miércoles, 7 de abril de 2010

El sonido de los pasos


Se me cruzaron en mi vida los autobuses, me atravesaron y me atraparon dentro. Viajes por carreteras de provincias, una road movie de prostíbulos abandonados en arcenes, de bocadillitos de jamón y queso y nervios en el estómago.


Nervios de chaval, de adolescente de treinta, de pasar la mirada por las palabras de un libro y reparar unas hojas después en lo inútil del gesto, en la dispersión de la mente hacia lugares mejores. De esperar el abrazo, morderte en el cuello, besarte como si me fuera la vida en ello.


Un día te encuentras de pronto en el cauce de un río, en un día soleado. La gente pasea despreocupada, y el frío, marca de la casa, se te mete a través del cuello Mao y te explica donde estás, te recuerda tu lugar, ese en el que ves como otros, puta escoria, se van a llevar lo tuyo. Ves el agua bajar fluyendo, haciendo pequeños remolinos, los críos jugando al lado de sus padres, te gustaría ser uno de ellos. Caerte y que alguien te ayude a levantarte.


Las palabras son como dinero en la República de Weimar, son el último asidero desesperado, el último enganche a la cordura. Y cuándo las palabras no valen, para alguien como yo, es como que se te encasquille el rifle en ese momento justo, en ese momento en el que los indios bajan por la ladera sedientos de sangre hacia ti. Sangre justa, quizás.


Cae una bomba, y como en las películas, escucho todo con eco, desorientado, a punto de la nausea en un estómago vacío. Me quedan horas por delante en las que me fijo en los ancianos, que sin nada que hacer vienen a sentarse en la estación. Un inmigrante espera a alguien, nervioso, cruza su mirada con la mía, creo que es el único que se ha dado cuenta de que estoy allí. El es negro, pobre y está a miles de kilómetros de su casa, yo estoy a años luz de donde debería estar.


Las puertas arrastran sus escobillas por el suelo, y producen un ruido de susurro fantasmal. Oigo pasos de mujer y me torturan. Sé que no son los suyos, pero me imagino que se acercan y que me ponen la mano en la espalda, una mano que nunca llega. Y oigo esos pasos una y otra vez, el siseo de la puerta, y pese a que no quiero me giro, para encontrarme con el vacío, con la tarde ya cayendo, con una pareja reencontrandose. Creo que un tiro en la rodilla tiene que ser más agradable. Pasos, pasos y más pasos.


Finjo leer en un intento absurdo por evadirme, por escapar de ese edificio de estructura funcional, tanto como una cárcel o un patíbulo. Y vuelvo a pasar la mirada por las palabras saltándolas, sin que estas revelen ningún significado, resbalando por entre las letras como en un tobogán acuático. Pasos, pasos y más pasos. Me doy cuenta que lo único que encuentro agradable, seguro, pacificador en un área de explosión atómica, el libro que hago que leo, ni si quiera era para mí. Me parece que sostengo entre mis manos un órgano al que han equivocado de trasplante, y que carece ya de valor alguno.


Pasos, los míos, me dirijo al autobús, salgo de allí lo más rápido que puedo. Prometo no volver la vista atrás, pero tan pronto como lo pienso estoy girando la cabeza. Sólo veo a los viejos apagándose en sus asientos.


El único consuelo que me queda, el único, es que yo ya había leído ese libro.

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