaran de emplear chico al referirse a mi. Como pueden ver ni esta librería se parece a una mansión colonial ni yo tengo pinta de sirviente abnegado.
Salen rápido y sin hacer demasiados comentarios, no están acostumbradas a una working class respondona y malencarada. Es una victoria nimia, pero la necesito como el aire. Me hace venirme arriba y aguardar la tarde, cuando la volveré a ver, con cierta esperanza de poder ser mínimamente ilusionante.
Recuerdo de la noche anterior, hablando demasiado, construyendo inútiles trincheras con palabras de madrugada de nervios y desastres:
- ¿No te has dado cuenta de lo que te quiero?
- Pues deja de decírmelo tanto y ven aquí
And the mind gets dirty, as you get closer to thirty. Pues no, a lo mejor no está todo perdido, ya pasó el fin de siglo.
4 comentarios:
¡Yeah! Me gusta, me gusta. Saludos.
¡Arriba la "working class" respondona y malencarada!
Hola Dani,
me encanta lo que he leído, no sé si era tu propósito pero el momento "End of the century" sonando me ha puesto la piel de gallina. Bravo.
Sobre los errores que acarreamos.. ya conoces la frase: Nado entre cenizas de los puentes que quemé.
Un saludo hombre!!!
Gracias por los comentarios!
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